martes, 31 de diciembre de 2019

EXPOSICIÓN EN EL ALMUDÍ. ORÍGENES.





Quisiera eludir el relato que justifica esta colección de obras, todas ellas muy notables, y por eso mismo, preferiría retratarlas individualmente, aunque esto rete a lo vagaroso y abismático. Ante un muestrario esplendente de piezas podemos montar y hallar las justificaciones que deseemos. Por ello busco en este caso la impresión individualizada.

A principios y mediados de los noventa, fui adicto de cierto tipo de fotografía conceptual en la que creía contemplar una representación purificada, literariamente exquisita de lo real. Podría llamarse algo así como la fotografía metafotográfica. Se trataba de un tipo de fotografía muy estilizada, dedicada a la experimentación con objetos y textos. Si hay algo que se asemeje a esta mística o pueda representarlo del mejor modo es esta muestra concreta de la serie Semiópolis de Joan Fontcuberta. Se trata de un tipo de fotografía densa y muy cuidada,  adscrita a una poética refinada y mistérica que intenta captar o representar todo lo que tenga que ver con el evento verbal, el desciframiento y la representación escrita. La ciudad imaginaria de los signos ha sido esa fantasía futurista que pretendía trascender todo futuro y todo tiempo, en la que la comunicación y todo tráfico posible estuvieran perfectamente codificados. La serie de Fontcuberta abstrae bellamente todos estos motivos a través de las planchas cifradas para la lectura táctil de los ciegos, y se cita la obra, El Aleph, en este contexto de tanteos misteriosos, de otro invidente: Borges. Constato con cierta melancolía que Fontcuberta realizó hacia el 2000 las imágenes que soñaba yo hacer sin tener conocimiento técnico fotográfico, y que satisfacen lo que yo imaginaba sobre motivo tan delicado y suculento.    




Quizá hablar de una contemplación  de la obra artística, tan exquisita e indagatoria que nos permita acceder a su acontecimiento puro, al fulgor de la representación, pueda resultar algo etéreo o improbable a no ser que recibamos de la obra en cuestión un sobrestímulo que nos ayude a ello o a algo parecido. El gigantismo de algunas esculturas ultimas no llama al éxtasis recoleto auscultador de texturas o matices de color: al ocupar, literalmente, el espacio de modo tan notorio facilita algo distinto al examen místico, promueve el juego al presentar-potenciar un contexto que invade el espacio donde no hay arte y obliga a una consideración de las formas al verlas ante sí de tal modo. La rosa gigante de Susy Gómez produce esto mismo: el juego alrededor de sus volúmenes, la constatación a escala desmesurada  de esa alquimia de los artistas que son capaces de reproducir cualquier objeto, animal, cosa o planta de nuestro entorno a un tamaño alucinatorio surgido de la nada. Es como si hubiéramos comido sin advertirlo alguna de esas galletas mágicas que comía Alicia en el país de las maravillas para crecer o menguar súbitamente.



Cualquier pieza que he visto del legendario Equipo Crónica me ha parecido siempre de una agudeza y un humor más que solventes. Si observamos el momento histórico en que este dúo de artistas, una auténtica hidra pictórica, trabajaba, no podemos imaginar mejor ocasión para la lucidez crítica y la liberación imaginativa. Crearon un estilo que luego sus imitadores han hecho algo repetitivo y previsible. En esta muestra hay dos obras de ellos. Una escultura de cartón piedra que representa a una menina velazqueña, en la superficie de cuyo miriñaque se extiende una límpida copia del Guernica picassiano. El título de la obra, Huevo de pascua, junto al hecho de estar hecha de cartón piedra, como las montañas de los belenes o las figuras de las fallas, produce una combinatoria chocante. Por un lado resalta una marca España a través del arte, Velázquez y Picasso juntos en una pieza decorativa que hace accesible el lenguaje de ambos artistas al gran público, y por otro, es una crítica a la reducción del arte a producto de masa, a símil publicitario, a vulgarización. Le ocurre algo parecido a la otra obra presente en la sala, Alpino, donde lo que se pone en el objetivo de la crítica juguetona e inventiva del equipo, es la memoria de la generación de los setenta y primeros ochenta. El equipo crónica acude a esa memoria colectiva considerándola un depósito de imágenes, un collage vivo del que es posible extraer los más vivos y surrealistas ensamblajes. La limpieza del dibujo y el protagonismo del color, parecen decirnos que esa memoria no se sustrae a la pesquisa y al brote esperpéntico, precisamente por estar temporalmente cercana y resultar dinámica, todavía. El lenguaje del equipo crónica pertenece a un periodo concreto de esa historia reciente  - nunca un tiempo más remoto que el pasado reciente - pero la efectividad de su mensaje se constata en sus obras, siempre válidas y estimulantes.     



Pinturas como Entrada 2 de José Manuel Ballester, sean producto de la serialización o no, casi tienen asegurada en mi percepción el impacto fascinador. Unas grandes paredes que marchan paralelas y acaban  perdiéndose a lo lejos, donde una puerta comunica con un claror remoto, con un lugar desconocido, quizá, ningún sitio. La calidad pictórica y el tamaño de la tela, crean esa dimensión en la incluyo el impacto espacial y la calidad estética confirmada. Las series de pinturas sobre arquitecturas misteriosas y afuncionales, que no representan partes de ningún edificio sino que se proponen crear una sensación de trémula sugestividad con el flujo de planos monumentales y aberturas lejanas en superficies que brotan y ocupan casi todo el marco inteligible, postulan la mística de una razón encarnada en geometrías desafiando al vacío. El mundo convertido en un laberinto, en una serie de galerías inextricablemente unidas entre sí y sólo pobladas por restos de otras arquitecturas, por misteriosas ruinas. La obra literal del tiempo serían esas galerías vacías, esos pasillos interminables que no buscan la salida. Si el vacío puede compartimentarse, sería a través de obras de inspiración semejante a esta. La frialdad del motivo queda conjurada por esta fuerza de la sugestión: qué universo ocupamos, cuál es el nuestro entre el despliegue de otros en consecutivas estancias blancas.

En el mundo del arte todo se contagia de simbolismo, de dobles alusiones. Incluso el texto de folletos y catálogos, puede pasar por una poética, maniáticamente descriptiva de metamorfosis y camuflajes. Obviando, más o menos, título y autor, me acerco a algunas de las obras restantes de esta nutrida exposición con la que me he encontrado hoy.

Veo la escultura de un par de sujetos, gemelos hasta en el aura, con una tosca careta de cartón y asomados a un espejo, puesto, más que ocasionalmente, ante ellos. El juego de las identidades veladas, parece querer darse cita ante el gesto de estos dos obtusos personajes.



A veces los barroquismos sombríos se quedan en un juego incapaz. Una larga columna vertebral a cuyos dos extremos se conectan sendos cráneos de plexiglás. Quisiera ser una obra de lo más siniestra pero me hace recordar mis bromas fotográficas. Y esos cráneos, copias de los que he conseguido en tiendas de disfraces y en los chinos.



Una cabina rojiza del sorpresivo Jaume Plensa hace recordar una cabina telefónica británica acorazada. El título, Las brujas, despista y si no alude a íntimos terrores infantiles, precisa de una acotación contextual que justifique su epígrafe. Los que la han comprado como inversión, supongo que conocerán tal razón.



Una pintura, obviamente horizontal de estilo hiperrealista, representa una hilera de bidones aproximándose a los seis metros de largo. De nuevo, el tamaño de la obra corre paralelo a la eficacia estética de la obra. Esta convicción elemental se confirma cuando examinamos detalles de la misma: esos rastros en la grava o arena sobre la que el montón de cacharrería se encuentra ordenada. Casi diría que lo exquisito de este tipo de obras, lo mejor de las mismas casi no es la obra en sí sino detalles tan notables como este de la arena pisada, en los que puede notarse la voluptuosidad de la pincelada maestra arremolinando surcos de gránulos.
Las abstracciones si están realizadas con cierta pulcritud geometrizante y potenciadas dinámicamente por el color, trascienden ligeramente ese estatus somero de la abstracción y pueden dar sentido, habitar el lugar en el que se encuentren colocadas. 
Aquí veo una encendida tela de fosforescente rosa, reclamando un espacio propio que no se da sino dentro de ella; una pieza que subvierte todo marco y cuya dinamicidad hace pensar en la plasticidad de fantasías crepusculares dalinianas.






Si el arte plástico es la representación de todo trance, de toda trama, de todo fragmento de esa trama, habrá momentos menos brillantes o más indiferentes que otros. Visitando alguna exposición me ha ocurrido que un buen número de las piezas expuestas me ha parecido falto de acontecimiento, insulso, indistinto. En la abstracción este “peligro” es más posible quizá que en los campos de la figuración, en los que el más mínimo trazo que represente algo inteligible es rescatado enseguida por la atención. Al lado de estas dos piezas que describo, encuentro otras que me parecen más pobres o menos llamativas. Me da casi vergüenza pasar por ellas de inmediato, como si no me importaran. Si les dedico un par de segundos cumplo con mi papel de visitante anónimo aficionado al arte, así simulo consultar con no sé qué otros referentes en mi memoria que puedan justificar el aspecto aburrido de lo que tengo delante.
Me encuentro con una gran fotografía de un edificio a medio construir. Parece la pieza de un enorme mecano. Obras de este tipo me hacen recordar aquello que, asombrado, citaba Borges a propósito de un mapa que quería representar el tamaño del territorio real del imperio y se extendía, en consecuencia, cubriendo el espacio físico de tal imperio. Es una caricatura, pero algo parecido debiera sucederle a esta foto. Si lo que se pretende representar es el proceso de construcción del edificio en cuestión, la foto es lo suficientemente eficaz, si lo que se desea es aludir a otros aspectos como son el aspecto o las dimensiones del edificio inacabado, la foto podría ser el triple de grande. Cuanto más grande se hace la obra de arte, salvo en el caso de la escultura, más invisible: su carne desaparece en la extensión.



Un cuadro en el que el personaje protagonista se enfrenta a una visión nocturna e integral de la noche en la ciudad. La imagen nocturna es una suerte de rompecabezas en el que gravitan las múltiples piezas: edificios, ventanas, paseantes, farolas, estrellas, pero también otros objetos alusivos de características sorpresivas… De nuevo, el tamaño de la pieza invita al viaje y a la impresión global. Si la medida para todo lo existente, tal y como se recordaba en el Renacimiento, es el hombre, sí que importa que el tamaño del arte no sea excesivo si no quiere correr el riesgo de dispersarse y desaparecer de la vista. Es un forzamiento y un gesto improcedente ese que hace que nos acerquemos a la obra y la examinemos con lupa, queriendo descubrir algo que no hemos captado en un primer vistazo impresionado. Una obra puede ser un conjunto endiablado de miniaturas, pero jugar a la escapada de la percepción es un riesgo no aconsejable. El término medio para la percepción de una obra está ya determinado por las artes plásticas mismas. Es la idiosincrasia del creador lo que puede jugar a favor de aumentar o disminuir el tamaño de la obra para que pueda ser percibida sin problema al tiempo que responde, ajustándose,  a las excelencias del canon.



La grata desconstrucción alude al dinamismo que se desata en el taller. El acordeón de fragmentos amuebla de nuevo un espacio para la observación. La obra es un proceso, como decía Whitehead acerca de la naturaleza.




       

miércoles, 25 de diciembre de 2019

PUNCIONES





Con el advenimiento de las fiestas de Navidad, son comunes los comentarios de hastío o de rechazo, del mismo modo que cuando se avecina un puente exagerado o una serie de fiestas que alteran notablemente el curso habitual de los días. No estoy de acuerdo con la actitud que desprecia frontalmente estas fiestas. Deberíamos hacer todo lo contrario, vivir con contundencia todo tipo de fiestas porque lo que el calendario está haciendo es avisarnos de un evento, de algo que rompe el tiempo ordinario de las cosas. Precisamente, una fiesta es el advenimiento de algo extraordinario que implica la ruptura con ese tiempo ordinario en el que no ocurre nada especialmente consignado. La fiesta ordena la articulación del tiempo, pues sin fiestas, el tiempo se haría infinito, monocorde y uniforme hasta lo invivible. Habría, pues, que aprovechar el tiempo de fiesta, para, independientemente de lo que religiosamente pueda significar de modo específico, reflexionar sobre lo que la fractura del tiempo lineal y ordinario implica en nuestra percepción de lo real. Una fiesta es un acontecimiento y sobre todo lo es de la ruptura del tiempo existencial que vivimos. También podríamos conceptuar la fiesta como un período de producción de sentido absolutamente único, como una irrupción del otro lado sobre nuestra  cotidianidad. Recordemos lo que decía el Oráculo de Delfos: la divinidad no se da a conocer sino a través de signos. La fiesta  podría ser, sumariamente, esto: un derroche, una conjunción insólita de signos aunque en realidad es más: la celebración de lo que tales signos quieren darnos a conocer.







Mi madre falleció hace un año. El duelo continúa, más o menos velado, más o menos oculto. He pensado que si volviera verla, que si a través de circunstancias extraordinarias se me permitiera verla, ¿cómo iba a ser tal encuentro, en qué términos podría producirse? Teniendo en cuenta que mi madre ya ha trascendido todas las miserias de este mundo, yo no podría presentarme ante ella con mis eternas historias de neurótico, con mis limitaciones y servidumbres de todos los días. Imagino el encuentro habiendo alcanzado yo un estado no igual, claro, sino similar al suyo, es decir, habiendo superado, vencido, dejado atrás y aniquilado para siempre todo lo que en la vida me ha impedido ser libre y encarnar la belleza y la verdad, lo que durante mi existencia ha entorpecido que alcanzara la libertad y la dignidad. Sólo, creo, desde este estado de liberación, de mínima pureza, podría mirarla, afrontarla, comunicarme con ella habitando ambos semejante estado de luz. Sería algo parecido a la situación que se crearía si tuviéramos un encuentro con un gran amigo al que no hemos visto en muchos años. Al reencontrarnos no iríamos a presentarnos en las mismas condiciones que antes, le mostraríamos que hemos evolucionado, que hemos cambiado para bien, que hemos progresado en el trabajo, en la vida, en el amor, que somos mejores que antes. Sería penoso confesarle a este amigo que no hemos progresado en nada, que hemos ido para atrás, que no somos felices. Creo que este simbolismo vale, hasta cierto punto, para ilustrar someramente cómo se realizaría el deseo de un encuentro extraterreno.

martes, 24 de diciembre de 2019




EXAMEN DE INGENIOS.
José Manuel Caballero Bonald

Tengo la sensación de que determinados géneros literarios, por su conformación sintética,  propician la efectividad crítica cuando quien los practica, atesora experiencia vital y dinámica gradación lectora. Eso es lo que ocurre con este apretado volumen de retratos literarios de Caballero Bonald. Por sus páginas desfilan, en una tan concreta como esplendente sucesión las figuras, por ejemplo, de Luis Rosales, Leopoldo Panero, Joan Tápies, Francisco Nieva, Mario Vargas Llosa, Carlos Edmundo de Ory, Torrente Ballester, Carlos Barral, Emilio Lledó, Rafael Alberti o Camilo José Cela. Los retratos, una suerte de aplicación de la écfrasis a la relevancia y psicología del autor literario en cuestión, podrían venir a ser, perfectamente, un pretexto para la exhibición de estilo. En este caso, la altura escritural de Caballero Bonald, nos permite asistir a una gustosa exposición en la que el perfil del personaje queda fijado a través de un juicio preciso sobre sus aptitudes creativas e intelectivas así como de sus singularidades fisiológicas y temperamentales. A propósito de estas últimas, destacaría el examen a que somete la figura de Josep Pla. Lo chocante de su aspecto e indumentarias contrastaba con el carácter sorpresivo de su escritura y de su obra.  Los retratos de Lezama Lima o de Octavio Paz son de tendencia elogiosa, mientras que en el de Borges, además de reconocerse la brillantez y la originalidad de su obra, se denuncia de modo tácito el beneficio del que que el autor argentino disfrutó con respecto a algunas de las decisiones de la dictadura militar de Perón, entre ellas, el  ser director de la Biblioteca Nacional, sumando a esta información, encuentros personales  de no muy simpático recuerdo. No he leído el volumen entero pero sospecho que no existirá el artículo meramente pulverizador. Caballero Bonald no emplea la saña, pero sí afronta con un concentrado despliegue de medios, los aspectos notables y contradictorios de los retratados. Véase, a este respecto, el artículo dedicado a José Hierro o las consideraciones que afloran en el de Juan Gil-Albert. Corriendo el riesgo de lo tautológico, brillante ejercicio este examen de ingenios del poeta Caballero Bonald.  




lunes, 16 de diciembre de 2019

Reseña breve PARÍS NO SE ACABA NUNCA. Enrique Vila-Matas




La habilidad de Vila -Matas para hilar historias, convirtiendo cada fleco de la ficción en germen de narraciones nuevas, convierte sus libros en un juego de espejos infinito, en eclosión virtualmente interminable, en arborescencia continua de relatos generados a partir de una sola circunstancia o de circunstancias hábilmente convergentes. Supuestamente, Paris no se acaba nunca es una memoria de sus días de juventud, pasados en la capital francesa a mediados y finales de los setenta, pero este cariz no exime a su escritura de la ya referida tendencia a la invención metaliteraria, lo que tiñe de sospecha lo que cuenta como reflejo fiel de lo que vivió entonces. Unas memorias falsas, si se convierten en memorias literarias, legitiman lo que nos confiesen, pues todo ello ha sido asimilado de este modo y hay que interpretarlo, como literatura. La duda aparece cuando el autor no declara a qué género de escritura pertenece en realidad lo que ha escrito, produciéndose esa confusión, que es terreno y simiente, propicias a la ficción y a la ambigüedad. Lo que Vila –Matas hace en este libro es alternar dos cosas distintas: por un lado, nos cuenta las memorias de sus experiencias juveniles en París y, por otro, historias derivadas de su condición de escritor, producidas tanto en el pasado como en el presente. Se articulan de este modo, series de tiempo que pueden cruzarse, episódicamente, con lo que ambas perspectivas o bien discurren paralelas o de pronto, parecen confundirse en la lectura. Personalmente, esto es, en lo que a este libro concreto de Vila Matas, se refiere, lo que me molesta: a mí lo que me interesa, en tanto que no es ficción, es su estancia en París en aquellos años, los personajes que conoció y lo que le ocurrió, no las historias que pertenecen a la ficción y que pretenden convivir en el mismo espacio narrativo que la no ficción y que a veces, las llego a  experimentar como una intrusión. Vila matas enfurruña voluntariamente lo que podrían ser unas curiosas memorias, lo que me hace pensar que: o bien Vila Matas está tan enfermo de literatura que prefiere que todo escrito suyo se contagie de ficción y pase como tal, lo cual es una opción vital y creativa, ya que este modo desea recordar toda experiencia y toda realidad,  o bien que sus estancia setentera en París no fue lo vibrante e interesante que hubiese querido para conformarse en un volumen consecuente y precisaba del  empujoncillo de mentirijillas audazmente labradas.
Con Vila-Matas me pasa lo siguiente. Me atraen sus libros, me siento en principio, seducido por su mundo, pero me cuesta llegar al final, leérmelos todos: tanta metaliteratura manando sin cesar me satura y me hace ansiar otra cosa más sustancial. Quizá se trate de un defecto mío, de una mala aproximación a su literatura. Tendré que verlo porque cada vez que leo a Vila-Matas experimento un gran entusiasmo, velado al fin por la frustración. Diré, por último, que este París no se acaba nunca, de tan encantador título, es un texto moteado de escritura, a mi modo de ver, antagónica, en el que destacan los pasajes que –supuestamente - hacen alusión a lo realmente vivido en un momento de entrañable autocreación del personaje del propio escritor.





miércoles, 4 de diciembre de 2019


El poeta Apollinaire, el creador del término "surrealismo" y el escritor Andre Rouveyre, departiendo ante lo que era una novedad: una cámara. Apollinaire, siempre a la vanguardia y con las vanguardias. 

  LOS ARCHIVOS DE MARÍA MANZANERA LOS MUNDOS FOTOGRÁFICOS CON LOS QUE UNO HA SOÑADO Y  OTROS HAN REALIZADO .   Sábado, 23 de marzo. ...