martes, 16 de abril de 2024

VIDEO DE MIGUEL HERNÁNDEZ


 

Algo tarde me he enterado de la insólita noticia de la existencia de un video en el que aparece el poeta Miguel Hernández. El hecho lo daba a conocer Televisión Española y la curiosa ocasión en que el poeta pudo ser efímeramente registrado por las cámaras fue en Valencia, en el famoso congreso antifascista al que también asistió, entre otros intelectuales, Octavio Paz, que entonces conoció al poeta oriolano y nos dejó elocuente testimonio de ello.  Cuando he visionado la grabación he experimentado una sensación doble o dos sensaciones de carácter complejo en una. En primer lugar: cuando no existen imágenes grabadas o incluso fotografías de un autor famoso, a este lo imaginamos engastado en el espacio mítico de la historia, bien lejos del espacio gestual de la cotidianidad. Por ello cuando a tal autor lo podemos contemplar en un video descubierto por algún investigador o fruto súbito del azar,  la sensación es de incredulidad, como si a tal personaje no le correspondiese el mundo de todos los días sino el de la trascendencia pura. Al ver a Miguel Hernández moverse y sentarse en las escaleras del lugar donde se celebraba el congreso, remangándose los pantalones, aplaudir y prestar atención al discurso que se emitía apoyando el brazo, uno tiene que admitir que ese personaje fue también persona, persona común y que no evolucionó en atmosferas remotas de la narrativa histórica o poética sino que perteneció a la realidad.

La otra sensación es de índole más divagatoria pero que a mí me golpea con la misma intensidad y sorpresa que la primera. Tras ver no una mera imagen analógica del poeta sino al propio creador moviéndose, desmitificante y real, preciso y vivo, tengo la sospecha de que su ser existe en algún sitio del tiempo y del espacio. No se trata de una percepción mecánica, y desde luego no me refiero al testimonio de  los libros de historia ni inercialmente a la memoria como depósito estático de hechos. Esta serviría, en todo caso de plataforma para saltar desde ella hacia un punto transtemporal en el que imagino vivo y actuante al poeta. ¿Sería este punto la eternidad? No lo sé, habría que emprender la gran aventura de su definición. Yo sólo sé, sospecho, tengo la brumosa intuición tras ver a Miguel Hernández  extraordinariamente real, que su persona o espíritu pervive en algún lugar en el que quizá vayamos a encontrarnos todos.     

 

 

miércoles, 10 de abril de 2024

CARNE DIVINA

 

 

 

Creemos que es fácil citar, nombrar un cuerpo a través, ni más ni menos, que del propio término “cuerpo”. Pero este vocablo es demasiado crudo y somero, engañosamente inmediato. Pareciera que cuerpo fuese un contorno duro que deviniese en el espacio hacia nosotros o hacia otros limites espacio-temporales. Cuerpo no tiene nombre propio ni apellidos y es ahí donde y cuando el anonimato forzoso nos arrebata una identidad, clave para la activación definitiva de nuestros sentidos y de nuestra capacidad emotiva.

Si amo un cuerpo, amo una forma en su descenso inercial, una geometría blanda, un nudo harmonizante de miembros pero cautivo del vacío que lo lanza multidireccionalmente a mi mirada o a la recepción de los otros.

Al cuerpo le hace falta un rostro: sin rostro el cuerpo es carnalidad errabunda, acicate animal, vibración sorda en la estancia del reconocimiento anímico del sujeto pensante y amante.

Los cuerpos avanzan, desfilan, se suceden, pero no sé hasta qué punto solicitan fuera de esa pasarela de abstracciones motoras, una comunicación dignificadora. El cuerpo devenido persona ha transitado por el vacío de las nominaciones errantes, y ha aterrizado frente a una mirada, frente a otro rostro que le ha bautizado con sólo percibirlo. Lo ha bautizado no con un nombre propio sino con la propia percepción: ha requerido un rostro para que emergiera de la sombra envolvente y propiciara el mínimo encuentro verbal que inicia a su vez la comunicación indispensable.

Un cuerpo con rostro ha recuperado la humanidad, el color de la vida certera, el abrazo cognoscitivo y sensorial. Esta hermosura que me vuelve loco, esta carne indescifrable al mostrarme su rostro se entrega de verdad a mí.    

miércoles, 3 de abril de 2024

AGENDA DE OBSERVACIONES POETIFORMES




 

Lecturas revitalizantes de Dylan Thomas. Me encantan sus imágenes retorcidas, de índole proteico-órficas. Se trata de una suerte de surrealismo épico, telúrico, local, que estalla en una fuente  imaginativa que confirma el poder luminoso de lo verbal. Sentir de nuevo el poder de la poesía, de su especificidad lingüística y representacional, sentir la poesía como un latigazo de vida.

 

 

Es poeta quien aplica un poder calificador al universo, quien descubre lo que algo significa, quien localiza dónde se encuentra el signo. Es poeta quien disfruta de un modo natural su vocación de semiólogo o hermeneuta irrigando con ello sus creaciones poéticas.

 

 

 

Leyendo a través del diario de Julie Manet la vida provinciana de Mallarmé durante las vacaciones de verano: paseos a orillas del río, pequeñas excursiones, sesteos bajo los árboles, breves recorridos por el Sena en su barquichuelo… Encantador.  Ahora bien, con la llegada del invierno, el poeta retoma la iniciativa con sus reuniones exquisitas de los martes. Ese carácter dulce y tranquilamente aristocrático del poeta.

 

 

Disentir de sí mismo pero  sin contradecirse, precisamente.

 

 

Pienso en la suerte un poco extraña de Joan Fuster. Se trata de una figura que, teniendo en cuenta su inteligente obra ensayística, no se me presenta de frente para poder aceptarla e integrarla en mi orbe literario, debido, precisamente, a la lengua con la escribió la mayoría de sus libros. Hoy su discurso nacionalista se me antoja una antigualla, sólo igual al de los separatistas actuales, es decir, triste, mezquino y anacrónico. Fuster se excitaba defendiendo su lingua y ello lo justificaba, claro está, el contexto franquista del momento. Pero el escritor tuvo la suerte de ver recompensada su obra en ámbitos menos estrechos que los meramente nacionalistas. Dice Kundera que si Kafka hubiera escrito su obra en checo en vez de alemán, no conoceríamos ni su figura ni su persona. En Fuster lo que me molesta es que no se sentara hermano de los grandes escritores en español de la península o del espacio latinoamericano. De este último sólo nombra a Borges y no sé hasta qué punto el Borges que él conociera es el Borges universal que hoy conoce todo el mundo.

 



 

Me fascina Jhon Ashbery. ¿Se puede saber qué demonios quieren decir sus poemas, qué son? Cómo es que alcanzó tanta fama con estos grumos verbales sobre cualquier cosa y nada. ¿El equívoco se encuentra en la traducción, en la fenomenología, en el rastreo más o menos azaroso de la inmanencia?

 

 

 

Leyendo una selección de textos de Plinio El  Viejo. Cómo sorprende siempre leer a los clásicos greco-latinos. Uno descubre, no que estuvieran sino que están a la vanguardia de todo. El tiempo, de pronto, multiplica sus dimensiones y ámbitos. Cuestiones que creíamos ser los primeros en dirimir y cuestionar ya estaban presentes en las bocas de estos filósofos. Nuestra originalidad es más ocasional que conceptual, tecnológica que originaria. De casi todo lo que ha ocurrido tienen ellos noticia o experiencia. Demuestran lo antiguas que son prácticas o tradiciones que suponíamos nuestras. Consultando a los antiguos nos apercibimos, simultáneamente,  de lo antigua y corta que es la historia, de la adolescente vejez del tiempo.

 

 

 

El aforista, el poeta sale al espacio exterior con su cuaderno de campo a detectar en los pliegues de todo acontecimiento señales vibrátiles de galaxias prensadas de signos.

 

 

El novelista, pensador o poeta que consignó por escrito las incidencias varias de su experiencia lo hizo gratuitamente y nos legó con ello un tesoro para descifrar tanto el progreso de los tiempos como las características de la naturaleza de que se compone  la aventura humana. Yo puedo tener en cuenta lo que el artista nos ha dejado, olvidarlo o someterlo a análisis,  para contrastarlo con la índole de mis propias experiencias. La libertad con que se ha vivido con intensidad lo que se haya vivido, determina el que yo tome como referencia tales textos a modo de punto de salida de todo lo que esté dispuesto a vivir de ahora en adelante.  Eso es lo que me fascina: lo que un artista del pensamiento o la palabra vivió, fue algo, en definitiva, azaroso. Pero su calidad ética o estética será ejemplar si en mi análisis considero lo descubierto por ellos como un valor.  

 



Hablan de Charles Baudelaire por la radio en un programa musical y como si fuera un crío me entran unas ganas tremendas de volver a leerlo, de terminar de disfrutar los ensayos que todavía me quedaron pendientes. Baudelaire es el poeta de la modernidad por excelencia. Su obra es una apasionada y rabiosa protesta contra todo lo que de mediocre y  empobrecedor tiene la vida. Todos los aspectos más esclavizadoramente existenciales de la vida, lo cruel, lo lúgubre, lo grotesco que atraviesan el transcurso de la vida urbana son los crudos escenarios con los que Baudelaire compone la danza macabra de sus poemas. El poeta es pues quien conoce estética y moralmente los aspectos exquisitos de la belleza y quien declara la guerra a las condiciones que mancillan y destruyen tales aspectos. Es por ello que el poeta, es decir, El Poeta, por antonomasia, se nos revela no como aquel que expele un juicio sobre el mundo o diseña un análisis cognitivo sobre sus límites sino como el sensor privilegiado que nos indica la excelencia soberana que somos y que  nos pertenece.

 

 

Parece que el cuerpo, al sumirse en un placer intenso, acabe depositándose en el plácido lecho del sueño tras el delicioso lance de que se trate. Considérese la dulcedumbre de después del orgasmo o el resultado final del consumo de sustancias en una sesión. Y tengamos en cuenta la vinculación simbólica entre el sueño y la muerte, entre el descanso que exige una vida de trabajo y el descanso final del alma…. ¿Dónde está la verdadera paz: en la adecuada y feliz convivencia con el prójimo o en el descanso eterno que supone la muerte?

 

 

 Comparación - confrontación de poéticas. Antonio Colinas frente a Chantal Mallard. Para la poeta hispano-belga, los poemas de Antonio Colinas le parecerían demasiado directos y por ello quizá algo falsarios en cuanto a la idoneidad poética del mensaje. Para Colinas, la deriva investigativa de los poemas de Maillard, podría resultar prescindible, incluso frívola al olvidar la centralidad experiencial de la poesía. Para Colinas, el lenguaje de que disponemos es expresivamente suficiente, no hay que sumirse en derroteros experimentales. Lo que precisa decirse puede ser dicho con los medios que disponemos. Para Maillard, algunos poemas de Colinas podrían pasar por ineficientes en tanto que no tendrían el desasosiego de buscar, de ubicar el visor desde el cual adquirir una perspectiva única sobre lo que se desea decir. Maillard piensa que hay que afinar más ese visor para que la naturaleza del objeto nos revele su singularidad absoluta, sus derivas. Colinas piensa que el misterio de la  experiencia no huye de su decirse sino que nos reta directamente a que lo nombremos con las palabras suficientes, entendiendo que esta inopinada confrontación puede ser comunicada a través de la elección de las palabras adecuadas y con la mayor y más equívoca transparencia.

 



Estoy leyendo en la exquisita editorial Confluencias un librico sobre el pintor Cezanne. Se trata de un pequeño volumen que recoge testimonios varios de personas de la época que conocieron o frecuentaron al artista francés. Uno de los textos recogidos expone cómo el autor del mismo visita al artista en su casa y tras comprobar que no se encuentra allí, lo ve venir de lejos alrededor del mediodía. El pintor venía de un pueblo cercano donde había estado pintando al aire libre. Al acabar su jornada, regresaba a su hogar para comer. El texto no es ninguna obra maestra de la literatura, pero la concretez, la sencillez con que describe el aspecto pintoresco de Cezanne cargado de lienzos, paños, caja de pinturas y demás trastos, cómo caía el sol sobre la hiedra en el callejón donde estableció contacto con el pintor, la luminosidad que reflejaba la fachada de la casa del pintor, todo ello al leerlo sin más profundidades, el efecto que me produjo fue casi alucinógeno. No era sólo el impacto de la curiosa figura del bohemio pintor acercándose bajo las frondosas enramadas bañadas por el sol,   sino la metamorfosis que las cosas adquieren a través del irremediable filtro del tiempo. Observaba, en definitiva, el carácter cada vez menos material que adquieren los pasajes entrañables que evocamos del pasado, un pasado quizá algo idealizado pero no por ello menos numinoso. El sol, el personaje extraordinario del artista, el ambiente amable y vegetal del entorno, la dedicación a la belleza en un lugar lleno de ella, este conjunto de aspectos que se produjeron una deliciosa mañana a finales del siglo XIX,  se me representaba en la mente en toda su naturalidad, en toda la magia de su realidad. Pensé que el pasado es recuperable y del modo más sencillo. Y al mismo tiempo me fascinaba oscuramente porque esas escenas pertenecían a unas coordenadas, a un ambiente que ya no existe, o que existe sólo en ese emplazamiento etéreo  llamado pasado. El pasado por ser pasado, ya no es algo material ni meramente actual, y se convierte en sustancia simbólica, en memoria pura. Esto implica una reflexión: si el pasado ha dejado de ser constancia matérica, si ya entonces, cuando el pasado ocurrió, puedo arriesgarme a pensar que, poco después, tampoco era en ese momento, meramente, suceso material,  qué ocurre con los protagonistas humanos de esa desleída narrativa de hechos inalcanzables.  

 


jueves, 28 de marzo de 2024



 

LOS ARCHIVOS DE MARÍA MANZANERA

LOS MUNDOS FOTOGRÁFICOS CON LOS QUE UNO HA SOÑADO Y  OTROS HAN REALIZADO.

 

Sábado, 23 de marzo. 2024

La exposición fotográfica de María Manzanera en la sala de exposiciones del museo arqueológico de Murcia era el único motivo que me había estimulado para vencer los venenos de la pereza un sábado sin otra gracia   que la de ser sábado, y emergiendo, literalmente de mi cuerpo y de la inercia pura, arreglarme y largarme a Murcia.

Algo de las energías primaverales se sumaban a mi interés por cosa tan concreta como la exposición fotográfica, efectuando una pequeña alquimia lo suficientemente poderosa y eficaz en los márgenes de mi mente como para que decidiera salir de Orihuela, y me impulsara físicamente a atravesar los itinerarios de siempre, tantas veces atravesados y practicados, - andenes, llegada a la estación, salida de la estación, búsqueda del objetivo al otro lado del puente de los Peligros -  y con la ayuda final de un taxi, me ubicara en las inmediaciones del inmueble. Los espacios que se han recorrido muchas veces bajo un ánimo no precisamente propicio, pueden renovarse en la imaginación con la presencia siempre nueva del sol, aunque no por ello el recuerdo de tal espacio deje de impregnarse de tristeza y el merodeo por sus inmediaciones no se  experimente como una herida o una pequeña llaga velada.  

Como digo, esta tarde de sábado, la primavera, tal cual, me beneficiaba y logró que alcanzara sin mucho desaliño interior, el destino que me había autoprogramado. A estas alturas de la película de mi vida, con, inverosímilmente, 61 años recién cumplidos, resultaba sorpresivo que deseara hallar de nuevo la magia de los sábados intacta en la tarde del existir.

Subí en ascensor, tras la invitación  del personal del museo, a quien, previamente había preguntado sobre la existencia de la exposición. Pregunta puramente estratégica, pues  conociendo perfectamente las fechas de la exposición, todavía no me atrevo a entrar al museo y subir directamente al piso primero, ignorando a los encargados que suelen encontrarse en la mesa  de la entrada. Miedos neurótico-infantiles a la autoridad.

Afortunadamente, la magia pronto se produjo cuando al abrirse la puerta del ascensor - era la primera vez que lo usaba - vi el cartel publicitario y entré en la sala.

De inmediato, una percepción de lo mullido de la moqueta y de las paredes, de la ubicación propia de los objetos y del propio silencio me integraron a otra percepción más compleja y menos sensorial. Era como si el telón de un escenario se hubiera descorrido límpidamente y lo albergado en la profundidad amable, se me ofreciera con total franqueza a la observación y al goce.



A groso modo, la exposición está constituida por fotografías de la autoría de Manzanera junto a otras antiguas de su propiedad, y de instrumentos y aparatos decimonónicos destinados a visualizar tanto fotografías como imágenes en movimiento, los precedentes históricos, en definitiva, del cine.

En las vitrinas, generalmente, se encontraban estos objetos procedentes de la tecnología del momento. Junto a ellos se hallaban pequeños álbumes fotográficos de fines del XIX que parecían más bien apretados breviarios o libros de oraciones; también, fotografías montadas sobre cartones con marcos recortados; placas fotográficas de cristal, linternas mágicas, minúsculos y minuciosos daguerrotipos, etc..

Las imágenes antiguas ofrecían una característica que entregada al análisis hace surtir un efecto paradójico: la espectralidad con que el tiempo bañaba tales retratos es simultánea a la percepción de la nitidez ocasional, curiosamente,  de alguna de estas imágenes. El que los daguerrotipos fueran de tan pequeño tamaño parece corresponderse con el temor de las propias imágenes a encontrarse con la luz total del futuro, como si perdieran algo de su delicado encanto enfrentándose a nuestras miradas.  

Siempre he considerado la fotografía como un arte sofisticado, esa capacidad de integrar en lo instantáneo la impronta del tiempo a través de una gestualidad, de una concatenación de objetos, de lo fugitivamente anecdótico, de la surrealidad que ofrece súbitamente la realidad.

Frente a esta consideración conceptual, los instrumentos antiguos para captar imágenes se revisten de ese encanto de lo chocante o pintoresco de su aparataje. Apenas tuve delante, en la primera vitrina con la que me topé, ejemplos de tales instrumentos, se abrió la percepción por lo fantástico.

Pero el placer por la observación del instrumental vino a eclipsarse por las impresiones que vendrían inmediatamente a continuación. Apenas hube dado un par de pasos, dejando atrás las primeras fascinaciones por los medios históricos que permitieron registrar el tiempo a través de imágenes fotográficas, me encontré con las fotos propiamente realizadas por la misma María Manzanera. Cuando advertí las fechas aproximadas de la serie de imágenes creadas y captadas en estudio por la autora, la cinta de contención se rompió y estalló la bomba del tiempo.

Las exposiciones de fotografía son para mí desde hace ya años una tentación para el goce más selecto y un secreto calvario como penoso reflejo en la biografía de lo que va ocurriendo y de pronto casi parece milenario. Cada vez que he visitado una, invariablemente al goce inmediato por las características de las imágenes, se añade el factor tiempo como intensificador o salsa alucinógena del conjunto gráfico que esté divisando. Y la causa de ello es tan simple como aniquiladora: es que el tiempo ha pasado, y yo no lo he vivido como debiera haberlo vivido.

La imagen fotográfica me comunica cómo acaba de ser el pasado, la imagen que veo es producto de una impresión del presente, pero como el presente se espectraliza al instante y sus límites son más que movedizos, dispersos en todo momento, el documento fotográfico me habla del carácter milenario del presente. Hay quizás que hacer un esfuerzo notable, quizá, puramente teórico,  para ver como indicio probable de la atemporalidad del ahora lo que pueda alojarse en la foto.   Por todo ello, uno de los placeres que obtengo de la contemplación fotográfica es este abandonarse a las voluptuosidades melancólicas de constatar el paso del tiempo en cualquier cosa u objeto, persona o espacio, acontecimiento o episodio. El tiempo se arremolina en gradaciones, en estratos, en un sinfín de imágenes que se suceden como fuente indelimitable de formas y situaciones. La foto es una impronta atómica del flujo constante de lo real que no tiene ni principio ni fin, una extracción singular de ese flujo por su carácter presuntamente representacional. La ontología probable de la imagen fotográfica residiría en la significación que tal imagen concreta parece portar, qué implica lo revelado en esa imagen que es un fotograma del film infinito de lo real. Independientemente de este análisis, debo confesar que el placer que se desprende de la observación fotográfica es un placer algo culpable: el tiempo que ejecuta las existencias, que cumplimenta el plazo de nuestras vidas, es el que configura la relación que es esta imagen fotográfica y cuya duración fue cero, pues sólo existe porque la configura la propia acción fotográfica.


Cuando me fijé en en los modelos que Manzanera usara en las fotos de los ochenta,  cuando un poco más delante, me topé con motivos fotográficos que a mí, igualmente, me habían fascinado desde siempre - el espacio urbano de Estados Unidos; los jardines y cafeterías, la magia poética  de París, - se agitó en mí un llanto agónico.



De nuevo me golpeó la escueta y temible realidad: yo tampoco estuve allí, en Manhattan, aunque hubiese soñado con semejante espacio durante las épocas en las que creía ser el fotógrafo más esquivo y raro del país con mi Voitglander a cuestas por las periferias de Alicante o Murcia; y esa terraza parisina bajo la lluvia, con las sillas y mesas bañadas en las burbujas del impacto de las gotas, imagen que me retrotrajo a las fúnebres escenas sexuales de la adolescencia.

De repente, aquello que nunca se produjo me retorció el alma con su nudo corredizo. Ante aquellas fotos, de repente, como pocas veces en otras ocasiones, sentí mi alma arrojada al absoluto no retórico de lo que pudo ser y no fue. Conjuntamente a un placer digamos, objetivo, por la imagen fotográfica como emblema bien definido, me impactaba una determinación de índole neurótico-mitológica que me arrojaba fuera del acontecimiento y de la vida misma. ¿Por qué, visitando Murcia desde hace treinta años,  no pude conocer en los ochenta a María Manzanera, convertirme en amigo suyo o, incluso, en su pareja y viajar haciendo fotografías por París, Manhattan, New York y ser feliz, y haber vivido la vida?

Y esa es la doliente clave que flotó en mis ensoñaciones de prófugo paseante, que tales fantasías se planteasen como un pasado ya concluido, irrecuperable.


Viendo aquellas fotos de Manzanera de gran formato, con vistas de París, de ciudades norteamericanas, incluso las relativas a la huerta, yo hacía ineludiblemente una lectura de cada uno de estos itinerarios como sueños estéticos de una profesionalidad irrealizada. Disfrutaba de aquellas fotografías pero al mismo tiempo la constatación a mi edad de no ser el protagonista creador de las mismas, darme cuenta cómo otra persona había hecho con limpieza y solvencia algo que yo solo era capaz de urdir en sueños, debido a mi inaccesibilidad normal a la realidad, me excluía de la vida, me sumía en una prisión de sombras contemporáneas de nada.

¿Era posible correr el riesgo de ser sólo un eterno amateur si la calidad de mis sueños, de mi búsqueda poética, me compensaban de todo asomo de frustración? Quería a toda costa en mi imaginación eludir el problema de que la fotografía, a pesar de todo, es una cuestión técnica. Yo quería ser un productor infuso de imágenes sin tener que pasar por la irritante obligación del aprendizaje técnico.

Lo curioso era constatar esto: comparto con la fotógrafa los motivos temáticos, los enclaves en los que ha trabajado, poseemos semejantes repertorios gráficos: el ensueño de París, el brío del espacio urbano estadounidense, la delicia entrañable de una huerta todavía real, sita en una geografía donde soñarla supone estar contemplándola.         

¿Cada vez que visite una exposición, sobre todo fotográfica, estoy condenado a sufrir este sino del gozador solitario que en el fondo pena por no haber dejado de ser sino  un mero y complicado aficionado?

Es cierto que de este desastre interior sólo obtengo una ventaja: de la ceniza nutritiva depositada laboriosamente por mis incapacidades prácticas y mis miedos puedo permitirme el lujo de hacer literatura.

Yo no realizo los episodios de mi vida: los sueño. Pero a última hora ese soñar lo que no tengo o no he realizado, no es ya una reacción de supervivencia sino como el mero reflejo de un hecho, un desprendimiento inercial, un salto automático consciente de su propia fantasmidad.  Es entonces cuando lo fatal se revela como irremediable. Con sesenta años no voy a convertirme en ese fotógrafo que he soñado ingenuamente ser como no sea que dé un giro total a mi situación, mi voluntad experimente una suerte de resurrección insólita y el tiempo que vertiginosamente he perdido en solo soñar lo empleé en trabajar y asumir un conocimiento técnico que siempre he evitado. Hoy es siempre todavía…   

De todos modos, la visita a la exposición de Manzanera no se convirtió en una experiencia odiosa o aniquilante. Todo lo contrario. Al final, la percepción de la belleza, del orden de un mundo captado a través del lenguaje fotográfico surgió vencedora y yo salí del museo transformado, bañado en vibrátil positividad, respirando vitalidad bajo los árboles de la avenida y mezclándome co gusto con la gente.

Somos testigos de mundos que son reales y que obedecen a nuestra voluntad simbolizante. Por medio del arte rescatamos del flujo informe, espacios, escenarios, pasajes. Y en tales enclaves cercamos la producción de un acontecimiento, de un significado: el poema, la imagen fotográfica Creo que todavía no sabemos qué es la significación, que las cosas tengan un significado, que porten una misión, una alusión a través de los mundos que van dispersándose y desapareciendo. Qué modo extraordinario de discriminar algo. Aunque, naturalmente, el arte es más que un mero significar.   

El resto de la exposición de Manzanera lo completaba una hilera de fotos experimentales: bodegones e ilusiones gráficas realizadas a través de técnicas inventadas por la autora. Manzanera describe en esta exposición un itinerario biográfico dividido en episodios en los que se nos muestran los descubrimientos, los progresos y resultados de un  arte singular que trasciende el documento y que resulta cabal en la vida de una persona y sus lances con el tiempo: el fotográfico.



jueves, 21 de marzo de 2024

LAS “NADERÍAS” DE LA MALA COMPRENSIÓN LECTORA

 




 Se insiste en que una de las necesidades más urgentes en el ámbito de la educación es corregir, solventar la falta de comprensión lectora.

Los políticos, los profesores se están refiriendo a algo tan  básico e  imprescindible, que su fallo en la actitud de los jóvenes vendría a suponer, además de la ignorancia de todo mensaje o contenido de obras escritas en todo género, un distanciamiento de la calidad crítica europea, un suicida distanciamiento de nuestro linaje conceptual y cultural.     

 

No es, pues, ninguna nadería lo que se pretende corregir: la comprensión lectora se deriva del trato, a través de la lectura, con los textos de toda índole y de   su adecuada recepción conceptual.

Me atrevería a decir que tener una deficiente comprensión lectora implica no poder acceder con plenitud a los códigos reales de la cultura. Y esto significa no saber dónde está uno en la organización del conocimiento, no reconocer lo que son nuestros referentes.

Cualquier habilidad es ya un manejo resolutivo en el múltiple devenir social y cultural. La comprensión lectora suma a nuestras habilidades prácticas, su engaste en un mensaje general: el del orbe cultural europeo al que pertenecemos.

Tener una mala comprensión lectora denota nuestro distanciamiento del mundo del símbolo, de los mitos, de la herencia de los poetas, de la literatura en general, del arte, también.

Tener una mala comprensión lectora implica no saber habérselas con la horda de mensajes que constituyen nuestra sociedad, no atrevernos a descifrar el gran mensaje que es en sí toda la gran obra cultural de nuestro país o continente.

No tener buena comprensión lectora es sustraernos a las delicias del placer del análisis intelectual, quedarse a los bordes o fuera de la incursión en el acontecer estético de toda obra literaria, plástica o musical, incluso.

Tener una mala comprensión lectora, pues, no es una nadería, o una obsesión de profesores ante el estado disperso de las humanidades. Significa, en último término,  autoexcluirse de la extraordinaria tradición cultural de Occidente, o colocarse ante la misma como un extraño.

Tener una mala comprensión lectora es preferir la ignorancia, la cuasi indigencia lingüística ante la riqueza que soberbia y soberanamente nos pertenece y nos identifica.


lunes, 18 de marzo de 2024

CRECIENDO ENTRE IMPRESIONISTAS DIARIOS DE Julie Manet




Hay momentos en la historia de la cultura, episodios estilísticos o simplemente períodos en el ámbito de un siglo, que se revisten de un encanto singular, precisamente por estar relacionados con los instantes más significativos de una tendencia artística en cualquiera de sus expresiones, y que debido a esa circunstancia y a ese encanto específico se convierten en referentes de nuestros gustos,  de nuestra memoria más sensible, incluso en lugares de ensueño de nuestra historia íntima.

Esto me ha ocurrido con la Generación del 98, con el romanticsmo de un Bécquer, con las primeras décadas del siglo XX y el florecimiento espectacular de las vanguardias y también con la Francia finisecular, simbolista e impresionista. En el momento histórico de cualquiera de estos ejemplos me hubiera gustado vivir, haber sido contemporáneo de Unamuno, de Picasso, de Satie.

El libro que coloco con delicadeza en el visor de este blog es un testimonio oriundo de uno de estos confines soberbios del arte y del pensamiento occidentales.  Julie Manet, la hija del famoso pintor Manet, llevó un diario entre los años 189 y 189…, y empezó a redactarlo con 14 años.

Rodeada de artistas y poetas, la hija del pintor tuvo la suerte de no sólo venir al mundo en uno de los momentos más propicios del arte moderno, sino de hacerlo en el ámbito familiar de alguno de los protagonistas de tal acontecer.

Este detalle determina el tipo de producto que es este diario teniendo en cuenta la edad de la escribiente y el espacio -tiempo en que se desarrollan sus vivencias.

La Francia de la Belle Epoque que acuñó el material vivo de la obra de Proust, la Francia de las últimas décadas del XIX, que fue la cuna del simbolismo literario y amparo de una sensibilidad generadora de pintores novedosos y experimentales, conforma entre mis preferencias un universo delicioso y ensoñador. La especificidad francesa en estos tiempos consiste en esta suma de delicadezas que se han concretado en obras tan únicas como la musical de un Debussy o la poética de un Mallarmé. El impresionismo musical y el simbolismo literario parten y se consuman en los mundos inaugurados por estos dos maestros.

Precisamente uno de ellos, el sacerdote oscuro de la palabra, Mallarmé, será uno de los vecinos con quien Julie Manet saldrá a pasear, tomará el café y departirá anécdotas junto con el resto de familiares. El diario de la hija del pintor consta de todo esto, de este vivir que se me antoja paradisíaco por todos los aspectos que reúne: por la presencia constante de la naturaleza que envuelve con su frondosidad, por esa convivencia diaria con sensibilidades artísticas, y sobre todo por la pureza de quien escribe, una adolescente.

Lo que Julie anota son paseos luminosos entre flores y mariposas, jornadas de pintura durante el verano al aire libre, meriendas a orillas del Sena, excursiones a grutas de cuevas y rincones del bosque todavía no visitados, viajes en pequeños barcos,  poéticos visionamientos de la luna reflejándose en los surcos movedizos del agua del río…

La limpieza y franqueza con que Julie escribe constata el encanto tanto de la experiencia como del espacio en que ese vivir entrañable se  sucede, puesto que  tal espacio se reviste de significación al ser la demarcación vital de unas existencias cuya imaginación inauguró mundos en el universo artístico y literario universales.

Leo las precisas y candorosas notas de Julie con sana envidia: se constituyen  en las transparentes confesiones de una privilegiada, de la integrante natural de una comunidad de sensibilidades que con esa naturalidad  abrieron un capítulo determinante en la pintura y poesía modernas.

Como decía Barthes en su libro La cámara lúcida, al contemplar las desvencijadas ruinas de un convento español en una foto antigua: es que me gustaría vivir ahí. Pues del mismo modo ese conjunto de luces formando estampados en la hierba y en los lienzos de los pintores junto al Sena, ese perderse entre los altos juncos, la casa de Mallarmé junto al río, esos días de verano dedicados a nada, a hacer acuarelas y a gozar, todo este conjunto de motivos que Julie Manet nos describe con justeza me hacen soñar: soñar con viajar al pasado para dedicarme a evolucionar por sus deliciosos confines de brezos y óleos.   

 

VIDEO DE MIGUEL HERNÁNDEZ

  Algo tarde me he enterado de la insólita noticia de la existencia de un video en el que aparece el poeta Miguel Hernández . El hecho lo ...