Leyendo a Ortega y Gasset, me he encontrado con
un par de pasajes que he convertido en motivos autopunitivos o que se me han
revelado como tales teniendo en cuenta las circunstancias íntimas en las que me
encuentro. En un artículo sobre las figuras peculiares de Judit y Salomé, Ortega
define el modo elemental de proceder ante la realidad de mujeres y hombres. La
mujer prefiere hallar lo imaginativo entre las cosas reales mientras que el
hombre funciona al contrario: encuentra lo sorpresivo, lo infrecuente a través
de la operación previa de la ensoñación. Para
el varón lo deseable suele ser una
imaginación creativa, previa a la realidad, dice Ortega.
Según el filósofo la
mujer tiende a fantasear menos porque se adapta con mayor facilidad a los
imperativos de la realidad: asume las condiciones que la vida le impone. El
hombre se rebela contra esas condiciones y elabora teorías para interpretar la
realidad, es decir, para librarse de sus aspectos impositivos. Teniendo en cuenta
que la división o diferencia entre tales procederes ha cambiado
considerablemente, igualándose o tendiendo hacia un paralelismo legítimo, sí
hemos de admitir que hay un componente específico en la estrategia masculina que
remarca desde un ángulo impostergable su conformación organizativa: la
ensoñación erótica.
La mujer es el objeto
preferido, cuasi obsesivo de la fantasía masculina, yo diría, universal, previa
al conocimiento y relación concreta con
la misma. La mitología, la literatura, el conjunto de las artes plásticas o
visuales, leyendas, etcétera, han encumbrado a la mujer metamorfoseándola en
ángel o demonio, convirtiéndola en la criatura más perturbadora de la creación.
Qué bien se amolda esta
pasión imaginativa a los ideales románticos, al objeto de adoración de la
poesía cortés de los trovadores. Nietzsche asemejaba la mujer al carácter
caprichoso de un niño, a una criatura imprevisible y salvaje.
Todos estos pensamientos
iban emergiendo al leer este pasaje
concreto del texto de Ortega mientras se deslizaba una acusación dirigida
contra mí mismo que me angustiaba: cómo me encontraba yo al respecto no sólo referido
a mi visión de la mujer sino a mi interpretación de la realidad. Exponer aquí
un análisis somero de la cuestión implicaría una incursión vergonzante en la
construcción caótica de mi personalidad y persona. Mi estancamiento en la
ensoñación se convirtió en destino, en práctica escritural, en recepción
compensatoria: al final solo he sabido soñar. El sueño que en el ideal
romántico sustituía a la siempre grosera realidad, ha sido en mí el vuelo
fascinador con el que he evitado el trato con la realidad. La poesía se
convirtió en el modo de trascender legítimamente lo que se había convertido en
una tendencia patológica.
Y a estas patéticas
alturas, tras tantos años de aislamiento, he renunciado a la realidad, creyendo
que ninguna cosa va a presentárseme con la misma plenitud con que la sueño,
cuando resulta que es al revés: soñar de verdad es incluir a la realidad en tu
deseo, saber contemplarla como una plataforma continua de novedad y entusiasmo,
habitarla con tu imaginación encendida.
Otras observaciones de
Ortega que me removieron la firmeza de ciertas fantasías más que que ideales, las
encontré en el trabajo Fraseología y sinceridad. En este
texto Ortega destaca que muchos de los episodios que han articulado la historia
cultural moderna de Europa se han apoyado en la construcción de consignas, de
motivos prefabricados, de frases. Por un lado esta construcción de frases, es
decir, de formulaciones que sintetizaban con aparente lucidez la convergencia
de los distintos momentos vitales de un hecho complejo, obedecían a una
intención civilizatoria, pero por el otro corrían el riesgo, ante la
imprevisibilidad de lo real, de convertirse en meros registros lingüísticos.
La frase que define con
concisión y brillantez el empleo de un concepto, puede funcionar en el momento
de su comunicación pero evidentemente, también se muestra vulnerable en cuanto
que, como frase se presenta autosuficiente en el cosmos abstracto de
significados que alimenta o suscita al margen del acontecer, de las
anfractuosidades de la realidad. Es entonces que la frase se reduce a su
naturaleza puramente verbal y se vuelve inoperativa, contraria, posiblemente, a
la evidencia.
Curiosamente Barthes también dijo en un artículo que
la sociedad solo utiliza frases para presumiblemente, entenderse.
Yo que sacralizo en mi intimidad el lenguaje y sus productos divinos, que amo los laberintos de la filosofía y las transmigraciones especulativas de la palabra, pensé, al leer las propias palabras de Ortega, en la catastrófica riada ocurrida hace tan solo un mes y pico aquí, en la Comunidad Valenciana y me dije: qué valen las preciosidades verbales ante los efectos mortales de estas inundaciones. No puedo conjurarlos, de momento, no puedo parar el avance del agua y del lodo con el poder sacral del verbo, y lo único que se puede hacer es ayudar a la gente como mejor se pueda. Podré escribir un poema después, dedicado a las víctimas, algún tipo de texto conmemorativo, pero lo que ha ocurrido en el espacio de lo real no requiere, en principio, de artes compositivas, sino de reacción inmediata y ayuda efectiva.
La realidad, fuente de acontecimientos imprevisibles, nos pone a prueba.
No digo que sea total y objetivamente justa la relación que establezco entre lo dicho por Ortega y mi propia observación, sino que me vino a la cabeza motivada por un deseo personal algo morboso de autoinculpación.
En el caso primero, la
fascinación por la figura de la mujer puede hacerla invisible ante nosotros por
la cantidad de ensoñaciones que nos la ocultan y la distancian de una comunicación
sincera. En este segundo caso, es la realidad misma accidentada
catastróficamente, la que retuerce nuestra tranquila observación e
interpretación de la misma.