jueves, 29 de marzo de 2012

VIRGUERÍAS







 
Quiéreme, balbucea (me) mi nombre.


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Una seriedad que secara los tinteros


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El mito siempre acecha



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Una invención que desbordase su fórmula



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La expectación baldía de los cielos


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Unidad virtual de propósitos


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El lance de un pestañeo


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El éter de los espacios en blanco


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La perfección ligada a un átomo de ebriedad


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La rosa sueña siempre consigo misma

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Las consecuencias en el reverso de su propuesta



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En su regazo dormía un monstruo invisible

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El milagro de una hora

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Escenografía natural de la mente: geometrías y verbos

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Entre las partículas cristalinas de su avance el desorden milagroso de los flecos

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El tiempo pasa, pasará y pasó y yo lo constato ahora

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Los fractales potenciales de todo discurso

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Ahíto de cenitalidades y venturosas ingravideces


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Mundo diferido

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Tú: blandas latitudes del edén

martes, 27 de marzo de 2012

NOTAS. LA CONSAGRACIÓN DE LA PRIMAVERA




La constancia infalible de la naturaleza. Apenas ha asomado la primavera su cabeza, ya están los murciélagos revoloteando alrededor de la farola que hay pegada al ventanal del comedor. Oigo desde la cama, a eso de las cinco de la mañana, el complicado gorjeo de los ruiseñores, un perfume delicioso a azahar acaricia el olfato en leves ráfagas, y ya he visto, desde la azotea, a la lechuza de otros años, planeando al crepúsculo, convertida en una fantasmática masa fosforescente cuando las luces urbanas la recortan contra la oscuridad. Con razón en otras épocas su visión provocó cuentos y leyendas sobre espectros: vista en la tarde-noche volando a una altura media, parece, literalmente, una sábana flotando, - la figura con que tradicionalmente se ha representado a los fantasmas - y no un ave.
Despertar de la naturaleza. Inicio de la pululación viviente. El mundo de interiores que es el invierno se desvanece, desaparece paulatinamente. Ahora es el exterior lo que llama a que salgamos a su encuentro. El espacio se hace habitable.


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Las sensaciones de la primavera me han hecho recordar La consagración de la Primavera. Y con ello, a la música en sí. "La música surca el cielo", decía Baudelaire.
Músicas que atraviesan el alma. Que la atraviesan, aniquilándola o exaltándola. De la primera clase, pienso, inmediatamente, en la serie pianística que Lizst tituló Años de peregrinaje. Obra magistral, solemne, sombría, que suena sorpresivamente moderna. Escuchando una de las piezas de esta serie, Los cipreses de la Villa Este, uno siente las ondulaciones lentas de los hieráticos cipreses mecidos por el viento como si fueran llamas de fuego negro. Pero no se trata del descriptivismo sensorial y gráfico de un Debussy. La imagen en Lizst- los cipreses - es meramente la referencia, la pista de una agonía que se ha convertido en monumento sonoro. Debussy es físico, Lizst, decididamente metafísico - en este sentido -, remoto y complejo. Estando en Venecia, ve pasar delante de su domicilio, una góndola llevando un ataúd. Escribe entonces su famosa Góndola fúnebre. Escuchándola, uno se sumerge, con equívoca delectación, en  la extinción final.
Otra pieza musical que me atraviesa hasta fundirme es, por ejemplo, Stormy Weather, cantada por Lena Horne. Al escucharla, algo en mí se estruja, se empaña de melancolía, se muere y resucita por momentos (esos solos sardónicos de trompeta) Si examinara con minuciosidad esta pieza, solamente, creo que daría para todo un ensayo. Pero cómo analizar tal mezcla de emociones. En principio la canción de Lena Horne pertenece a un estilo musical , la balada norteamericana de los años treinta-cuarenta, colindante con el blues y  el jazz, que no se encuentra, precisamente, entre mis predilecciones. El que, con el paso del tiempo, esta pieza me haga estremecer, quizá no se explique sino por las andaduras interiores de mi propia biografía. La mezcla de melancolía y sensualidad maldita de la canción, crea un efecto de embriaguez suntuosa y aniquilante.
Lo vuelvo a repetir, cómo analizar lo que suscita en nosotros la música. El oído es el más emotivo de todos los sentidos,  apuntaba Teofrasto.
Las músicas que atraviesan el alma, exaltándola, son más numerosas y fáciles, en principio, de "explicar". Comunican, irradian vida, es decir, vencen a la muerte, dan esperanza. Pienso en Shostakovich, en Nancarow y su pianola loca, en las obras más brillantes de Philip Glass o Steve Reich, en el explosivo Alberto Ginastera y el movimiento final de su Estancias, en los momentos culminantes de El sombrero de tres picos de Falla, o en las trepidantes músicas de Bulgaria o Rumanía.
Schopenhauer trazó una pirámide simbólica de las mayores creaciones del hombre. En la cúspide colocó a la Música, seguida de la Poesía. No recuerdo si incluyó a la propia Filosofía en esa escala jerárquica.   


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A propósito de llamadas primaverales y embriagueces sensoriales típicas de la época, leo con sorpresa unas notas de Barthes, que vienen bien a la foto que coloco arriba y que se relacionan con las fotos de la entrada anterior del blog: Para mí, el crepúsuculo urbano tiene una gran fuerza de nitidez, de activación, es casi una droga.           

martes, 20 de marzo de 2012

DIARIO




Laxitud primaveral. Una vibración dulce recorre todo mi cuerpo. Abandono. De pronto detesto escribir, ponerme a analizar cosas. Me limito a disfrutar de la escritura, de la obra de los otros.



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Cuanto más lejos esté algo en el tiempo, más se acerca al mito y se impregna de una sustancia que espiritualiza la materia (observo con fascinación retratos de juventud de unas tías abuelas, fechados en 1916. Alguna vez hemos merecido la eternidad.)  Del mismo modo que ciertos edificios, vistos de cerca no llaman la atención, pero de lejos resultan impresionantes. Hay una correspondencia espacio-temporal en este sentido. El tiempo opera como factor corrector. El pasado reciente es el tiempo más remoto. El retrato de una señora de época me produce una melancolía estética, pero el recuerdo, por ejemplo, de la década de los ochenta, me envenena el alma con una melancolía agresiva: lo que pude haber vivido y no viví, lo que experimenté con agrado y que no se volverá a repetir...


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 Parménides sostiene que el mundo es inengendrado y limitado. Aunque podamos afirmar que la teoría del Big Bang sea cierta, esto no desmentiría lo dicho por el filósofo.  Simplemente es inútil pensar qué había o qué no había antes del Big Bang. Para nosotros, el mundo siempre ha existido. Imaginar magnitudes fuera no sólo de nuestro espacio vital, sino del tiempo que nos es dado vivir, resulta quimérico. Podemos calcularlas abstractamente, pero no vivirlas. La experiencia de las mismas es puramente intelectual. ¿Alguien tiene conciencia real de lo que ocurría 10, 20 ó 30 años antes de nacer? Del mismo modo, fuera del Todo en que vivimos, es absurdo imaginar nada. Estamos inmersos en el ser del Ente. De ahí que la muerte sea impensable. Cierto es que imaginar un universo limitado casi parece algo más complejo que imaginarlo, simplemente, infinito. Pero creo que Parménides, al hablar de los límites del mundo, se refería a lo que, experiencialmente, nos compete. Establecer unos límites no implica la negación del progreso cognoscitivo, sino definir los transcursos concretos de la realidad que vivimos. 
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El estigma del aislamiento (uno de sus efectos más aniquilantes). Barthes me lo confirma: Como utopía, el sueño sólo puede finalmente estar ligado no al uno, sino al dos: No puede haber utopía solipsista.

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Juegos de ilusionismo: Si no hubiera gastado absolutamente nada de todo el dinero al que he tenido acceso a lo largo de toda mi vida, ahora, de pronto, sería millonario, pero antes me hubiera muerto de hambre, de sed, no hubiera disfrutado de la lectura de los libros ni de la música, ni hubiera salido casi nunca de casa. Por lo tanto el equilibrio reside en mantener un flujo económico constante, tener siempre la mima cantidad de dinero, que se gasta pero que es repuesta poco después. Y así sucesivamente. No tener más, ni menos, sino siempre lo mismo.

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Escucho por la radio que la pena a un tipo que ha violado a una chica de 16 años en Marruecos, es.... casarse con ella (¡¡¡¡¡). El disparate no pone al descubierto sino esos restos de pensamiento arcaico, preislámicos, diría yo - el código de Hamurabi - que se agarran como garrapatas y que sólo el cambio de mentalidad, que no la mera  visualización de ideas nuevas, puede acabar diluyendo. Pero tal cambio urge y ése el gran reto de todos estos países: la chica agredida ha acabado suicidándose.

viernes, 16 de marzo de 2012

METROPOL BAND





Este 26 de febrero recibí, sorpresivamente, el mensaje de un grupo musical que sacaba a la calle su primer disco. Frecuento poco el rock, actualmente,  pero he escuchado la grabación de Metropol Band y me parece un disco redondo: temas bien labrados, estupendo sonido, un trabajo tan sólido como brillante.
Os paso la dirección de la página web del grupo:
Y, desde luego, suerte a los músicos.   

jueves, 15 de marzo de 2012

DESCRIPCIÓN JAPONESA DE EGIPTO


Cuando Napoleón llega a Egipto, ante la imposibilidad de llevárselo todo, es decir, robarlo, ordena a una serie de dibujantes y artistas que reproduzcan en un inmenso catálogo todo el legado cultural egipcio: paisajes, pirámides, estatuas, papiros, templos, los sarcófagos con sus momias, etcétera. La editorial Taschen ha publicado este macrocatálogo, conocido como Descripción de Egipto. El resultado es un conjunto de brillantes y exactas ilustraciones que impacta por su gran laboriosidad.
Sumido en la embriaguez épica, lo que lleva a Napoleón a Egipto es la avidez.
Lo que impulsa a Keiichi Tahara al país de las pirámides, es su fascinación por la luz.
En Egipto, comenta Tahara en su prólogo a este libro, íntegramente compuesto de fotografías, se hace comprensible, ante el efecto implacable de la luz, que las representaciones del más allá se alojaran en el más florido , estático e impenetrable  esquematismo. Las características extraordinarias del entorno físico produjeron en la imaginación de los egipcios una translación remota de sus mitologías. Se suele decir que la civilización egipcia trabajaba para la muerte, y uno se pregunta, en definitiva, si ello no es sino por la condición de vivir bajo semejante invasión luminosa que la geografía desértica no hace sino multiplicar y redimensionar. Aunque consideraciones de este tipo nos lleven al consabido planteamiento: ¿qué fue antes el huevo o la gallina; la luz produce una de las civilizaciones más soberbias de signo hermetizante, o es la civilización la que aprovecha la luz para llevar a cabo sus más osadas construcciones, desarrollar sus más plululantes teogonías? Ante el contraste entre la noche y el día egipcios, el fotógrafo, concluye su prólogo, diciendo: "Tengo casi la certeza de que las tinieblas son otra luz".
Sumido en esta luz, envuelto en una suerte de alucinación diurna, Tahara fotografía día y noche, creyendo haber encontrado el paraíso de sus fantasías infantiles, cuando, de niño, se entretenía mirando los reflejos de luz que entraban por la ventana, a través del follaje del jardín, e impactaban en la pared de la habitación del hospital en el que estaba internado.
La descripción japonesa de Tahara es bien distinta de la descripción taxonómica y totalizante napoleónica. Las ilustraciones de Description de l´Egipte son reproducciones objetivas, sistemáticas. No interpretan, registran. Las imágenes de Tahara son el archivo de su sueño personal de Egipto. Y uno se pregunta si no es de este modo, precisamente, soñándolo, como mejor podemos definir un país como Egipto.
La impresión que produce el conjunto de fotografías hace recordar la atmósfera de las Antigüedades Romanas de Piranesi: acumulaciones barrocas, fascinación arqueológica, restos admirables de un mundo que ya no existe, pero con el añadido de la fragmentación visual que el rastreo fotográfico lleva en sí, seccionando panorámicas, privilegiando perspectivas, o convirtiendo en motivo protagonista la imagen de cualquier minucia significativa.


La fotografía fetichiza rincones concretos, destaca el carácter monumental de la ruina, se detiene en la filtración de un rayo mínimo de luz entre un par de gruesas columnas, transforma en motivo abstracto los pliegues labrados en la roca de las vestimentas sacerdotales de los adoradores de Isis.
En las fotos de Tahara asistimos a una ebullición de signos y texturas pétreas, de personajes silenciosos y grandes cabezas decapitadas sonriendo misteriosamente: los restos de un laberinto perdido en el laberinto mayor del desierto.

miércoles, 14 de marzo de 2012

EL MONOLITO, LOS SIGNOS Y LA LUZ




Yrsos deambulaba atónito de cantidades enigmáticas y reflejos milenarios. Habiendo dejado atrás los lisos templos, subía y bajaba, ahora, por líneas repentinas y moles blandas de moléculas. Una escarapela de leves murmullos levitaba sobre su cráneo ardido por el sol fijo del desierto, coronando su pensamiento estupefacto. El golpe de la visión del monolito preñado de signos en medio de las dunas deslizantes, le había puesto sobre aviso del tipo de tierra en la que se adentraba y de sus propias y próximas transformaciones interiores.
De nuevo, al dar otro paso y sumergir su pie en densos montones de oro atomizado, se percató de aquella singularidad aturdidora: la luz era, de pronto, oscura.
Un exceso de luz mata como un exceso de celo inmoviliza el organismo. Pero aquí, además, no sólo era eso. La luz absoluta quebraba la continuidad de su rayo, revelaba pliegues e implosiones, márgenes umbríos dentro del mismo fulgor. O, al menos, eso le parecía a Yrsos, en su naciente delirio. No era posible fluir, estar lúcido con tanta luz. Y el que aquel monolito repleto de signos dorados se le presentara a sus ojos, era todo un reto y una confirmación del abismo: tener que descifrar el misterio en la incomodidad suma.   Creyó comprender por qué los nórdicos llamaban al mediodía "la hora de los espectros". El mediodía está desierto, pensó, convirtiendo el tiempo en espacio, imaginando lo que Jensen había sentido cuando al escribir su famosa Gradiva, se desplazó, asimismo, imaginariamente, al entorno de unas ruinas romanas desoladas por la luz del mediodía. El imperio absoluto de la luz es el desasosiego absoluto, hace engendrar su opuesto, la sombra, como una propiedad antagónica equilibradora. Si lo físico es encarnación concreta de lo anímico, no es posible darse cobijo ante tanta luz. Hay que buscar la sombra fresca de la tarde con luna rosa, el amparo de algún roquedal, un lecho entre las cavidades.
Estableciendo una distancia gradual entre los focos aniquilantes de las estrellas y la imagen de su propia luz, podía, asimismo, ubicar los contrastes necesarios entre lo que ineludiblemente percibía, y lo que intentaba definir. Veía en el monolito una condensación vertical, el reto preciso y denso de un pensamiento tan remoto que hacía inútil calcular los siglos, fantasear con los eones que bastaron para producir en la escala biológica un espíritu. Estar allí, en el desierto, descomponía la linealidad de todas las cronologías; pero la realidad material, escultórica del monolito, implicaba una historia de forcejeos, conquistas, dilucidaciones y acuerdos lingüísticos, un enhebramiento de sentidos y mensajes, el trabajo artístico e intelectual de toda una comunidad de hombres. Así pues, lo que aquella escenografía natural provocaba era el hundimiento voluptuoso en el enigma del tiempo, en lo que los hombres habían concebido a través de las épocas, en lo que generaciones habían labrado a través de un pensamiento y un lenguaje extintos.
El monolito indicaba algo que fue, y que tan pronto como pudiera ser leído, fluiría en su extrañeza para la percepción actual. Yrsos, de pronto, creyó verlo todo. El tiempo es tan ilusorio como real. Las culturas se suceden y mueren al tiempo que algo de sus contenidos, quizá lo más valioso, late en nuestros frisos contemporáneos. Simiente de simientes. Estratos de revelaciones y de sentencias, fluctuando en la espiral quieta de monumentos, manuscritos, gestos, costumbres y símbolos. Y, quizá alucinación de alucinaciones, resultaba más fascinadora la situación de encontrarse bajo la luz inmisericorde que definir un significado que nos remitiría a un más allá siempre renovable y cada vez más lejano; estar allí, cenitalmente, sabiendo sin conocer exactamente, sintiéndose un átomo concreto preso de las eras inabarcables, cuasi pulverizado en el trance de vislumbrar más que identificar.
De todos modos, el significado de aquellos jeroglíficos, era algo húmedo, oscuro, lejano, ante la ardiente materialidad de los signos inscritos, es decir, que la presencia del monolito garabateado de ojos, halcones y líneas onduladas, suponía un hito del tiempo y del mito, compendiaba y cerraba todo un mundo, a partir del cual, otra era de pensamiento y espacios, totalmente distinta, era posible.
Y cuando, finalmente, se dio cuenta de que jamás podría descifrar lo que decía aquella estela descomunal de una tumba igualmente de gigantesca e invisible, se sintió aliviado, casi feliz. Por un lado, el misterio estaba "asegurado", pendiente de la labor de posteriores criptógrafos; por otro, se contentaría con la dimensión estética de aquel conjunto de signos. La impotencia podría resarcirse si lograra entender que el contenido de los mensajes trazados estaban destinados a otras almas, almas de otras épocas, de otros universos, ya que el Tiempo, dios órfico de la creación, distribuye mundos y formas de vida en períodos específicos, a veces, incomunicables entre sí.
Yrsos contemplaba la majestuosidad misteriosa del monolito y se interrogaba: ¿Cómo es que la belleza de estos signos herméticos me estremece y sin embargo, su mensaje real nunca llegará a competerme?


miércoles, 7 de marzo de 2012

ATGET Y PIRANESI: EL TIEMPO COMO PALIMPSESTO VISUAL



Desconozco si Walter Benjamin dedicó alguna reflexión específica a la obra de Piranesi. Aunque he frecuentado la obra del autor judío y leído fragmentos de su famoso Libro de los Pasajes, no he encontrado tal referencia. Seguramente se encuentre. Lo digo porque teniendo en cuenta cuál es el motivo panóptico de su gran reflexión sobre la modernidad - el orbe parisino - encuentro ciertos paralelismos entre las fotografías de Atget, que tanto interesaron a Benjamin, y la serie de grabados que Piranesi tituló Antigüedades Romanas.
Aunque también es cierto que Benjamin ya indicó porqué París y no Roma, había creado al tipo social del flanêur, del paseante solitario. El flanêur es un producto de la alienación moderna, el símbolo viviente de una pérdida, un reflejo vagabundo del hombre-masa que estaba deviniendo. París, la ciudad moderna, por excelencia,  del XIX, tenía que ser el laberinto urbano por el que errara como un sonámbulo este nuevo tipo de ciudadano, el hombre anónimo de las ciudades masivas que deambula soñando su vida y su tiempo como algo ya espectral.
Roma es una ciudad demasiado sobrecargada de significado e historia. El flanêur no disfruta culturalmente de la ruina, está trabado en su presente que se ha converTido en un remoto pasado: la calle, las tortuosas callejas son el destartalado ámbito en el que gusta perderse. El flanêur está fuera del protagonismo de la historia. Precisamente lo que le perfila es esta fatal exclusión, su fluctuación en los márgenes del tiempo histórico.
Este marcaje diferencial del tiempo es lo que establece tanto las diferencias como los paralelismos entre la obra fotográfica de Atget y los grabados de Piranesi.
En las Antigüedades Romanas podemos ver personajes dispersos entre las colosales ruinas de los edificios antiguos: personajes representativos de las autoridades y de las distintas clases sociales. Podríamos decir que estos personajes son una suerte de prototipo del paseante moderno, del flaneûr, pero hay algunas diferencias sustanciales. En las Antigüedades, los personajes dispersos se mueven con tranquilidad  en torno a las ruinas, parecen retozar o pasear alrededor de ellas pero no errar extraviadamente. El gesto de alguno de ellos es, incluso, de admiración hacia los monumentos. La presencia humana en las Antiguedades no es relevante en sí, salvo como comentario: las figuras señalan una enormidad que les supera, los restos de una civilización mítica, integrada en otra enormidad mayor: la naturaleza (concepto barroco del tiempo y del cosmos).
La ruina, en los grabados de Piranesi, es sólida, mantiene parte importante de su estructura, ocupa un lugar y crea un lugar. El espacio total es el de la naturaleza, en cuyo centro, súbitamente, se alza un imponente vestigio del artificio humano: los edificios y estatuas antiguas. La solidez precaria de la ruina romana, valga la contradicción, ofrece cierta correspondencia con las imágenes de Atget: en ambos casos, lo ruinoso, lo viejo, lo casi pulverizado adquiere, paradójicamente, una densidad indestructible, una suerte de compacidad energética. 
Tanto las fotos de Atget como las Antigüedades comparten el hecho de haber adquirido entidad de catálogo. Piranesi, al ofrecernos un amplio conjunto, primorosamente realizado, de los edificios más destacados en el estado en que estaban cuando él los dibuja, efectúa una reflexión compleja: cómo naturaleza - que se va comiendo a la obra humana - y arte, pueden tener un origen común, pertenecer a una totalidad cósmica: la Naturaleza misma. Y aquí Piranesi se adelanta a Simmel, quien explica el encanto que nos producen las ruinas al contemplarlas como "obras de la naturaleza".


Fundación MAPFRE

En la fotografía de Atget que reproduzco, vemos una tienda, una fachada con publicidad y tras ellos, las torres de una iglesia. Lo histórico y lo actual están prietamente engastados, se superponen en una suerte de collage creado por el azar. En la foto, la modernidad, representada por la tienda y, especialmente, por la publicidad, es ya vieja. Lo que apenas se ve, las torres de la iglesia escondida tras los compartimentos estanco de los edificios, es lo que resulta más familiar y atemporal. Aquí la presencia de la naturaleza es simbólica: la representa el desangelado arbolillo urbano. Es más, ha sido sustituída totalmente por la ciudad como flujo laberíntico continuo.
En los grabados de Piranesi las suntuosas ruinas se ubican en el marco general de la naturaleza, que en sí no tiene límites. En Atget, el espacio urbano y su complejo de signos, fluctúan directamente en el tiempo que los impregna y provee de un sello epocal específico.
La obra fotográfica de Atget nos ofrece un surtido inventario preñado de espesa melancolía: callejas desoladas, edificios destartalados, pasadizos y patios, azoteas y farolas de gas. rincones, escaleras, pasajes, casas de brujas... Sus fotos casi pueden olerse. Sus "antigüedades" son modernas: Atget pretendía fotografiar el viejo París, calles o grupos de calles cuyo origen se remontaba, en algunos casos,  a la Edad Media. Pero lo que vemos es un extrafalario despliegue, un apiñamiento de objetos y de edificios costrosos, de cascotes y hiedra, una densa mole de tonos sepia a punto de venirse abajo.
En las fotos de Atget lo viejo, lo sucio, incluso, la basura, - esas fotos sobre traperos - se convierten en una jugosa sustancia: el sabor estricto del residuo, la obra atomizadora del tiempo. Y los residuos son eternos porque el tiempo no cesa de producirlos.
Atget da testimonio con un instrumento nuevo - la fotografía - del estado contemporáneo del laberinto urbano; Piranesi elabora imágenes complejas como testimonio de lo que queda, en la época en que vivió, del antiguo esplendor romano, acuña en una imagen unitaria, racimos de imágenes, concentra en una eclosión la multiplicidad universal que fue el Imperio. La ruina es en Piranesi una forma específica que emerge de la frondosidad orgánica sin dejar de pertenecer a ella. El lirismo de las fotos de Atget es dramático, precisamente porque se trata de fotografías: la fotografía inaugura la temporalidad como nueva representación de nuestra existencialidad. Los grabados de Piranesi escapan a ese dramatismo, aunque su misión es muy semejante a la de Atget. Las ruinas piranesianas son tanto otro tipo de construcción como el resto de una civilización milenaria.
En definitiva, aunque el registro del soporte de nuestros artistas sea diferente, tanto en la obra de Piranesi como en la de Atget, asistimos a esa función del tiempo que lo mezcla y lo funde todo en una gran macroargamasa: el tiempo como flujo de heterogeneidades prensadas cuya lectura nos hace adivinar el pululante palimpsesto que lo estratifica y lo compone.  

jueves, 1 de marzo de 2012

DIARIO





El muerto no sufre su muerte, no se entera de su muerte, a no ser que esté vivo,  es decir, muerto en vida: a través de la pobreza, de la enfermedad, de la tristeza, etcétera.


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Ése yo banal del mí testarudo


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Acabo de leer Cartas del que regresa de Hugo Von Hofmannsthal. Resulta fascinante el testimonio de los autores que se encuentran en el cruce de dos siglos, y cuyas obras y escritos, actúan como testigos casuales de la transformación del tiempo y de la sociedad en que viven. Las impresiones casi extáticas que Hofmannthal experimenta ante los cuadros de Van Gogh, ¿forman parte ya de la historia de las "revelaciones profanas", somos nosotros capaces de experimentar hoy esa primera vez ante una obra de arte? A la vívida novedad que Hofmannsthal tiene ante los cuadros del holandés se suma otra novedad de carácter más lóbrego: cómo han cambiado los alemanes con el comienzo de siglo, cómo se han vuelto más esquivos y uniformes,  más introvertidos y reacios, menos francos y alegres. Los síntomas claros de la alienación del urbanita kafkiano. La Alemania a la que Hofmannsthal regresa tras años de ausencia, ya no es la Alemania de su niñez y juventud. Este cambio del alma colectiva, lo describe con palabras sencillas y luminosas.  
Apollinaire sería otro autor cuya obra reflejaría los cambios progresivos del arte y del mundo de su tiempo, aunque de un modo menos dramático que Hofmannsthal  y en un nivel más puramente lúdico. El mundo de Apollinaire es el de la poesía abierta ya a los juegos prevanguardistas y experimentales, la literatura erótica como práctica de escritura libertaria,  y, sobre todo, el que se inaugura con la nueva percepción de la realidad que las evoluciones plásticas estarían proporcionando. La ubicación de Apollinaire es por un lado umbrátil y por otro, muy concreta aunque fugaz: su hábitat es el de la bohemia y la incipiente vanguardia, colindantes con la Belle Époque, sin dejar de respirar el oxígeno ambiente  que el simbolismo había extendido como base de toda renovación lingüística. Y aunque fuera el inventor del término "surrealismo", no llegaría a ver lo que tal movimiento supuso. La enjundiosa transición que vivió y su vida misma, acabó con la Primera Guerra Mundial.  


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He vuelto a ver al gitano con el que  estuve hablando hace un par de semanas,  Manea. Apenas verme, inclinándose, me ha ofrecido el violín en un gesto de agradecimiento y confianza. Era la primera vez que tenía un violín en mis manos. Ha sido como un breve y solemne contacto con el otro. 

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Debate en televisión sobre las parafonías. Enfrentamiento entre investigadores del fenómeno y científicos - neurólogos y físicos - que, sin negar absolutamente el misterio, exigen condiciones de estudio rigurosas para verificar realmente el origen no electromagnético de estas voces. Uno de los científicos, creyendo descubrir el Mediterráneo, viene a decir que nuestro cerebro tiende a proyectar sobre cualquier cosa de naturaleza, presuntamente, desconocida o no identificada, nuestro propio legado cultural, es decir, que el cerebro ahorma todo fenómeno percibido conforme a lo que ya sabemos, lo que explicaría que cualquier sonido extraño adquiera entidad de voz misteriosa. Pero para los que conocemos la historia de las parafonías y tenemos larga experiencia con ellas, esto ni supone ninguna novedad ni explica las voces más inteligibles y desconcertantes. Es posible distinguir entre una paraidolia sonora y un sonido cuyo origen físico es ilocalizable. En el debate se arguye que se han conseguido parafonías en campanas de vacío y en cámaras anecoicas. El físico dice que incluso con tal instrumental, se pueden filtrar ondas de radio. Advierto con sorpresa que últimamente los que están consiguiendo más psicofonías y de una calidad notable, no son esoteristas ni fanáticos de lo oculto, sino ingenieros de sonido e informáticos. Interesante esta alianza entre tecnología y misterio.


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Leyendo a Parménides. El hecho de que no tengamos de su pensamiento sino fragmentos y referencias dispersas de otros autores, le presta al volumen que manejo - edición de Gredos - un mayor atractivo. El carácter fragmentario es aquí todo un signo: el factor Tiempo, el gran problema filosófico. Es como si lo pensado por aquel hombre hace 2500 años, retornase, disperso, troceado, cuasi moribundo, surcando el piélago de las eras, pero cuyas breves palabras, fulgieran como estrellas errantes.
".. el corazón inestremecible de la verdad bien redonda".
Entusiasma el que alguien, hace miles de años, definiera de este barroco modo la naturaleza original e increada de la realidad.

CRECIENDO ENTRE IMPRESIONISTAS DIARIOS DE Julie Manet

Hay momentos en la historia de la cultura, episodios estilísticos o simplemente períodos en el ámbito de un siglo, que se revisten de un e...