viernes, 29 de mayo de 2020

COMO UN DIARIO III




Escuchando por casualidad música de chunda –chunda. Hasta en esta “música” se cuelan momentos de melancolía, el velado romanticismo de los adictos al éxtasis y a las anfetaminas discotequeras.


En estos tiempos en que la poesía no disfruta, precisamente, de un primer papel en la sociedad, me interesa cada vez más la poesía, tanto su experiencia, la calidad documental de su registro, como las poesías que han sido, el mensaje que han dejado del tiempo que fue y que a nosotros, lectores confusos y entusiasmados, nos toca descifrar. Qué cambiaría en la percepción y en la interpretación de la realidad si recuperáramos la intensidad, la plenitud expresiva de la poesía.  



Leyendo a José Antonio Ramos Sucre. Revolviendo cajones me he encontrado con un notable volumen publicado por una Universidad de Costa Rica, en 2001, en el que figuran ensayos sobre la obra de Sucre, cartas, semblanzas biográficas, textos inéditos, y varias obras suyas, completas. La famosa Las formas del fuego, que cuando Siruela la publicó hace unos cuantos años y que entonces no pude adquirir, funcionó como una reivindicación del autor venezolano, se encuentra aquí, junto a otras. Es un placer leer a Sucre. Sus poemas en prosa o sus prosas poéticas son exhibiciones de escritura. La utilización maestra del adjetivo me ha hecho recordar a Borges. Internándome en una obra notable como esta y aparentemente tan olvidada por estos lares, he experimentado el misterio que a veces encarnan las obras literarias: son como grandes fotografías de mundos complejos que han sido, vectores de universos que sólo a través de la palabra escanciada de la poesía, recobran su existencia en el entramado del tiempo. Leo, por ejemplo: Yo decliné mi frente sobre el páramo de las revelaciones y el terror, donde no se atreve el rocío imparcial de la parábola.  Qué fascinantes que se vuelven los tesoros escondidos en el piélago del tiempo, y qué agradable sorpresa que esos tesoros hablen nuestra lengua.   



Releyendo el diario del escritor húngaro Géza Csthat, el don Juan oscuro. El buen hombre aprovecha su posición de médico de un balneario para seducir a una paciente tras otra, incluyendo a las camareras del centro.  Morfinómano y erotómano, Csthat es el autor de la conocida colección de cuentos titulada Cuentos que acaban mal.   
Comprobando la relativa facilidad de sus aventuras eróticas, he llegado a pensar que las relaciones sexuales no dependen tanto del marco o época cultural donde se den como del lugar concreto y las circunstancias cotidianas donde convivan determinados núcleos sociales que por tales características las faciliten o las coarten. El procedimiento de Csthat para conquistar a las damas es descarado y egoísta al tiempo que sutil y astuto. Estando prometido, fornica alegremente. Sólo le importa su bienestar. Csthat es uno de esos tipos que aunque utilice el noble arte de la palabra, resulta de lo menos recomendable, es decir, la literatura apenas le sirve para sublimar sus obsesiones. Su comportamiento recuerda a los maltratadores actuales. Este dejarse llevar por la fuerza de los instintos tuvo un final trágico: se suicidó después de asesinar a su compañera.


A propósito del personaje anterior, haciendo memoria me doy cuenta de que casi todos o la gran mayoría de nombres o autores húngaros que conozco son gente…intensa, digamos. Atila Josef, el poeta húngaro, de notable temperamento que se suicidó; Bela Bartok, el extraordinario compositor, hombre también, de gran atractivo psíquico y magnetismo; Arthur Koestler, el escritor de insólita andadura intelectual, que también acabó suicidándose; Bela Kiss, el “famoso” asesino en serie de principios de siglo; la Bathory, la famosa princesa sangrienta de Pizarnik, aristócrata y psicópata asesina….   



Cada vez que leo a Simmel, me parece más interesante e insólitamente actual. Sus reflexiones sobre la moda o sobre las ruinas engarzan con el pensamiento que subraya lo estético como uno de los procesos más importantes y determinantes de la modernidad. Su texto Sobre la aventura también resulta de lo más jugoso.  La aventura no es meramente un fragmento peculiar de nuestra vida sino un período o una experiencia que posee dinamismo y compacidad propios y que resulta independiente del resto de la existencia. Frente a la pasividad y la aparente homogeneidad de la vida cotidiana, la aventura es lo que, precisamente por su naturaleza, se opone a tales características. Los conquistadores españoles, los conquistadores amorosos como Casanova, serían aventureros por excelencia con ciertas vinculaciones finalmente místicas. El aventurero trata lo incalculable de la vida de manera idéntica a como nosotros nos comportamos con lo calculable. Por eso, es el filósofo el aventurero del saber, escribe Simmel.
La aventura como universo propio, como emprendimiento individual, me ha hecho reflexionar sobre algunos de los momentos de mi vida, pero también he ido a acordarme de los payasos de la tele y del programa que emitían los sábados por la tarde a finales de los setenta. Si recordamos, el programa estaba divido en varias partes diferenciadas por los distintos números o tipos de actuación que se daban en ellas. La parte de mayor duración, la que contaba una historia divertida, se llamaba, precisamente, La aventura.  Era lo mejor y lo más extenso del programa. Y me llama la atención que de igual modo que el programa infantil, la definición fundamental de aventura dada por Simmel se adecúa a ella: momento o secuencia de la vida, de significación específica y circunstancia totalmente autónoma con respecto al resto de la vida. La aventura como la aventura de los payasos es un momento vital de imprevisibilidad pura, de riesgo total, un momento en el que todo puede pasar, un instante en el que todo suceso puede producirse, incluso los de mayor riesgo. Y lo sorprendente es que quien se aventura a la aventura, lo hace con una relativa pero suficiente seguridad: se lanza a territorios nuevos pero con tranquilidad, como si ese espacio que por su atrevimiento se le va a abrir de experiencias nuevas, fuera su hábitat natural (hasta que la aventura cese). En el año 81 ingresé en un convento franciscano no por vocación, sino porque era la única opción de vida que entonces se me antojaba posible al abandonar el instituto y sentirme en fiera lucha contra todo lo que la sociedad me ofrecía. Pasados un año y pico, la fuente de novedad que la estancia y la convivencia en el convento suponía, cesó. Entonces regresé a la vida social y civil, al mundo laico. Aquel fragmento de mi vida es totalmente independiente del resto, conserva en mi memoria su plenitud y su peculiaridad, adecuándose a la definición básica que da Simmel de aventura.



Sigo con la relectura del diario de Géza Casht. Compruebo algo que hoy no cesa de salir en el discurso feminista. Con respecto al hombre, la posición social y económica, siempre inferior, que ha ocupado la mujer. Gasth después de haberse satisfecho con una y otra camarera, el personal de limpieza del balneario del cual es el médico, les suele dar a estas mujeres, dinero, consciente de lo limitado de sus salarios, y otras veces, por pena, como confiesa. ¿Qué pena es esa? La condenación fatal de aquellas mujeres a una precariedad insalvable, ante lo cual, la más óptima y única solución era el matrimonio. Pero es que al darles ese dinero se les estaba llamando, en definitiva, prostitutas.      




martes, 26 de mayo de 2020

COMO UN DIARIO II




Acabo de comprar el libro de poemas Las moras agraces de Carmen Jodra. Confieso que he adquirido el libro por cierto interés morbosillo, (la poeta falleció el año pasado, con 39 años)  mezclado a las buenas críticas que  he encontrado, destacando que una autora joven utilizara la métrica exclusivamente en su primer poemario importante. pero, no obstante, no  he comprado el libro para comprobar qué llegó a escribir con apenas 18 años,- yo, a esa edad, ya había establecido mi pléyade particular de autores preferidos que siguen siendo los que más me han influenciado y me siguen gustando – sino con la intención de hacer algo más retorcido y melancólico: qué pequeño universo gira en el limbo de las letras al quedarse huérfano de autoría, qué vinculaciones simbólicas provocadas por alguien que ya no está, se desflecan en la noche de los tiempos, qué rasgos de una personalidad ahora arrebatada por la muerte, podemos rastrear y encontrar en esta urdimbre de palabras que dejan de estar a la deriva en cuanto alguien las lee. He llegado a la mitad del libro y confirmo el tono elogioso de la crítica, aunque sin alcanzar el entusiasmo, que podría depender de un solo poema al que todavía no he llegado en mi lectura o por una mera imagen que se halle en otro lugar del poemario. Hay un poema que, teniendo en cuenta las circunstancias que me han llevado a esta autora, me ha impactado, el titulado Pos-mortem, poema en el que dice con mucha gracia y creo, acierto, que la vida en el otro lado debe ser como una fiesta gay, es decir, algo encantador a la par que tranquilo, entrañable y nada trágico. En esa fiesta gay debe de moverse nuestra poeta, como una de las últimas y más inesperadas invitadas.




En su diario florentino, Rilke nos habla de una visión que tuvo. Una mañana al asomarse al balcón de donde residía, ve a un religioso, perteneciente a la orden de los Hermanos Negros de la Misericordia, acercarse a una puerta a pedir limosna. Esos religiosos llevan un hábito negro y una suerte de máscara que les tapa la cara. El religioso en cuestión, se para un momento, antes de tocar en la puerta y al poeta esta detención, en medio de la plaza solitaria,  le produce un estado especial de percepción de la realidad. La figura oscura del religioso alucina a Rilke, pero no es exclusivamente por lo raro que parece tal figura: es la realidad misma como receptáculo espacial, digamos, la que en ese momento altera su naturaleza, convirtiéndose en escenario de metamorfosis. La vida, – dice Rilke – en toda su serena apariencia festiva, me parecía en aquel momento como un vasto marco en el que todo tenía cabida. Si hubiera pasado un dragón echando fuego, a Rilke lo hubiera admitido como algo normal, como lo imposible dentro de lo posible. La experiencia de Rilke tiene algo de numinosa, típica de un vidente. Pero es también y sobre todo la típica de una naturaleza especialísima, la de un poeta con mayúsculas. Es más, solo un poeta podría haber sentido que la realidad entera, momentáneamente, adquiriera el carácter de algo fantástico y por el otro lado, perfectamente posible. Una visión harmónica, a pesar de la figura sombría del religioso mendicante. Esta experiencia, este sentir la realidad manifestándose, hubiera sido tachada como típicamente surrealista y mística, por los vanguardistas del momento. Aquí no es tanto el orden de los acontecimientos, el número de hechos,  sino la peculiar calidad de lo percibido, lo que cuenta.


Estos días, ante el montón de libros olvidables de los que me tengo que deshacer y ante textos propios escritos en otras décadas, me estoy acordando de lo que decía Alejandra Pizarnik, de su queja: “He dedicado toda mi vida a la poesía y ahora, a la gente le importa un pimiento la poesía….”  


Con tanta demora vital, voy a serme póstumo.


Alguien que estaba vivo, de pronto, está muerto. Esto, este cambio social, repentino, súbito, psicológico, metafísico, total, definitivo es lo que me desasosiega, lo que me incomoda y me fascina también. Este escaparse el sujeto que tenías delante hacia un confín ya inalcanzable para siempre.  


sábado, 23 de mayo de 2020

INGRES Y LOS VOLÚMENES BLANDOS





Suele ocurrir que identificamos en un primer impacto a artistas plásticos o  escritores por algún signo o devaneo formal, por algún detalle que los diferencia, de inmediato, entre el resto de producciones de otros artistas, característica peculiar que es la que se nos queda prendada en la memoria a la hora de evocarlos. De este modo, sintéticamente, me ocurre con Ingress: el hecho de que parte importante de su obra se produjera antes de la invención de la fotografía se me impone como una suerte de evidencia misteriosa, que me reta a descubrir el porqué de este dato. Por qué, habría que preguntarse, la prioridad de esta información que parece delinear ya un determinado cerco plástico como destino del devenir de su creación… Creo haber descubierto la ubicación inconsciente de tal aspecto en mi recepción imaginaria de este pintor: la causa son los volúmenes blandos que conforman sus pinturas.
Sin exagerar la distinción, yo haría una ocasional diferenciación entre los dibujos de este autor y un número importante, al menos representativo, de sus pinturas. En los dibujos, sobre todo los retratos, llamar maestría al cómo de esos rostros resulta demasiado previsible. La perfección, la suntuosidad plástica, la insólita viveza de tales rostros, tan próximos en cierto aspecto y remotos en otro, parecen haber sido producidos por una capacidad técnica automática, no humana: resulta difícil imaginar que el recorrido de las minas de plomo con las que esbozaba los rostros de los retratados estuviera siendo dirigido por una mano carnal, sometida a los azares de la vida, vulnerable a las enfermedades, a las fragilidades de la materia. Es imposible seguir la linealidad del dibujo de Ingress como no sea el que utiliza para reflejar panorámicas o perspectivas arquitectónicas.




Si echamos un vistazo a alguna de sus obras más conocidas, las de tema histórico, nacionalista, o las más relajadas que apuntan a determinado imaginario como las odaliscas con sus correspondientes baños y cámaras, comprobamos que la fineza insólita del dibujo ha esfumado sus perfiles y que, a través del óleo, se encarna en figuras más densas, más redondas y matéricas. Los frisos históricos o el grupo de las odaliscas y los baños turcos son conjuntos mórbidos de volúmenes. Si bien los rostros guardan los rasgos de la forma clásica, esta se esfuma, se mezcla con este tratamiento sensual y ensoñador en el que Ingres sume sus composiciones, esfumándolas al tiempo que las fija ingrávidamente.
El asunto de por qué relaciono la obra de Ingres con un período de producción artística que desconoció la fotografía tiene que ver con el efecto mágico, para mí, que, sobre todo,  el grupo de odaliscas emite y al que se suman las fantasía en que se ubica. Las formas captadas en esta pintura, ejemplarmente, siempre las he asociado a las ilustraciones de cuentos para niños. Aquellos cuentos que de pequeño yo no relacionaba con ningún siglo XIX, sino con ámbitos fantásticos… y remotos, por eso la fotografía aquí no existe. Es decir, que el tempo, el aire, las formas, la plástica, los perfiles de las figuras, diríamos, su devenir, lo que a través de todo esto se me cuenta o se me representa en esta obra, lo ubico en un ámbito de la imaginación o de los registros fantásticos de la infancia, lejos de esa trémula imposición de la realidad que supuso la fotografía.
La tácita geometrización del grupo de mujeres de los baños turcos, lo justifica, teóricamente, el propio Ingres cuando escribió: “Para llegar a la forma bella, no hay que proceder mediante un modelado cuadrado o anguloso; es preciso modelar redondo y sin detalles interiores aparentes”. La sutileza formal de Ingres consiste, pues, en condensar en un solo volumen minuciosidad (la presencia del dibujo bajo la pintura)  y compacidad de conjunto (el recurso inopinado a la redondez sintetizante).   
A los impresionistas, incluso a los simbolistas, también a los realistas, no los imagino en conflicto con el despliegue tecnológico de la fotografía. Pero en Ingres, percibo una atmósfera que es muy anterior a todas las figuraciones de estas tendencias, algo que se aproxima a las mayores exquisiteces del arte clásico pero que, precisamente, por tales exquisiteces, crea una tendencia, un híbrido especial y algo turbador. Ante las odaliscas y  de Ingres no puede haber realidad referencial, ni cotidiana, ni positiva ni ineludible. Respira una idealidad tan remota como formal,  tradicionalmente impecable. Sin embargo para mi sorpresa, Ingres vivió lo suficiente para conocer la fotografía y fotografiarse, a pesar de ser tan ajeno a ella. Si toda forma cierra un universo con el tempo que se desprende ella, la obra de Ingres no necesitó del amaño de la fotografía para resultar más que perfecta. No quería representar la torpe y pobre realidad, sino el ideal que le había enseñado la academia. El devenir de los tiempos, con sus reflujos neoclásicos y titilaciones románticas en el horizonte, añadió el resto contextual a su insólita maestría.  


viernes, 15 de mayo de 2020

COMO UN DIARIO






Estoy leyendo dos libros de carácter memorístico: Memorias del estanque, de Antonio Colinas y El agente provocador, de Gimferrer. El primero es una reconstrucción, a partir del recuerdo y la evocación de la infancia, del imaginario poético del autor, sumado a momentos importantes de su vida. La franqueza de Colinas es elogiable, pues no hay mistificaciones ni exageraciones literarias en torno a los personajes y anécdotas que evoca. La magia pertenece de lleno a la contemplación, a la poesía.  El texto de Gimferrer es una delicia, fluye, las imágenes y las evocaciones se suceden en el  reverbero del lenguaje que es el soporte expresivo de la memoria. Conforme voy leyendo uno y otro texto, independientemente del placer que como lectura me procuran, no paro de constatar cómo lo verdaderamente importante aparece muy tempranamente, qué pronto se han vivido las cosas determinantes y originarias, sin que ello signifique que en la existencia adulta no se vayan a dar semejantes experiencias y mostrar aspectos nuevos de la realidad.  



Esta mañana de cuarentena, estaba leyendo en el comedor, inundado de sol. De pronto he escuchado unos toques de campana secuenciados de modo que, en principio, me han parecido extraños, pero que he identificado enseguida: era el toque del Ángelus. He sentido una curiosa sensación de tranquila  linealidad a través del tiempo al recordar que hubo un tiempo, en el año 82, que era yo quien tocaba el Ángelus. Era cuando estábamos en el convento de Santa Ana de Jumilla y nos íbamos turnando para efectuar el toque, tirando de aquella gruesa cuerda trenzada que se escondía tras una portezuela en un rincón del coro, donde rezábamos, en la planta de arriba, sobre la nave de la iglesia. He sentido una placidez agradable y de liviana responsabilidad ejecutada: yo he participado en el continuum infinito de los días en que se ha producido ese toque a lo largo de todos los puntos del planeta.  Allí arriba, en el convento, cuando yo tocaba las campanas, el sonido se extendería  por los pinares y por  la montaña hasta llegar a las casas del campo, los viñedos, y quizás hasta el pueblo mismo de Jumilla. Ahora reparo en ello.



Haciendo paquetes para tirar cosas viejas me he encontrado con un libro que no sabía que tenía, es decir, que había olvidado por completo su existencia: un volumen de poesía de Pierre Jean Jouve. El poeta, físicamente tiene el aspecto de un oriental, casi pasaría por un japonés: ojos ligeramente rasgados bajo las lentes, aspecto inexpresivo, gesto que denota una atención muy atenuada hacia el exterior al tiempo que se retrae, que mantiene las distancias. Su poesía tiene cierta magia, alguna imagen sorpresiva y afirma la vitalidad del espíritu tendiendo a una mística no confesional, percibida en la naturaleza liberada en comunión con el hombre a pesar de las graves incidencias de la Historia moderna.
De todos modos, como ocurre con tanto poeta galo del momento – años 20, 30 – que intenta el experimento,  planeando sobre territorios simbólicamente mejor dilucidados, cunde cierta disolución: los versos se deshacen en brechas y las imágenes no acaban de definirse, de cerrarse. Veo a los poetas españoles, en comparación, mucho más lógicos; gramaticalmente, menos indefinidos, más contundentemente directos en los términos de la imagen. No estoy hablando de recursos literarios, de que uno u otro resulten más vanguardistas. Me parece que es asunto de la lengua. La estructura del español obliga a ser más expositivos y normativos. El francés, en comparación, fluye de modo distinto, evoluciona líquidamente, resulta como menos agresivo.    



Hace ya unos cuantos años, a principios de los noventa, en una feria de libros de ocasión, adquirí uno de esos volúmenes cuya ejemplaridad didáctica  constatas años después de tenerlo y que uno puede consultar con la seguridad de encontrar siempre información interesante. Se trata de Pasar el signo del filósofo italiano Carlo Sini. No he leído texto más preciso y útil.  En realidad se trata de las clases que este filósofo impartió en Florencia en los años ochenta, vertidas a un volumen, y cuyas páginas hablan sobre la historia de la semiótica y la hermenéutica, empezando por el pensamiento cosmológico de los antiguos, el distanciamiento con respecto a este de la filosofía, la emergencia de la lingüística, de la semiología moderna, pasando por la obra de Heidegger, hasta las últimas evoluciones de la cultura. Consultar una sola página es llenarse de suculenta información, percibir cómo ha cambiado la fisionomía interna del hombre al cambiar sus conceptos y símbolos. El debate que emerge a propósito de los antiguos y nosotros, los modernos, es fascinante. El pensamiento de egipcios o de caldeos era religioso, pero técnicamente podemos definirlo como cosmológico. El hombre antiguo era cosmológico. Sus leyes, sus creencias, su mundo conceptual, se basaban en la observación del cielo. Hoy en día, el único pensamiento cosmológico que queda se encuentra o en el Amazonas o en algún rincón de Australia o África. Para nosotros el cosmos es un asunto de la física teórica, es decir, de la ciencia. Para el hombre antiguo entre el cielo y la tierra se abría una expectativa sagrada, las propias magnitudes del cielo eran un misterio. Para nosotros el cosmos se reduce a un problema de índole abstracto: el infinito. El hombre antiguo sentía el  devenir del cielo. Hoy en día, nos dice Sini, sólo los poetas pueden decir algo del universo, distinto a las especulaciones físico-matemáticas. 



Estos días de alarma nacional los he dedicado en parte a vaciar la casa de papelotes, fotocopias antiguas y archivos con revistas de poco interés. Esta actividad tiene su riesgo melancólico, pues suelen aparecer publicaciones o libros dedicados por poetas y amigos que se acercaron episódicamente a la escritura y desaparecieron del ámbito literario y de la vida misma para ya, no saber de ellos nada más. También es verdad que aparecen libros de poetas que todavía están en activo, pero la tristeza no termina de despejarse. Cuando publicábamos la revista Empireuma aquí, en Orihuela, yo me dedicaba en cuerpo y alma a la lectura de la poesía. Leía con la misma pasión los libros de gente desconocida que nos llegaba como las obras de poetas más destacados, cuando no, incluso, de primera fila. Aquel idealismo hacía que pusiera  en la misma línea perceptiva a autores como Francisco Peralto, Blanca Andreu, Cirlot… Pensando en todo esto, he reparado en el tan confuso como eximio, errático y crepuscular destino de la obra poética. No hablo de la menor o mayor fama de algunos libros, sino de la titubeante importancia social dada a la poesía. La poesía es tanto una complicada fruslería como una exaltación pasajera del alma en estado de videncia. Cómo harmonizar este balanceo de la impronta poética, cómo ubicar la importancia de la palabra poética ante tanta masiva producción y ante tanto libro brillante y olvidado…. Entonces he pensado que ningún autor, ningún artista más confinado en su mundo, en su umbral de misterios por revelar, que el poeta. Es la poesía, hoy, la que está definitivamente confinada-. Hay que buscar, crear ocasiones para que la poesía halle su hora de exhibición, su momento estrella, y nos vayamos dando cuenta de que todo es posible, de que la poesía, en medio de esta sociedad uniformada e informatizada, posee un mensaje específico de alusiones.   

martes, 12 de mayo de 2020

FILOSÓFICAMENTE FILOSOFANTES: microrreseñas.





ESCRITOS INÉDITOS DE JUVENTUD. Arthur Schopenhauer.

En estos textos del joven Schopenhauer ya se encuentran más que manifiestos los presupuestos centrales y definitivos de la filosofía del maduro Schopenhauer. El formato aforístico facilita una radiación temática en la que ratificamos tanto las ideas fundamentales de su filosofía como interesantes precisiones y luminosas intuiciones. Schopenhauer habla de la Voluntad, de la metempsicosis, de la indistinción de las formas temporales, de la esencia de la música, de la inferioridad de la filosofía ante las artes, de la magia como poder trascendente del individuo…  En uno de los aforismos encontramos lo que podríamos denominar la titubeante actitud epistemológica del sujeto ante lo que hoy llamamos fenómenos paranormales: “Un secreto inescrutable de la naturaleza, es decir, una conexión causal que se diera sin ser cognoscible, supone algo imposible de pensar, ya que cualquier objeto sólo es tal para un  sujeto y sus leyes. Toda causalidad que fuera incognoscible y, sin embargo, estuviese ahí es algo que, simultáneamente será y no será para el sujeto.”  





EL ORDEN DEL TIEMPO.
Carlo Rovelli


El mérito de este libro es el de hacer comprensible al gran público los distintos conceptos de tiempo existentes, cómo ha variado y cambiado el concepto tradicional de tiempo tras las investigaciones de vanguardia que la teoría física ha ido descubriendo y definiendo. Por sus páginas, desfilan con gran transparencia expositiva y sintética ese rosario de acepciones que sobre el tiempo han ido surgiendo tras la perdida de su unicidad tradicional: el tiempo granular, el tiempo subatómico, el tiempo cosmológico, la multiplicidad e indistinción de tiempos, el tiempo cuántico… Ahora bien, existe otra variante del tiempo, independientemente de las especulaciones científicas, y con pocos puntos en común con las mismas: el tiempo como agente ontológico de la experiencia personal. Rovelli se da tempranamente cuenta de ello y señala que: “en última instancia – tal vez – el misterio del tiempo atañe a lo que somos más de lo que atañe al cosmos”.
Personalmente me encuentro más próximo a este tipo de inquietudes que a las complejas abstracciones que pretenden articular los grandes cómputos matemáticos. Con respecto a estos últimos, que es de lo que la obra se ocupa, el libro de Rovelli ofrece definiciones accesibles, y una narrativa argumental muy ordenada, lo que tiene como resultado sumar a su carácter divulgativo el interés más que didáctico por unos contenidos insólitos y complejos. El final del libro hace con sutileza una sugerencia que conecta con su apreciación de la prioridad humana a la hora de emitir una definición satisfactoria del factor fundamental en la vida que es el tiempo. Tras lo que la ciencia conoce y nos ofrece con respecto al tiempo, se abre una posibilidad más franca pero igual de misteriosa, de afrontar el origen y el destino del tiempo: la que cuenta con la implicación de nuestras experiencias a la hora de saber quiénes somos.    

martes, 5 de mayo de 2020

ELOGIO DE LA FRASE




Como un ariete de consignas superiores en cabestrillo.


La acidulada memoria de las flores.


Común sinonimia de lo comúnmente diverso.


El aire se secciona a cada rumor, las estrías heroicas del verbo.


La aspiración regia del garabato.


La mañana resucitó sin darse cuenta.




El fulgor no tiene principio ni fin.


Los volúmenes arcádicos de la memoria.


Giraba la hiedra lentamente a través de los eones umbrátiles.


¿Cuáles son los créditos secretos de la naturaleza?


La naturaleza simula geometrías para hacernos creer en su novela de siglos.


Sugeriría condimentaciones infrecuentes para recomendar valoraciones menos simétricas ante las operaciones más impetuosas.


Algo así como la escenificación solitaria de un concepto o la esquiva proposición de alterar el sentido de lo trasladado.


La agitación intelectual como una de las muchas causas por las que ningún ciudadano está dispuesto a desnortar el precipitado medianamente irisado de vida una tarde dada.


La vertiente inversa de lo que se propone admite secuencias de identificación harmonizantes en tanto el grado de civilización de los oponentes propicie una línea de mínima convergencia.




El entramado polisilábico filtraba una estrategia de dilucidación súbita bajo el aspecto normativo de una convención verbal.


Garantizo una frecuencia vital allí donde lo físico no quiere vivirse sino como exudación de la animalidad inercial.


Garantizo lo contrario a una sequía de intenciones allí donde la secreción más banal se concibe como verdad sacral.


Garantizo una recompensa menos adusta a los que por pereza sentimental merodean los caminos del crepúsculo y las bocas de metro.


Garantizo un plenilunio de incidencias eróticas ante el triste negocio de olvidar nuestra divinidad y persignarse, sin embargo, ante la caja fosforescente del televisor todos los días.




Garantizo una peripecia mínima de intensidad pura a quien corra el riesgo de someter a una corrección orgánica las construcciones súbitas de sus oraciones gramaticales.


Garantizo la garantía de tu discurso si decides amar mis sienes de ser fronterizo.


La cólera diseñó un garabato de odio sobre la planicie de cristal sin poder romperla.


Por clámide interpuesta disfrutaríamos de un paraje más conceptual y menos provinciano.


Las memorias o anales del sujeto son un pretexto para el narcisismo verbal y la virguería logocéntrica.   


Te reto a amarme: el juego más suntuoso de los cuerpos adjetivados.  




VIDEO DE MIGUEL HERNÁNDEZ

  Algo tarde me he enterado de la insólita noticia de la existencia de un video en el que aparece el poeta Miguel Hernández . El hecho lo ...