martes, 27 de diciembre de 2011


PESTAÑAS
Escucho por la radio que el gran arquitecto Oscar Niemeyer que tiene 104 años, se encuentra actualmente estudiando astronomía con un profesor particular que lo visita diariamente. La sensación que experimenté, independientemente de la admiración por el entusiasmo de Niemeyer, fue la de cierto desfallecimiento, la de la impotencia humana ante la idea de conocerlo todo. Niemeyer puede tener toda la ilusión del mundo por interesarse y conocer el origen y la evolución del cosmos, pero ante la ejemplar excitabilidad intelectual de su edad centenaria, la historia del conocimiendo se presenta como un curso permanentemente abierto de información y descubrimientos, un curso que no se cierra nunca. Esta fase que inicia sorpresivamente a su edad, no contradice ni refuta la afirmación borgiana: "A cierta edad, importa menos la novedad que la verdad". Esto es indudablemente así, y tiene su deje de melancólica resignación ante lo que ya se conoce y le basta a uno. Pero no creo que la astronomía sea una mera novedad para Niemeyer, sino una continuación lógica del oficio de quien ha modelado - creado espacios habitables, de quien se preocupa por el misterio de la existencia de un orden en el cosmos y de la posibilidad de reproducirlo.
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El padre de un amigo ha fallecido, recientemente, debido a una serie de complicaciones pulmonares cuyo origen se remonta a más de cuarenta años atrás, cuando trabajaba con el cáñamo. Esto me hace pensar que el gran reto constante del hombre es desentrañar los secretos de la naturaleza y dominarla. La naturaleza nos ofrece frutos pero también venenos. El que alguien muera por desconocimiento de lo que, extraído de la naturaleza, está manipulando, es todo un signo, una constatación de la necesidad de conocer la materia, sus propiedades, el abanico insólito de sus efectos. La gran empresa humana es ésta. Cuando me enteré de la noticia, más que experimentar una aversión hacia la naturaleza y el mundo, me asusté ante el trabajo que todavía nos queda por delante, ante la urgencia de remontar nuestra ignorancia.
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En la sobremesa, me coloco cerca de la ventana de la habitación, para leer y aprovechar el escaso sol que el invierno y el para mí, incomprensible retraso de una hora, se dignan ofrecer. Entonces mientras leo y escucho la radio, tomando un café, el único momento realmente feliz del día, asisto a una suerte de película sonora: afuera escucho el frenazo de un coche, un grito repentino y salvaje de un joven, la discusión de un español y de quien parece ser, por el acento, un extranjero, la juerga de un pequeño grupo de chicos y chicas que pasan, bocinazos y palmadas, persianas que brutalmente se abren o se cierran.. ¿Lo que escucho es la calle donde vivo? Curioso efecto el cambio de percepción que implica pasar de una ubicación espacial a otra: cuando estoy en la calle no percibo nada de este surtido sonoro, puesto que me incluyo en el flujo urbano, dentro del cual me disperso; cuando me encuentro en la posición estática de estar tranquilamente leyendo y sentado, percibo ese flujo masivamente, como un todo. Me doy cuenta, entonces, del folklore de la calle en la que vivo. Reparo que, casi al final de esta calle, nació Miguel Hernández y el hecho me parece absolutamente insignificante y remoto. Toda evocación de su nombre se borra en la banalidad, en el no-acontecimiento de una tarde cualquiera. Yo, escuchando esta masa de sonidos y ruidos, me encuentro sumido en la absoluta actualidad, en el bullicioso e impotente ahora de lo inmanente, mientras que Miguel Hernández está al otro lado, en la trascendencia, en el empíreo glorioso de los mitos. Referirme emocionalmente a él desde este punto, desde esta pobre localización es como evocarlo desde sus antípodas absolutas.
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Borges descree que ciertas cosas, las más habituales, pero las más entrañables - un sabor, un color, una persona - puedan definirse. Valente, piensa que la poesía sigue siendo el receptáculo de un saber superior que se ha visto opacado por el prestigio del lenguaje lógico de la ciencia (tributos entronizadores a la eficacia matemática). Es un dicho manido afirmar que la polisemia implica ambigüedad. El mundo, el hombre, son ambiguos. Quizá la ambigüedad sea la definición más acertada de todo acontecer y sus consecuencias. Recuerdo, más o menos, una frase de Valéry: acepto lo confuso, precisamente, porque es lo humano y lo natural.
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¿La cifra exacta? La que obtengas cuando cese de latir tu corazón.










VARIACIONES

lunes, 26 de diciembre de 2011






Alberto Manguel dice que no ha aprendido nada después de la adolescencia. Nada nuevo, o sustancialmente nuevo, se entiende. Esto me anima a publicar aquí más personajillos de mi producción secreta.

martes, 20 de diciembre de 2011


HITOS
Correr, amar, escribir.... El infinitivo como expresión de la duración que no se gasta, de la continuidad sin principio ni fin, del hacer inagotable sobre el que no pesa el pasado ni existe el futuro. Podríamos decir, aunque parezca paradójico, que el infinitivo es un modo verbal sin tiempo, sin accidente, sin anécdota - como quería Mallarmé para la poesía - salvo el ser mismo del verbo que sea, ininterrumpidamente.
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Moteado de vacío
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La Realidad es Superreal
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En una suerte de contemplación afiebrada: sentir la vertiginosa potencialidad de todas las cosas que te rodean, su belleza, su orden, su ubicación correspondiente en el espacio, como si fueran compartimentos estanco de un flujo multidireccional pero no confuso, la arquitectura de lo real, percibir cómo los objetos artificiales se integran en una dinámica unidad y dejan de ser artificiales: mesas, vasos, ventanas, calles, paredes, lámparas, pasillos, reflejos de luz, aromas, umbrías, sonidos... Presencias que se conectan sin ser eslabones de una cadena inerte, familiaridades gratas que rodean tu habitar.
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Soñé con la verdad. Al despertar estaba confuso. Lo que vi o creí entender, ¿era verdad ahora?
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Habitación: ¿El sustantivo, la cosa, o el hecho de habitar?
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Vivir en un grabado de Piranesi, en uno cualquiera de la serie de las Antigüedades Romanas, en un mundo de cúpulas y esferas, de bustos, quimeras resquebrajadas, claustros sumidos en la hiedra, nichos gigantescos, columnas confundidas con raíces vegetales, pirámides, palacios, templos y rocas superpuestos como el solo fluido protoplasmático en que se confunden naturaleza y cultura. Estos grabados revelan el abigarrado palimpsesto que es la Historia, la visión barroca del flujo del Tiempo.
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Al inspirar, subrayas tu entidad biológica. En tu hálito, dejas de gravitar.

margen de sedienta agua

viernes, 16 de diciembre de 2011

martes, 13 de diciembre de 2011


VISIÓN II
KANDINSKY
Kandinsky entró tranquilamente silbando en su estudio una tarde brumosa de diciembre. Chasqueaba los dedos y estaba dispuesto a entregarse a otra sesión de duro trabajo pictórico. De pronto, le pareció ver algo insólito y fantástico, más o menos situado en su margen izquierdo, que con la misma rapidez que apareció, se sustrajo a su percepción. Confuso e intrigado, examinó con detenimiento la estancia y descubrió lo que, momentáneamente, le había trastornado: un cuadro suyo que, apoyado contra la pared, había colocado allí, por un descuido, la mañana anterior, boca abajo.
Kandinsky se quedó fascinado mirando aquella descomposición luminosa, aquella "obra" nueva nacida de una de sus obras. La inversión de la imagen - una casa y unos árboles pintados al estilo fovista - producía que los colores y las formas se independizaran de lo que pretendían representar, convirtiéndose en impresiones puras ligadas entre sí por un dinamismo propio. Bloques amarillos fosfóricos, masas rojas errantes se elevaban, se fusionaban, dividían y cruzaban el espacio rectangular del cuadro, articulando un trazo unitario de fulgores autónomos y harmónicos a la vez.
Kandinsky comprendió y asintió. Aquello era una revelación profana del azar que confirmaba el destino que su trabajo artístico estaba adoptando e iba a adoptar definitivamente: la abstracción pura.
Ya se sabe que Kandinsky era adepto a la teosofía. Pero ya antes había practicado, estilísticamente, otras suculentas religiones: el fauvismo ( a través del color), el modernismo (a través de la ilustración), el simbolismo (como tendencia general y sustancial de toda su primera obra)...
La teosofía no hizo sino apoyar con la teoría lo que, gradualmente, iba emergiendo de sus creaciones plásticas. El camino hacia la abstracción era un camino hacia la pureza de la impresión interior, un ingreso en el ámbito místico de las formas, por ello su pintura no podía ser sino espiritual , originaria, es decir, algo bien alejado del mero registro pulsional de las producciones de las generaciones posteriores de artistas, ya aleccionados en la abstracción formal y académica.
Resulta curioso comprobar que tras sus viajes por Europa y África, iniciara la serie programática de sus primeras abstracciones inspirándose en en los paisajes de los países que visitó. Podría decirse que nada más concreto o habitual que un paisaje, que un entorno natural, al mismo tiempo que susceptible, por las anfractuosidades del terreno o las masas de la vegetación, de convertirse en su contrario, lo más abstracto y disforme.
Se supone que las delimitaciones naturales son ilusorias, que el paisaje es un invento, una interpretación humana de la naturaleza. Del mismo modo, puede decirse que la naturaleza es fuente de motivos soberbios y caóticos.
El pintor ruso aprovechó el amplio repertorio que la naturaleza le ofrecía para ensayar un lenguaje nuevo, similar al iniciado por Mallarmé en poesía, un lenguaje de formas libres de todo accidente que no fuera anímico o propiamente plástico, reflejo directo de la estricta experiencia psíquico-dinámica. El artista, convertido en sujeto contemplativo, en vidente de las configuraciones ocultas, vehicularía, entonces, una imagen geométrico-emocional del mundo: la fusión expresivo-matemática de las cosas.
Podríamos decir que Kandinsky, pues, cumplió teosófica y artísticamente a rajatabla con la conocida frase: el paisaje es un estado del alma.

jueves, 8 de diciembre de 2011

martes, 6 de diciembre de 2011


VISIÓN
André Breton se despertó una mañana de 1920 en un estado de dulce embriaguez. Acababa de soñar con moles rosas que se desplazaban sobre un fondo de auroras verdes. Seguro de que aquel sueño, algo abstracto pero sugerente, plásticamente, determinaría el curso del día que le esperaba, dio un salto de la cama y se vistió sin apenas arrugar el traje. Salió a la calle y una brisa pasajera le salpicó la chaqueta de pequeños fulgores. Moteado de luz e impulsado por un rumor que venía tras de sí, tomó un autobús. Intentó sentarse, pero la cantidad de reflejos que penetraban en el interior del vehículo a través de los cristales, le hizo pensar en la inmaterialidad de la materia y decidió quedarse de pie, pensando que no le supondría ningún esfuerzo desplazarse por el espacio-tiempo simulando poseer la firmeza de un arbusto salvaje. Estando de pie e inclinándose un poco, adquiría perspectivas insólitas del conjunto de los pasajeros y de sus ubicaciones repectivas en los asientos, del mismo modo que Louis Aragon, en su día, mirando debajo de las mesas, descubría curiosas dimensiones de la realidad. La gente sentada formaba una especie de gran acordeón tornasolado de verde oliva, gris perla y azules agónicos. Los rostros eran medianamente serios, pero nadie pensaría que la gente que aquella mañana viajaba con Breton pudiera reducirse porque sí a una triste y manipulable uniformidad orgánica. Breton no tenía aquella mañana fijado un destino concreto. Pensaba encontrarse con unos amigos al otro lado del Sena. Algo parecía agitarse en los márgenes de la historia, y ello reclamaba dilucidaciones secretas, conciliábulos, sesiones de espiritismo o de inactividad organizada en torno a los grandes bulevares.Agitado por el movimiento del autobús y todavía estimulado por el confuso sueño de la mañana, divisó, de pronto, algo que le turbó. Había visto algo, no monstruoso ni espectacular, sino infrecuente, extraño, en los escaparates de una tienda, algo que lo singularizaba poderosamente con respecto al resto del entorno. De inmediato, pegó un grito que impactó como un ladrillo revestido de gomaespuma, en la cabeza del conductor, ordenándole que parase. La gente dio un respingo, viendo cómo Breton se abalanzaba, perdiéndose en la luz de afuera. El autobús partió y Breton se quedó frente a frente con su visión. Se aproximó al escaparate. Se trataba de la galería de arte Paul Guillaume, y lo que se supone que era aquello era una obra de arte más. La imagen representaba el busto de un hombre con mostachos, en primer plano, con la mirada entornada. Esta figura ocupaba casi la totalidad del cuadro. Detrás, se insinuaba un paisaje arquitectónico atemporal de columnas y galerías. Lo que a Breton le impactó era la tranquilidad de aquel absurdo, su inclasificabilidad genérica. Aquello no era exactamente un retrato, y menos aún, un paisaje. Parecía el fragmento intencionado de una pintura mayor que el artista hubiera renunciado a pintar. Pero tampoco. Aquél "fragmento" ya era lo suficientemente elocuente, tanto como para haber hecho bajar del autobús a un médico que descubría su vocación de poeta y profeta de los tiempos. Aquella aparente nadería producía un efecto desasosegante, se convertía en la simiente de asociaciones nuevas e insólitas, en el inicio de una gran aventura estética y emocional. Breton atravesó el umbral afelpado de la relativamente modesta galería y más patidifuso se quedó cuando el galerista le indicó el supuesto título de la pieza: "El cerebro de un niño". Su autor era un tal Giorgio De Chirico. "El cerebro de un niño", repitió Breton para sí, sonriendo y casi salibando ante la golosa empresa que se le venía encima. Dando vueltas como un sonámbulo por la galería, reparó en las auroras verdes de su sueño mañanero, y aceptó el reto: "La esfinge me mira", se dijo, "descifraré el enigma, la articulación de nuevos lenguajes". Días más tarde, adquirió el cuadro, y tras disfrutarlo en solitario, en su casa-buhardilla, decidió colocarlo en el mismo sitio que lo había visto, en el escaparate de la galería, con la intención de turbar a los paseantes, sin sospechar que produciría un impacto simétrico al suyo, ganando un acólito más para el movimiento estético que empezaría a extenderse por todo el mundo y que él lideraría: tres años después, un joven tan inteligente como conflictivo, Yves Tanguy, se bajaría, también, impetuosamente, de un autobús,en el mismo sitio, a la puerta de la galería, para mirar de cerca tan curiosa como aparentemente insípida imagen y confirmar su decisión de hacerse pintor.

viernes, 2 de diciembre de 2011


SECUENCIAS
"Lo visible es criptófilo", dice Valente a propósito del pensamiento de Heráclito. Yo diría que lo genial en Heráclito, si se me permite la frivolidad del adjetivo, es el concepto de realidad como integridad pendiente de un desciframiento, el carácter profundo de la superficie, la insondabilidad de la manifestación física, la no escisión entre el mundo perceptible y el adonde nos lleva el análisis de nuestras percepciones. Ahí radica el aspecto paradójico que adopta su pensamiento. Para Bertrand Russell, Heráclito era el ejemplo más representativo del verdadero talante científico.
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Érase un hombre pegado a una cámara.
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La memoria no es el desván de los recuerdos. La memoria es activa.
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Un pensamiento con arrugas.
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Curioso que lo que mejor exprese estéticamente los procesos cósmicos sea la música electrónica. Lo más moderno vinculado a lo más milenario. Sin energía eléctrica, no hay música electrónica. Ha sido la evolución y la operación humana quien ha creado este vínculo, quien ha transformado una energía bruta de la naturaleza - la electricidad - en expresión estética de la naturaleza misma, en vehiculación "artificial" de una significación superior.
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Te soñaré mañana
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Lo oculto no puede nombrarse. Si dicen que en tal o cual sitio se ha aparecido La Virgen, deja de tener interés porque el misterio está resuelto. Ya sabemos quién se ha aparecido. Por lo tanto, pasemos a otra cosa, mariposa. Creo que jamás sabremos qué es lo que vieron los tres niños pastores de Fátima.
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La mitad de una sensación.
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Un cerebro hecho de láminas oxidadas.
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Umbrátiles persistencias.

CRECIENDO ENTRE IMPRESIONISTAS DIARIOS DE Julie Manet

Hay momentos en la historia de la cultura, episodios estilísticos o simplemente períodos en el ámbito de un siglo, que se revisten de un e...