lunes, 12 de enero de 2009

GLASS AUTOREVISITADO


Hace más de un año que se están reeditando las obras de Philip Glass. Se trata de una selección de las piezas de su época más brillante y fieramente minimal, las creadas a finales de los sesenta y sobre todo las de la década de los setenta. Conociendo el tipo de música que hace Glass y el carácter uniformemente radical de las obras de aquellos años, ¿cómo hay que interpretar esta serie de reediciones? ¿Son gestos postminimalistas teñidos de la suave melancolía que certifica la imposibilidad de crear hoy cosas semejantes en vitalidad a las de entonces?

Hay que aclara que no se tratan de meras reediciones de las grabaciones originales sino de interpretaciones recientes, es decir, que todas las obras representativas se han grabado de nuevo.

Hay obras, las de mayor formato, que han sido grabadas por el grupo que ha acompañado siempre a Glass, el The Philip Glass Ensemble. Existen otras obras, algunas inéditas y francamente sorpresivas - por ejemplo, Piece in the shape of a Square, yo creo, la obra más compleja y alucinante que se haya escrito nunca para dos flautas solistas - que han sido grabadas en Europa y generalmente por intérpretes italianos y españoles.

Ninguna música que se preste más al estereotipo y a la simplificación equívoca, y que al mismo tiempo provoque el rechazo más incontestable o el entusiasmo más inocente. Discutir sobre la entidad estética de la música de Glass a estas alturas me cansa un poco y me hace pensar enseguida en las consabidas objeciones que se hacen siempre para cuestionarla: lo tedioso de la repetitividad infinita del minimalismo.

Confieso que más de más de una de las piezas primerizas de Glass me parecen fallidas, e incluso poco creativas. Tampoco me agrada demasiado el Glass trascendente de los noventa, el Glass sinfónico que con veladuras rítmicas minimales, intenta ofrecer una recuperación, más bien peliculera, de lo tonal y de los valores musicales tradicionales.

Pero en las obras neta, apasionadamente minimales de los setenta y las más narrativas de los ochenta, hay ejemplos espléndidos de la originalidad de Glass. Cuando el compositor norteamericano ha combinado ritmos étnicos, electrónica y minimalismo, ha conseguido obras geniales. Véase la serie cinematográfica Nooyaniquatsi, Powwaqquatsi y Koyaanisqatsi, compacto muestrario de la conjunción música e imagen.

"Música en doce partes", "El fotógrafo", las Dance Pieces, o la ópera "Einstein en la playa", para no ir más lejos, son más que elocuentes experimentos de un nuevo lenguaje; representan consumadas expresiones de un universo musical llevado hasta las últimas consecuencias de su esencia básica: el ritmo como el ave fénix de la música misma, la efectividad hipnótica de la simplicidad, el pasaje musical convertido en madeja de combinaciones continuas, el calculado cromatismo de las progresiones repetitivas, el juego vertiginoso del fluido musical liberado de la servidumbre del pago de cierto peaje cultural (la música culta contemporánea europea).

Desde luego, la música de Glass, como la de Steve Reich, o la de Nancarrow, sólo es pensable que se diera en Estados Unidos, es decir, es una extensión de la desmesura norteamericana, del mundo del rock y del jazz, de las películas cómicas y de acción, de ese fenómeno USA que significa la posibilidad delirante de todo.

Pero me molestan las críticas europeas al minimalismo. En el fondo, creo que sólo es envidia, porque no lo han inventado ellos, al menos en su fase moderna (mucha música medieval ya es minimalista).

Yo he llorado de felicidad - esta confesión es inconfesable, no hay que explicarla-, escuchando a Glass, es decir, cuando la música me llevaba, y no la miseria de ninguna discusión sobre si su música es válida o no, o si es blanca o es violeta. Oponerla a la europea es una tontería que pretende resaltar la supuesta insustancialidad del minimalismo. Puede ocurrir lo contrario: que el minimalismo dogmático nos parezca una antigualla inviable y la música contemporánea europea una pedantería atroz.

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