viernes, 31 de diciembre de 2021

DIARIO. FIN DE AÑO. 31 DICIEMBRE 2021



Bueno, la sangrante rutina de todos los años. Otra vez solo en Nochevieja por esta mezcla diabólica de orgullo y vergüenza: por no atreverme a pedir ayuda y reaccionar, fatalmente, aislándome todavía más. Por fortuna me acompañan unas viejas amigas: las cuatro paredes de mi habitación.

 


Para colmo del malestar de un día como hoy, me he enterado de la muerte de Ágata Lys, lo cual parece una contradicción o un malentendido. ¿Cómo es que va a haber muerto quien fuera el bombón de la transición, la mujer más voluptuosa del momento, la “tía buena” por excelencia de finales de los setenta y principios de los ochenta?  A los que entonces teníamos 14, 15 años, nos volvía locos. Me he acordado, entre la tristeza y la sorpresa, de aquello que decía Poe, de que el más patético, el  mayor argumento poético, es el de la muerte de una mujer bella. Efectivamente. Nada más incomprensible, más ajeno a la conclusión vital y a la depresión. Conocer su fallecimiento en estas fechas resulta algo más triste, pues aún recuerdo aquel programa de fin de año, en televisión, en que apareció con un sexy indumentaria de pantera rosa. La muerte de Ágata Lys se suma a la de tantos otros artistas famosos que han desaparecido en los últimos años y que hace que un interrogante se me revuelva en las entrañas: ¿por qué hemos de morir, es la muerte algo definitivo, qué significa todo esto, es la muerte algo real? Preguntas que caen en cascada y cuya obviedad me irrita pero que no hay cosa que las borre o satisfaga.



Leyendo con interés unos diarios de José Antonio Gabriel y Galán, comprados en una feria de libros, en Alicante. No conocía en absoluto al personaje, lo confundía, en todo caso, con quien resulta ser su famoso abuelo, el poeta decimonónico, José María Gabriel y Galán. Diarios amargos de alguien que se sentía insatisfecho con su carrera y sobre todo con el trato indiferente de sus contemporáneos. Escribió teatro, novelas, poesía y ensayos, así como algún trabajo para la televisión, pero la fama no acabó de alcanzarle. Jamás lo vi ni en la tele ni su nombre en ningún otro sitio, salvo, me parece, en una reseña muy breve del ABC. Falleció en 1993. No conozco su obra, pero en estos diarios se muestra como una persona que analiza con rigor y objetividad su larga enfermedad y su vida.    


Escribo todas estas notas todavía en  2021. Faltan horas para cambiar de año. Como siempre expectación, nerviosismo, sensación de acontecimiento. Mañana será un día en ruinas, no quedarán de la fiesta de la noche nada, excepto signos dispersos de haber pasado un huracán. Deseando que vuelvan los días normales, los laborales, los sin fiesta. El contrapunto amargo a toda celebración es acordarse de los que no están, de los que no pueden celebrar nada. Que lo hagan a través de nuestra memoria, que se integren en el fulgor gracias a nuestro recuerdo amoroso.  Nunca he pensado tanto en la muerte, en los que no están, como en este año. Estando en plena locura informática, sumidos en la explosión internética, signados por la eficacia y lo práctico como mayores motivaciones de la vida, nos hace falta una teología de la muerte, atrevernos a pensar en la resurrección como la poesía y la música nos muestran. Hay que ser sensibles al entusiasmo por la vida que cada mañana se renueva.

jueves, 30 de diciembre de 2021

POÉTICA DE LA ENSOÑACIÓN Gastón Bachelard



La aparente actitud paradójica en Bachelard resulta estimulante, pues si, por un lado, a principios de su carrera, optó por llevar a cabo una historia filosófica de la ciencia, a fines de su vida, por otro, gustó de sumergirse en materias y motivos sutiles o insólitos, infrecuentes, en todo caso,  para quien había decidido enfocar positivamente el transcurso de la realidad.

Bachelard aborda temáticas de orden fascinador con la idea de determinar sus dinámicas más o menos formales, es decir, sus poéticas: Poética del espacio, Poética de la ensoñación, El derecho a soñar, Psicoanálisis del fuego, son algunos de los títulos de sus intentonas de acercamiento a lo inconcreto o bien, a lo huidizo o difícilmente clasificable. Que el conocimiento sistemático se aplique al mundo numinoso de lo simbólico, que la dimensión estética se convierta en el valor máximo que conceptúe el destino de la realidad son ofensivas que Bachelard despliega como una sugerencia abierta de investigación. Lo interesante para el mundo de las Humanidades es que lo que Bachelard plantea no es una mera especulación, sino una afirmación del habitar soberano del hombre y una búsqueda del misterio que nos rodea, pues, en el caso que nos incumbe ahora, para el autor francés, el ensueño supone una operación necesaria para vivir óptimamente.  Es decir: el ensueño sería el impacto que las cosas producen en el hombre al tiempo que dicho impacto se traduciría en un modo de adaptación ante el conjunto de tales cosas.  

Es notable considerar que el material bibliográfico que Bachelard emplea cuando se interna por estos terrenos etéreos, es, sobre todo, el de la literatura, mucho más que el puramente filosófico. Y es que para Bachelard las obras literarias y de un modo singular, la poesía, contienen pasajes cuyo significado es totalmente alusivo y revelador. El valor positivo de la narrativa o de la poesía, es algo que Bachelard confirma al partir de las intuiciones de los grandes autores para cerrar el círculo conceptual de un motivo.

Esta Poética de la ensoñación, diríase que es una de las poéticas emprendidas intelectivamente por Bachelard más primordiales, pues de ella se derivan concepciones de mundo, entramados mitológicos  y formas de habitar y trascender el tiempo. Bachelard distingue entre sueño y ensueño, entre soñar y ensoñar. El sueño es algo que nos acontece en el marco profundo de la psique, la ensoñación es una actividad del sujeto que puede modular imágenes de mundo y darle a la realidad un destino nuevo que resulte beneficioso para la persona.

Bachelard especifica todavía más y a la hora de dar ejemplos de ensoñación y de ensoñadores que fueron más allá de lo meramente sorpresivo, cita a los poetas y dice que la estricta ensoñación supone un declive ante lo que la imaginación poética puede suponer. Esta articula una ideación harmonizadora, mientras que la misión delicada de la ensoñación consistiría en hallar en los estratos distintos de lo real lo que la imaginación poética concibe. En el fondo, ambas cosas son aliadas de una misma operación de revelación de mundos.

Para Bachelard, pues, la ensoñación tiene una misión muy concreta, de excelencia práctica: modular la realidad perceptible para poder habitar mejor el mundo. La complicidad con la obra de los poetas es de índole demiúrgica, digamos: estos no definen el mundo, como los filósofos, sino que se encargan de que podamos vivir más felizmente la vida gracias a esa sensibilidad que exalta la belleza y la habitabilidad del universo.

Especifica Bachelard: la ensoñación es una actividad psíquica manifiesta. Proporciona documentos sobre diferencias en la totalidad del ser.

En otro punto, aclara: algunas ensoñaciones poéticas son hipótesis de vidas que amplían la nuestra.

Es decir, que la ensoñación sería algo hasta cierto punto inevitable en el mundo de la cultura. El hombre, al ensoñar el tiempo y el espacio, adecua estos a sus propias coordenadas existenciales al tiempo que se deja fascinar por lo que le rodea, trascendiéndolo de este modo. La ensoñación sería, entonces,  algo natural: la extrañeza del entorno provocaría tanto la admiración ante lo visto como la búsqueda final de sentido. Victor Hugo decía que un mar observado era un mar soñado. Aquí se hace inevitable señalar la singularidad del objeto. A propósito de matices como este, Bachelard hace mención a las ensoñaciones de la infancia, o a la dimensión y significación de la ensoñación cósmica. Los objetos ensoñados describen tramas específicas.

La ensoñación es la virtud poética por excelencia en tanto que es una operación que localiza e inteligibiliza los mundos con la finalidad de habitar soberanamente el universo que deviene y alcanzar, disfrutar de la belleza como resultado final de tal periplo.

No me abstengo de señalar aquí una notable y suculenta observación de Bachelard acerca del efecto del tiempo sobre nuestras facultades: Con el paso del tiempo, es la memoria quien sueña, mientras que las ensoñaciones, recuerdan.

lunes, 27 de diciembre de 2021

LA CASA DE LA VIDA Dante Gabriel Rosetti



Cuesta imaginar que buena parte del texto que conforma este libro podía haberse perdido para siempre si unos amigos del poeta, Dante Gabriel Roseti,  no le hubieran convencido de que lo rescatara de la tumba de su amada en donde los había colocado. Un conjunto de poemas que no han hallado en lengua inglesa parangón, salvo ante los sonetos de Shakespeare.

Pero esta anécdota no es sino un elemento más del ambiente de recogimiento y exquisitez interna que el fenómeno de los prerrafaelistas supuso como una de las mejores expresiones de búsqueda estética durante la época victoriana. Poetas y pintores, escritores y artistas aunados en una sola persona, estos eran los prerrafaelistas, término que a Ruskin, uno de sus valedores críticos más destacados, le parecía, al principio,  chocante y algo cómico.  

El amor que Dante Gabriel Rosetti concibe en su Casa de la Vida responde al amor romántico pero no desde posturas de convencimiento teórico previas o de  adecuación estética. En el prerrafaelismo, el arte era algo más que una vivencia de orden comunitario, implicaba una entrega mística a la palabra, a la imagen y a la persona amada, pero sin que esta comunión se obviara en mera militancia.

Se habla del milagro griego. Del mismo modo, aunque a una escala mucho más localizada, precisa y de menor alcance disciplinar y humano, el prerrafaelismo describe una órbita de pasión única, supone un fenómeno furtivo de la sensibilidad y adviene a nosotros envuelto en la etereidad que la rigidez de la época y los restantes códigos de la representación, aplican inertemente.

Esas imágenes de Rosetti, grave y ausente, casi dormido ante el objetivo fotográfico, o posando con otros miembros de la familia, sumidos en una suerte de sueño narcótico, adictos al éter y a otras drogas, nos describen indirectamente cierta atmósfera de recogimiento y de voluptuoso abandono: el que propicia la aristocrática melancolía y las suntuosidades de la palabra contemplativa. También, todo ello,  no deja de aludir a ese fatalismo inherente a la pasión amorosa que explica tanta desesperación entre los amantes y los intentos de suicidio como efecto de la insatisfacción de ese absoluto que no se deja vivir entre los que comparten un mismo amor.

Intensidad vivencial, altura verbal, radicalidad del deseo, sublimidad son los sellos de autenticidad significativa que rodean a los poemas de La Casa de la Vida y confirman el dolor, la delicia suprema que comporta la aventura amorosa.  

jueves, 16 de diciembre de 2021

LOS DEMONIOS DEL MEDIODÍA. Roger Caillois



 

Decía Octavio Paz que el romanticismo no solo fue un movimiento literario sino una escuela de sensaciones y afectos nuevos. Nosotros, los modernos, si es que todavía cabe esta definición sin que comporte cómicas rigideces, estamos signados, entre otras cosas, por el romanticismo tanto en nuestra sensibilidad como en el modo en que hemos ubicado estereotipos dramáticos y motivos argumentales en el cine o en la novela, y en definitiva, en la vida.

El papel del romanticismo y, especialmente, de sus variantes góticas ha consagrado la noche como guarida de toda fantasmagoría, como lugar de residencia y acción de lo fantástico y de lo lúgubre por excelencia. Con el aluvión de películas, de personajes de ficción literaria que desde finales del XVIII  hasta hoy confirman lo dicho, nos sería algo complicado imaginar que hubo un tiempo en que nada de todo esto era de tal manera ni existía y de que la acción insólita o extraordinaria se ejecutaba por seres sobrenaturales en ubicaciones espacio-temporales bien distintas.    

Este libro de Roger Caillois resulta sorpresivo porque nos revela toda una fenomenología mitológica emplazada en el otro lado de la noche, en las antípodas temporales de la oscuridad.

A través de un brillante y contundente rastreo bibliográfico Caillois nos transporta a la antigüedad clásica, romana, y griega, pero también oriental, y nos revela todo un mundo de apariciones y sucesos fantásticos situados en el mediodía, es decir, a la hora en que el sol está en su punto más alto.

Este cenit solar en la antigüedad indicaba, ni más ni menos, el momento por excelencia en que los fantasmas hacían su aparición en el mundo terrestre. Si para nosotros es la noche el lugar y el instante en que lo fantasmal puede producirse, dejando como rarezas excepcionales visionamientos espectrales durante el día, para los antiguos fue a la plena luz del mediodía cuando los demonios y demás entes semidivinos evolucionaban o llevaban a cabo alguna acción contra los mortales.

Leyendo el texto de Caillois uno se fascina comprobando este, para nosotros, insólito y sorpresivo emplazamiento de lo extraordinario.

Para los antiguos la noche era más inconcreta que el resto de la jornada, las horas nocturnas menos individualizadas que las correspondientes a las del día. Recuerda Caillois que según los pitagóricos “los muertos no parpadean y no proyectan sombras”. Esta no proyección de sombra es importante: el mediodía, efectivamente,  es la hora que menos sombra arroja y se convierte en el momento de paso ideal de los muertos y de los entes semidivinos, precisamente,  por la fuerza expansiva de la luz que sume a la naturaleza en la mayor inmovilidad. Se trata de una conjugación de circunstancias cuya significación siniestra nos es tan remota como insólita. Que la luz pueda albergar consecuencias dañinas es un mensaje que se nos antoja extraño, fundamentalmente porque somos hijos culturales del cristianismo.

Cuando este se extendió, la luz adquirió una naturaleza teológica de elocuente proyección: pasó a convertirse en sinónimo definitivo del conocimiento y del bien.

Jensen, en su famosa novela Gradiva, - famosa por ser el primer texto literario en ser sometido al escrutinio psicoanalítico por el propio Freud – narra  apariciones espectrales por las calles solitarias de una Pompeya acribillada por los rayos del sol del mediodía. Recuerdo que cuando leí esta novela, me causó bastante extrañeza esta ubicación solar de los fantasmas. Pensé que para los nórdicos del siglo XIX el ardiente mediodía de las zonas mediterráneas resultaba ser un espacio inhabitable y que por esta razón habían desarrollado una mitología específica. Supongo que Jensen estaría convenientemente informado y que la utilización de espectros evolucionando en pleno mediodía  obedecería, pues, a la adecuada consulta de fuentes que la narración precisaba para su correcto desenvolvimiento.

Las interesantes pesquisas de Caillois apuntan al hallazgo de Jung, es decir, a la existencia de un inconsciente universal, pues señala que tanto en la antigua China  como en Egipto, la hora del mediodía era considerada como la hora propicia para la acción de los demonios y de los espectros. Quien se quedara dormido a esa hora bajo un árbol, o se echara una súbita siesta al pie de un nacimiento de agua, estaba a merced de las ninfas y de los vampiros. La hora del mediodía es también la hora de los íncubos, del ataque de las sirenas y de un nutrido conjunto de monstruos,  además de faunos y de sátiros.

Caillois señala que en los tiempos del primer cristianismo, los exégetas y traductores bíblicos se encontraron con la complicación de justificar o explicar la alusión espectral y diabólica al mediodía que se encuentra en los Salmos. Habría que recordar que los antiguos griegos no le concedieron un significado moral preciso a la luz o a las tinieblas y que el antagonismo expreso en la eterna lucha entre la oscuridad y el imperio de la luz es fruto posterior del cristianismo bien implantado.

El platonismo ha irrigado y articulado el pensamiento de Occidente durante siglos; somos herederos del universo conceptual, artístico y  lingüístico  griego y romano, pero qué extrañas nos parecen estas operaciones de los espectros paseándose por cualquier ámbito posible a la hora del mediodía, gracias al propio astro rey. Diríamos que es la hora más rara para lo raro.

Poniendo ejemplos de la percepción negativa del mediodía durante el periodo medieval, Caillois dedica unas breves páginas a analizar someramente esta extrañeza nuestra, este distanciamiento casi abismal entre nuestro concepto de la luz y el de los antiguos. Para estos, la acción aniquilante del sol a mediodía, el entumecimiento del alma por los rayos solares daba paso franco a la acción destructora y extraordinaria. Para nosotros lo numinoso se halla más bien en lo crepuscular o en la noche. Hemos iniciado un viaje radical para hallar lo otro, hemos abierto una brecha nueva y definitiva en la historia de las mentalidades para encontrarnos cara a cara con el otro mundo. Sin embargo, diríamos, ningún escondite más sutil para los fantasmas, ningún enclave más infrecuente para lo extraño, que el circunscrito por los rayos del sol en pleno espacio natural.     

jueves, 9 de diciembre de 2021

LA MADRE DE VIRGINIA WOLF NOS MIRA A TRAVÉS DE GALERÍAS TRANSPARENTES DE TIEMPO.





Los personajes que Julia Margaret Cameron retrata- los sujetos que al fotografiar convierte en personajes -  constituyen una suerte de hermandad angélica, una fraternidad que se identifica por un común destino: el arte como esfera suprema de un  ámbito común. Lo que resulta notable en la empresa de esta fotógrafa es cómo integró a científicos y artistas en el volumen representacional de su obra, es decir, cómo convirtió en personajes de ficción a personas reales. Ahí reside el punto más destacable de sus imágenes: que obligando a posar a poetas como Tennyson, a científicos como Herschel, los hace actores de sí mismos al tiempo que los añade a la densa gama de personajes míticos que pretendía representar a través de teatrales puestas en escena.


Cuanto más confiesa la imagen su artificialidad más espesa se hace su interpretación conforme pasa el tiempo. Cierto es que no todas las fotografías de Cameron tienen la misma calidad: son perceptibles ciertos desaguisados en los objetos que aparecen en escenario. Pero esas torpezas  que a veces la propia fotógrafa admite, son datos que evalúan la rareza del arte fotográfico según se va ajustando la perspectiva del tiempo. Por otro lado, cuando Cameron fija su visor en los rostros, consigue una pureza dramático-etérea que convierte las imágenes en efigies monumentales. Es impresionante constatar la seriedad de los niños fotografiados por Cameron.

Todas las personas retratadas  por Cameron parecen sumidas en una suerte de grave etereidad sorprendentemente natural. Ahí reside el misterio: cómo consiguió Cameron esta disposición incontestable en los que posaban. Quizás lo hizo, precisamente, colocándolos, simplemente, frente al visor de la cámara, sin utilizar ninguna estrategia psicológica salvo la mera inercia del posado. No hay violencia en los gestos de los retratados, suele estar sublimada o es interior. Hay como un mandato implícito que mantiene los rostros en delicada alerta sin rozarlos.  En todo caso contrasta el dramatismo de las fotos de Herschel, por ejemplo, con la tranquila beatitud de las escenas infantiles.




Hay una foto de Julia Margaret Cameron que siempre me ha intrigado y hecho pensar. Se trata del retrato que le hace a una chica joven llamada Julia Stephen y que resulta ser su sobrina,  futura madre de la escritora Virginia Wolf y musa del grupo prerrafaelista.   

La foto, en cuestión, es de lo más simple, sin elementos de atrezo salvo los naturales y la fina presencia central de la retratada. La muchacha nos mira, escoltada por una masa de campanillas y hiedra, con gesto entre indiferente y ligeramente extrañado. Es normal, pues lo que está mirando es un curioso cacharro puesto frente a ella, la lente de cristal de un foco estático.

Lo que me fascina de esta foto no es un componente aislado,  su belleza visual, o la identidad de la chica sino el evento en el tiempo que supone la imagen.


Lo que Barthes quería decir al comparar la fotografía con la sábana de Turín, era destacar el efecto hasta cierto punto casi mágico de que las personas dejen su impronta para siempre en una superficie de papel y que esta dure y se mantenga para generaciones posteriores, creando el efecto casual de una resurrección.  De algún modo, las personas tienen esta cualidad psíquica o energética, el aura de la persona posee este poder de impregnación.  Este es un guiño sutilísimo a la singularidad del sujeto, a las cualidades especiales del hombre en tanto que ser pensante y creador.

Si a esa observación le añadimos otra realizada por el propio Barthes en su famosa obra La cámara lúcida, a saber, que lo que básicamente confirma la foto es que la persona fotografiada fue o era tal y como la fotografía en cuestión lo demuestra, podemos utilizar ambas consideraciones en la percepción algo alucinada de esta imagen de la joven, realizada por Cameron.


Lo que pretendo no es desentrañar alguna cuestión estética o destacar esta foto como la muestra de una genialidad súbita, sino descifrar el tipo de intercambio, si lo hay, entre mi mirada y la suya, qué tipo de mirada puedo llevar a cabo con esta imagen que trascienda por unos instantes su estatus de mera imagen y me obligue a imaginar una persona al otro lado del pliego plano que observa, remontando la piel del tiempo.

Tampoco pretendo penetrar en capas de disquisición metafísica, pues lo que tengo como máximo pretexto delante es una imagen que  - ¿fue, es? -  una persona (al menos alusivamente) y por lo tanto, no voy a evitar la singularidad absoluta de la imagen por una espiral teórica. Es la imagen lo que importa colocar como punto de partida y destino de un mirar que acabe siendo un mirarnos aunque la muchacha que Cameron retrató nunca llegara a imaginarnos. Basta que haya posado, que se haya abandonado de tal modo frente al círculo oscuro de la lente para que su imagen inaugure y active el laberinto del tiempo a través de nuestras mutuas miradas.

 

Por lo tanto, si retomo las suculentas inflexiones de Barthes y sin descartar la numinosidad que es en sí la persona, capaz de emerger de la nada y dejar su imagen en una superficie y constato que tal imagen nos describe cómo era la persona cuando decidió fotografiarse, y  aplico todo esto a la foto de la joven  inglesa, nimbo con una duración infinita el instante que la chica dedicó a posar, es decir, la imagen que ese instante dio de una persona humana es la imagen transmutada y perenne de un alma y con esa imagen podemos contar con fiabilidad para interrogarla, para admirarla, para investigarla, para intentar hablarle.  Aunque nuestras palabras se derramen en los piélagos ciegos del tiempo, conocemos un destino posible de las mismas, ese rostro, esa persona, ese sujeto que espera o está ahí, y de cuya estancia durable en nuestra invocación podemos estar seguros.


Creo que es más la imaginación, quizá, que la mera y exacta razón, lo que puede ayudarnos a ubicar esta imagen en el trance furtivo, fugacísimo de darse al mundo definitivamente a través de su pose fotográfica. Ese momento que miró entre distraída y opaca al frente donde estaba instalado el artilugio fotográfico, ha bastado para que imaginemos un puente de comunicación entre mi mundo y el suyo, entre mi tiempo y el suyo, entre mi persona y la suya.

Sospechamos que la muchacha no sabía qué acontecimiento podría provocar en la observación atenta de alguien, existente siglos después al reparar en su fotografía, pero nos basta que nos haya cedido, precisamente, algo de su tiempo y de su presencia a través de esta imagen parea que una reflexión compleja sobre la naturaleza del tiempo se active contando con la fotografía como máximo testigo de toda operación.


Cameron le hizo muchas otras fotos a su querida sobrina, pero esta es la que, personalmente,  más me impacta porque es en la que  Julia, inopinadamente, sin impertinencia ni de modo inquisitivo, nos está mirando más directamente.    

No podemos tocar a Julia, agitarla, asustarla desde el futuro que - para ella – habitamos, pero sí al menos acariciarla con el pensamiento, ensayar un brote telepático para decirle que la estamos viendo, que conocemos de su existencia, al tiempo que advertimos el infranqueable paso que hay entre ella y nosotros.


Vemos su ropa, vemos su traje y su cofia, nos abismamos en sus claros ojos, casi podemos unir nuestros labios a los suyos, la tenemos ahí, a apenas unos centímetros de distancia de nuestras pupilas, y sin embargo la distancia temporal que media entre nosotros y ella, resulta imposible de superar. Sólo nos mantiene en vilo la tensión, el alcance de la mirada. ¿Dónde llega esta, finalmente; que realidad es la que describe y percibe nuestro mirar convulso entre siglo y siglo?

Habitamos la paradoja total: la cercanía inextricablemente lejana de nuestros rostros.     

 

miércoles, 8 de diciembre de 2021

BIFURCACIONES DE SENTIDO ÚNICO I



Descubrir lo que está descubierto ya, o, más precisamente, descubrir la realidad. Pensando en los griegos, en sus mitos y filosofía, en las esculturas del arte clásico, me fascino al considerar que todo este desfile de formas  no pertenece a una ficción o a una película: todo es real, tal cual es. No me bajo de mi asombro repentino. Es como darte cuenta del sol, de una fuente de calor y luz infinita que fulge, insólita y diariamente sobre todos nosotros. Saber, reconocer que lo real es fantástico es dar con el mayor estímulo vital e intelectual, sincronizarte con las coordenadas de las cosas que mejor pueden aproximarte a la belleza, a la intensidad inacabable, al misterio del mundo.

 

Barthes se pregunta bellamente si el amor absoluto que reclaman los amantes, ese amor que iluminando la conciencia lleva al profetismo, pudiera convertirse, a través de un lapsus de la normatividad o del intelecto,  en el porvenir humano; si, irrigados por ese amor, la conciencia se desentendiera de lo aparente, de los límites de lo visible y lo invisible y llegara a atravesar nuestro común concepto de códigos y contracódigos. Barthes no pide fantasear sobre facultades inexistentes: habla de un  crecimiento de la inteligencia en unas condiciones no extraordinarias ni absurdas. A pesar de terremotos, desgracias diversas y guerras, es el ser humano quien decide cambiar, dar un pequeño salto, abandonarse ante las convenciones o lo aconsejable.


Se trata de algo obvio pero hay que destacarlo por la renovación de la experiencia que implica: el tiempo va añadiendo sedimentos, estratos nuevos en la significación de los textos, en las obras literarias que descubrimos o leímos en la adolescencia. Antes, leía poesía buscando la fascinación visual, la sorpresa, la revelación de mundos barrocos y mágicos. Hoy es la historia de las vidas de los poetas, de las personas que se han aventurado a escribir y definir universos nuevos, lo que me impacta: cómo vivió un poeta, qué le ocurrió en el país o en los países en los que se desarrolló su existencia, cómo consiguió hacerse dueño de la metáfora, del símbolo que diferencia su obra de otras, etc.,,.

 

En 1920 la comunidad de artistas de Montmartre decide convertirse en una comuna independiente del estado, escriben un manifiesto, lo comunican a las autoridades, se fotografían en grupo para la historia y recorren juntos toda la ciudad con los uniformes de faena puestos… Me parece tan encantador como consecuente. Llegado un tiempo y a tenor de las circunstancias, casi parece lógico que artistas que viven todos en un mismo barrio y que se sienten tan desprotegidos como aunados en un mismo fin profesional y social, decidan mandar a freír espárragos a la antipática administración y hacerse políticamente autónomos. Ojalá ocurriera algo semejante por estos pagos. La fuerza de soñar no nos la va a quitar ninguna fastidiosa crisis, y eso que la auténtica crisis que nos envuelve es de carácter estético, representacional: el papel verdadero que le queda o no a las Humanidades para civilizar a este planeta.


A propósito de Humanidades: veo en el programa de Iker Jiménez que le dedican un espacio al asunto de la depresión, especialmente en la población más joven del país. Lo que advierto como un mal ya repetitivo es que, a diferencia de hace algunas décadas en que las Humanidades tenían una mayor prioridad social y educativa, el debate sobre la depresión consiste en detectar cómo la serotonina viaja o no viaja por nuestras circunvoluciones cerebrales,  si el hipocampo responde o no responde, en fin, en cómo va el asunto bioquímico de nuestro cuerpo. Es decir, los análisis actuales, fascinados con los detalles orgánicos,  se detienen en los efectos de la depresión, sin decir una sola palabra de las causas, cuando son estas lo verdaderamente importante. Con todos mis respetos, este quedarse embobado con los balances técnicos es otro episodio de la bobería que trae consigo la primacía ciega de las ciencias. Antes nos asustábamos de los términos que debíamos aprender en los análisis morfosintácticos, ahora hacemos lo mismo ante el chorreo de experimentos científicos que solo hacen confirmar lo que ya sabemos, y perdemos el motivo que nos trae a todos aquí: los problemas que impiden la comunicación de nuestra alma con el prójimo.

 

 Momentos en que lo paranormal y la mitología aproximan términos. La serie de entidades semidivinas, ninfas, nereidas, etc.., que Roger Caillois describe en su interesantísimo libro Los demonios del mediodía, acechando a viajeros o caminantes en pleno mediodía, a la luz del sol; y los avistamientos espectrales que una pareja de la Guardia Civil hace, recientemente, en el norte de España,  de una mujer mayor caminando a las tres de la mañana por el bode de la carretera bajo un aguacero monumental y que desaparece cuando los guardias, deciden socorrerla confundiéndola con una señora extraviada. Ambas cosas comparten el hecho de que es en el espacio físico y natural donde se produce el acontecimiento extraordinario, lo que cual es como decir que la realidad es la sede súbita de los encuentros imposibles, o, al menos, en una brecha de la misma. La mitología apuntando a una realidad profunda desde hace siglos; el hecho misterioso confirmando que hoy se registran apariciones desconcertantes ante testigos ideales. 


viernes, 3 de diciembre de 2021

MOSAICO

 



















LA VIDA ES LO DIFÍCIL Javier Puig

 

Qué gusto da cuando te aproximas a la obra escrita de alguien que, sin ser obligatoriamente profesional de las letras, satisface los grados de exigencia crítica que el material expuesto en lo publicado precisaría para su correcto disfrute. En este punto recuerdo a Octavio Paz, cuando reclamaba poetas que no fueran filólogos.

Javier Puig es escritor o aspira notablemente a serlo, pero antes ha pertenecido a  una comunidad potencial más difusa y extendida: la de los lectores. Se dice que antes de ser escritor hay que ser un buen lector. Javier Puig leía antes de escribir y seguirá leyendo, probablemente, cuando decida dejar la escritura. La lectura  se revela como el mejor adiestramiento del intelecto. Quien lee con voluntad, incluso con pasión, acaba interpretando brillantemente: la afición a la lectura interioriza contenidos, dinamiza y contrasta la información recogida y, sobre todo, supone el esfuerzo de instalarse en aventuras y desenlaces ajenos, lo cual confirma a su vez, la gran plasticidad asimilativa del lector.  

Como ya sabemos gracias a las inquietudes semióticas, leer no consiste sólo en asimilar texto escrito: se lee la arquitectura, la música, la historia... Es por ello que un lector aplicado como Puig “lea”, interprete películas o biografías como vasos comunicantes de una misma y fascinadora intelección.

Efectivamente. En La vida es lo difícil, conversión en epígrafe del famoso verso cernudiano, Javier Puig nos propone una serie de retratos y biografías fulminantes de personajes relevantes en los más distintos ámbitos de la ciencia, el arte o la literatura. Por el libro desfilan tanto cantantes o poetas como novelistas o actores: Nina Simone, Kafka, Tarkovsky, Luis Cernuda, Rilke, Marilyn Monroe, Gandhi o Miguel Hernández son unos pocos ejemplos de este suculento abanico de personalidades que tanto por sus biografías como por las versiones críticas que de ellos mismos nos da el interés que suscitan, ocupan un puesto singular en la historia moderna, mayormente, contemporánea.

Puig no nos presenta a los distintos personajes sumidos en una lista monocorde, sino que discrimina según las circunstancias vividas así como por las peculiaridades psicológicas o intelectuales. De este modo hay personajes extremos, como Alejandra Pizarnik o Pavese; heroínas como Mercedes Núñez Targa; hombres de espíritu como Ernesto Cardenal o Schopenhauer; o bien, personalidades que vivieron su época y la encarnaron como Pío Baroja o D´Annunzio.   

Javier Puig consigue mantener el interés de la lectura en todos y cada uno de los retratados aquí, porque, por un lado, son ya objetivamente interesantes en sí mismos, y por otro, porque la escritura de Puig los atiende con la misma pasión lectora y nivel crítico. La calidad del retrato de Puig consiste en que no provoca  especulación tendenciosa sobre las particularidades del hombre o de la mujer cuyo itinerario existencial intenta describir: la información que maneja la extrae de las mejores y últimas biografías que han aparecido sobre los aludidos en cuestión, exponiendo un balance crítico y mesurado de sus vidas. 

Es previsible que alguno de los seleccionados en esta antología vital, susciten más o menos recelo, incluso rechazo o ciega admiración. Si las semblanzas de Puig sortean estos inconvenientes es por su cautela ante los personajes más cautivadores así como por la capacidad de síntesis y contraste que su escritura administra ante realidades tan admirables como únicas.

El título del volumen es explícito y refiere una razón contundente: lo difícil, lo fascinante, el mayor film imaginable es la vida, y esto resulta más notable, todavía, cuando esa vida se vive con intensidad, con perplejidad, con pasión.

Echando un vistazo al libro de Puig, uno recibe un impacto que se merece un comentario general aparte, y que reclamaría una suerte de exégesis de lo que han significado tantas existencias insólitas articulando eso que llamamos modernidad.

Podían haber sido otros los seleccionados por Puig en su recorrido, pero no hay menoscabo alguno en ello, pues cualquiera de los retratados que nos encontramos aquí confirmaría por sus propias vicisitudes, el compromiso, la aventura fulgurante que es el vivir. 



martes, 30 de noviembre de 2021

MUSEO DE LA MIRADA

 


Pintura de Picasso.  La fuerza de este rostro picassiano no se obedece a un mero  geometrismo protestatario o rupturista. Su aparente simplicidad no emite un significado sencillo, precisamente. Todo lo contrario: nos lanza lejos, bien lejos, al mundo prerromano, al universo griego o ibérico de perfiles estáticos y rostros como máscaras. Ahí reside la magia del su pincel: en hacer emerger un todo de formas arcaicas que viven delante de nosotros. 




Realismo sensorial, plástico, virtuosístico de este artista belga del XIX. Genial detalle el de las manos y el rostro reflejados en el espejo. Aquí la rotundidad blanda de las formas nos hace ver la doble maestría del artista: representación de la realidad y plasticidad total de esa realidad (su suculenta artificialidad).




El poeta y pintor Dante Gabriel Roseti posa con un deje de voluptuosidad melancólica: la que se deriva de una sensibilidad exacerbada por el amor total y el opio. Me impresiona el grado de soberanía que un poeta que tanto escribió sobre el amor, ostenta con aparente desdén, presto, sin embargo, a ser arrebatado por los fantasmas de una amante suicida. Con una sensibilidad tan cerca de los extremos, él también intentó suicidarse. Drogas, sueños, amores difíciles, profetismos envueltos en nieblas: ese es el mundo de los artistas prerrafaelistas, a los que él perteneció.   

 



Atardecer de Felix Valloton. Lo cálido y lo frío mezclados en una imagen que aprovecha la conjunción de las formas a grupos de color y líneas. Esta imagen está reclamando cierta sugerente música de renacimiento o recogimiento interior. Cierto rasgo amargo sobrevuela la superficies. 





Navegamos en lo tautológico: una foto antigua que nos muestra formas y objetos antiguos. Pero la antigüedad de la foto es más vieja que la de las estatuas, paradójicamente: el arte clásico trasciende el tiempo.





Insólita perspectiva de la figura de un Ibsen paseante  que ignora la posición del objetivo fotográfico. Quién le iba a decir al dramaturgo sueco que un joven inquieto que posteriormente se haría famoso en los ámbitos experimentales de la física, lo fotografiaría con una de las cámaras más pequeñas existentes a principios del siglo XX.  La imagen resultante es tan curiosa como extraña. 





El emplazamiento mágico del monasterio no obedece sino a la ensoñación romántica. ¿Cómo orar con el ruido continuo de las olas sobre uno? Ahora bien, quizá este retiro enfrente o sobre el mismo mar, sea el ideal para entregarse a las venturas de la otra vida: el mar llama al infinito, al abandono, a la disolución de límites. 






    Una bella rubia se entrega con placer a los besos de un enano. ¿Qué significa esto, qué mensaje advierto aquí: que la mujer, por muy atractiva y respetable que sea, puede entregarse a cualquiera; que la sexualidad de la mujer no tiene límites, que no los tienen las variedades del deseo? ¿Es admisible el mensaje: quién se burla de quién: la mujer, en el fondo, de su singular partenaire, o el enano de la presunta  libertad de elección de la mujer?




El vendedor de momias imita el sueño eterno de estas: o por aburrimiento porque no vende ni una, o por contagio letárgico de la monotonía eterna del desierto. 

CARNE DIVINA

      Creemos que es fácil citar, nombrar un cuerpo a través, ni más ni menos, que del propio término “cuerpo”. Pero este vocablo es demas...