miércoles, 13 de febrero de 2008

La arena del reloj V

Nada hay, probablemente, más actual y misterioso que el cine. Actual porque la gente lo consume, lo necesita, lo busca como secreta catarsis y hay toda una industria mediática de efectos mitologizantes ineludibles alrededor de él. Misterioso por el hecho de que la cantidad de personas que trabajan en él, desde los escenógrafos, maquilladores, etcétera, hasta los productores y los propios actores y directores, se pongan hasta tal punto de acuerdo para, en definitiva, poner en circulación un producto de elaboración tan compleja y costosa de goce individual, aunque de consumo masivo. André Breton ya decía que el cine era "el mayor misterio de los tiempos modernos", pero no sé si se refería a lo que yo estoy indicando.

Creo más bien, que en su observación había un deslumbramiento por la aparición de nuevos mundos, muy de la querencia surrealista. Se refería a la proliferación loca de historias y personajes anónimos, a las películas de persecuciones vertiginosas de los policías de Max Sennet de los años veinte. Breton alude a la novedad, a la espectacularidad de un nuevo arte. Yo me pregunto sobre el destino, sobre el significado profundo de las historias que se nos cuentan, para quién, en realidad, se cuentan, qué moraleja profunda y dispersa hay en cada película que vemos.
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Según Deleuze, el presente es una vasta y dinámica plataforma en la que inciden tanto el futuro como el pasado. Una lectura nueva y real del tiempo, consistiría en precisar la posibilidad de esta simultaneidad. Somos todavía el niño que fuimos, y como diría el poeta, materia de olvido, futuro nadie que modifica el mundo.
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Dice Ortega y Gasset que la intimidad es algo inespacial. Por ello no puede ser filamada. Esta es la razón por la que en programas basura como El Gran Hermano y afines, no ocurra nunca nada, aunque veamos a la gente llorar, saltar, gritar, insultarse o hacer el amor. La pobre cámara que se cree omnisciente, choca una y otra vez con el mundo fantasmático de las apariencias. Esa superficie, para el que mira, no es nada. El misterio sobre el que el patético voyeur y la cámara creen practicar un sacrilegio, está intacto a pesar de esa agresión idiota; escapa, porque la intimidad sucede en otro lugar al que la cámara no puede acceder.
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La seriedad de los niños: cuando no se ríen de las boberías de los mayores, cuando juegan con sus juguetes, cuando muestran dignidad y naturalidad frente al quisquilloso marco de referencias que el adulto se cree obligado a hacerles aprender a través de la broma constante.
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El determinismo científico me dice que son las hormonas o no se qué otro compuesto químico del cuerpo, quienes al agitarse dentro de uno, producen el enamoramiento. Naturalmente es al revés: cuando me enamoro o me gusta alguien, entonces es cuando la madeja bioquímica se altera y se revoluciona, ya que es absurdo pensar que pueda actuar, si es que existe, independientemente de mí. Como decía Nietzsche, confundir los efectos con las causas es el vicio más reincidente tanto de filósofos como de científicos.

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