Los personajes que Julia Margaret Cameron retrata- los sujetos que al fotografiar
convierte en personajes - constituyen una
suerte de hermandad angélica, una fraternidad que se identifica por un común
destino: el arte como esfera suprema de un ámbito común. Lo que resulta notable en la
empresa de esta fotógrafa es cómo integró a científicos y artistas en el
volumen representacional de su obra, es decir, cómo convirtió en personajes de
ficción a personas reales. Ahí reside el punto más destacable de sus imágenes:
que obligando a posar a poetas como Tennyson, a científicos como Herschel, los hace
actores de sí mismos al tiempo que los añade a la densa gama de personajes
míticos que pretendía representar a través de teatrales puestas en escena.
Cuanto más confiesa la imagen su artificialidad más espesa se hace su
interpretación conforme pasa el tiempo. Cierto es que no todas las fotografías
de Cameron tienen la misma calidad: son perceptibles ciertos desaguisados en
los objetos que aparecen en escenario. Pero esas torpezas que a veces la propia fotógrafa admite, son
datos que evalúan la rareza del arte fotográfico según se va ajustando la
perspectiva del tiempo. Por otro lado, cuando Cameron fija su visor en los
rostros, consigue una pureza dramático-etérea que convierte las imágenes en
efigies monumentales. Es impresionante constatar la seriedad de los niños
fotografiados por Cameron.
Todas las personas retratadas por Cameron
parecen sumidas en una suerte de grave etereidad sorprendentemente natural. Ahí
reside el misterio: cómo consiguió Cameron esta disposición incontestable en
los que posaban. Quizás lo hizo, precisamente, colocándolos, simplemente,
frente al visor de la cámara, sin utilizar ninguna estrategia psicológica salvo
la mera inercia del posado. No hay violencia en los gestos de los retratados,
suele estar sublimada o es interior. Hay como un mandato implícito que mantiene
los rostros en delicada alerta sin rozarlos.
En todo caso contrasta el dramatismo de las fotos de Herschel, por
ejemplo, con la tranquila beatitud de las escenas infantiles.
Hay una foto de Julia Margaret Cameron que siempre me ha intrigado y hecho
pensar. Se trata del retrato que le hace a una chica joven llamada Julia
Stephen y que resulta ser su sobrina, futura madre de la escritora Virginia Wolf y
musa del grupo prerrafaelista.
La foto, en cuestión, es de lo más simple, sin elementos de atrezo salvo
los naturales y la fina presencia central de la retratada. La muchacha nos
mira, escoltada por una masa de campanillas y hiedra, con gesto entre
indiferente y ligeramente extrañado. Es normal, pues lo que está mirando es un
curioso cacharro puesto frente a ella, la lente de cristal de un foco estático.
Lo que me fascina de esta foto no es un componente aislado, su belleza visual, o la identidad de la chica
sino el evento en el tiempo que supone la imagen.
Lo que Barthes quería decir al comparar la fotografía con la sábana de
Turín, era destacar el efecto hasta cierto punto casi mágico de que las
personas dejen su impronta para siempre en una superficie de papel y que esta
dure y se mantenga para generaciones posteriores, creando el efecto casual de
una resurrección. De algún modo, las personas
tienen esta cualidad psíquica o energética, el aura de la persona posee este
poder de impregnación. Este es un guiño
sutilísimo a la singularidad del sujeto, a las cualidades especiales del hombre
en tanto que ser pensante y creador.
Si a esa observación le añadimos otra realizada por el propio Barthes en
su famosa obra La cámara lúcida, a
saber, que lo que básicamente confirma la foto es que la persona fotografiada
fue o era tal y como la fotografía en cuestión lo demuestra, podemos utilizar
ambas consideraciones en la percepción algo alucinada de esta imagen de la
joven, realizada por Cameron.
Lo que pretendo no es desentrañar alguna cuestión estética o destacar esta
foto como la muestra de una genialidad súbita, sino descifrar el tipo de
intercambio, si lo hay, entre mi mirada y la suya, qué tipo de mirada puedo
llevar a cabo con esta imagen que trascienda por unos instantes su estatus de
mera imagen y me obligue a imaginar una persona al otro lado del pliego plano
que observa, remontando la piel del tiempo.
Tampoco pretendo penetrar en capas de disquisición metafísica, pues lo que
tengo como máximo pretexto delante es una imagen que - ¿fue, es? -
una persona (al menos alusivamente) y por lo tanto, no voy a evitar la
singularidad absoluta de la imagen por una espiral teórica. Es la imagen lo que
importa colocar como punto de partida y destino de un mirar que acabe siendo un
mirarnos aunque la muchacha que Cameron retrató nunca llegara a imaginarnos.
Basta que haya posado, que se haya abandonado de tal modo frente al círculo
oscuro de la lente para que su imagen inaugure y active el laberinto del tiempo
a través de nuestras mutuas miradas.
Por lo tanto, si retomo las suculentas inflexiones de Barthes y sin
descartar la numinosidad que es en sí la persona, capaz de emerger de la nada y
dejar su imagen en una superficie y constato que tal imagen nos describe cómo
era la persona cuando decidió fotografiarse, y aplico todo esto a la foto de la joven inglesa, nimbo con una duración infinita el
instante que la chica dedicó a posar, es decir, la imagen que ese instante dio
de una persona humana es la imagen transmutada y perenne de un alma y con esa
imagen podemos contar con fiabilidad para interrogarla, para admirarla, para
investigarla, para intentar hablarle.
Aunque nuestras palabras se derramen en los piélagos ciegos del tiempo,
conocemos un destino posible de las mismas, ese rostro, esa persona, ese sujeto
que espera o está ahí, y de cuya estancia durable en nuestra invocación podemos estar seguros.
Creo que es más la imaginación, quizá, que la mera y exacta razón, lo que
puede ayudarnos a ubicar esta imagen en el trance furtivo, fugacísimo de darse
al mundo definitivamente a través de su pose fotográfica. Ese momento que miró
entre distraída y opaca al frente donde estaba instalado el artilugio
fotográfico, ha bastado para que imaginemos un puente de comunicación entre mi
mundo y el suyo, entre mi tiempo y el suyo, entre mi persona y la suya.
Sospechamos que la muchacha no sabía qué acontecimiento podría provocar en
la observación atenta de alguien, existente siglos después al reparar en su
fotografía, pero nos basta que nos haya
cedido, precisamente, algo de su tiempo y de su presencia a través de esta
imagen parea que una reflexión compleja sobre la naturaleza del tiempo se
active contando con la fotografía como máximo testigo de toda operación.
Cameron le hizo muchas otras fotos a su querida sobrina, pero esta es la
que, personalmente, más me impacta
porque es en la que Julia,
inopinadamente, sin impertinencia ni de modo inquisitivo, nos está mirando más directamente.
No podemos tocar a Julia, agitarla, asustarla desde el futuro que - para
ella – habitamos, pero sí al menos acariciarla con el pensamiento, ensayar un
brote telepático para decirle que la estamos viendo, que conocemos de su
existencia, al tiempo que advertimos el infranqueable paso que hay entre ella y
nosotros.
Vemos su ropa, vemos su traje y su cofia, nos abismamos en sus claros
ojos, casi podemos unir nuestros labios a los suyos, la tenemos ahí, a apenas
unos centímetros de distancia de nuestras pupilas, y sin embargo la distancia
temporal que media entre nosotros y ella, resulta imposible de superar. Sólo nos
mantiene en vilo la tensión, el alcance de la mirada. ¿Dónde llega esta,
finalmente; que realidad es la que describe y percibe nuestro mirar convulso
entre siglo y siglo?
Habitamos la paradoja total: la cercanía inextricablemente lejana de
nuestros rostros.