lunes, 25 de enero de 2021

MIGUEL HERNÁNDEZ, “ESFORZADO CIUDADANO Y POETA MEDIOCRE”, SEGÚN JOSÉ MARÍA ÁLVAREZ



Hojeando Los decorados del olvido de José María Álvarez, en las páginas en que critica la inexistencia de una literatura específicamente murciana, me encuentro con que tilda a  Miguel Hernández de “esforzado ciudadano y poeta mediocre”, es decir, intenta equilibrar la mala calidad literaria, según él, de Hernández,  considerando su compromiso político. Quizá hubiera sido más catastrófico decirlo al revés: entonces, al priorizar lo que le pareciera la obra del poeta, su juicio hubiera sido aplastante: Hernández, sin discusión, es un mal poeta pero un ciudadano comprometido. Seré más sutil que mi peripuesto tocayo. Por regla general, cuando, en el ámbito literario o artístico, alguien denomina a otro como mediocre, es con la intención de achicar su fama o de humillarlo ante el concepto pretendidamente superior que del arte o de la literatura tiene el que lanza la pulla. Esto lo he comprobado en bastantes casos y este ejemplifica lo que pienso. Álvarez pretende dejar allá abajo a Hernández con una mención casi de pasada en su libro autobiográfico. A mí lo que me parece curioso es que Álvarez, que tiene un concepto elitista del Arte, y que él mismo es poeta, presente un gran conocimiento de la poesía pero no de la experiencia  y del hecho poéticos. Su elitismo me parece en este punto, torpe y parcial. Y se supone que quien se cree muy exquisito tiene que ofrecer una comprensión especial de las circunstancias que rodean a la obra artística o literaria, en la defensa de la belleza. Miguel Hernández creó belleza y fue voz del pueblo. Álvarez es posible que cumpla con la primera cuestión, dudo bastante que haya conseguido lo segundo. Combativamente, yo podría decir: el culturalismo que practica Álvarez, si lo comparamos con la relevancia histórica de una figura como la de Hernández, es tornasolada cáscara que se lleva el viento. Me molesta enfrentar poéticas, creo que es estúpido a estas alturas de la película. A mí me gusta la obra de Álvarez pero me sorprende su desdén clasista y encima, con un personaje de la entereza moral y lírica de Hernández.   

No pretendo que a Álvarez le guste la obra de Hernández. Seamos más lógicos, pues. Cómo puede un poeta “mediocre” como Hernández, levantar admiración en un poeta como René Char  No creo que  el  poeta francés, que estuvo en la lista de los nobel, le parezca a Álvarez un sujeto poco inteligente. Hace algunos años recibimos una misiva de Char en la redacción de la revista literaria que sacábamos, Empireuma. En la breve carta, René Char, nos hablaba de la admiración que sentía por la obra de Hernández y por su coherencia y compromiso. Me parece que Álvarez tiene un concepto demasiado formal de la poesía o que sólo es admisible para él, la alta cultura, cuando en el universo expresivo no hay, finalmente,  jerarquías, o al menos no las hay que produzcan exclusión automática entre sus protagonistas, es decir, entre los autores, sus vidas y sus obras.

viernes, 22 de enero de 2021

FLORILEGIO




Todas las máquinas están solteras

Jean Baudrillard



Los Sistemas no tienen destinatario

María Zambrano



El estilo del deseo es la eternidad

Jorge Luis Borges



Quien sueña está solo.

Pascal Quignard



La filosofía surge al ocaso de la civilización griega. La poesía es auroral como la alondra.

Ignacio Gómez de Liaño



El derecho a afirmarse prodigioso

René Char



Es el erotismo lo que constituye la Civilización

José María Álvarez



El primer paso de la sabiduría es quejarse de todo.

El último: conformarse con todo.

Lichtenberg



En el esplendor de los Textos, el que designa las encarnaciones del Verbo y los símbolos comentarios de las postrimerías, tenía que ser el que aclarase el anillo que une lo visible con lo invisible.

José Lezama Lima



El acto de pensar es un acto de seducción

Macrobio Magister



El orden del mundo es como un orden sintagmático

Macrobio Magister


miércoles, 20 de enero de 2021

INCIDENCIAS FUGITIVAS



No es que la memoria fabule o mienta sino que da forma y unicidad a los recuerdos.


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Cómo han muerto personajes ilustres de las artes y el pensamiento. ¿Se puede hacer una lectura de las mismas, poseen algún tipo de significación especial? El poeta Jhon Keats muere tuberculoso sin haber llegado a los treinta. Percy Shelley, muere ahogado, también muy joven. La muerte por  accidente en los grandes poetas jóvenes ¿indica cierta impaciencia en la divinidad por traerlos a su seno? Irremediablemente, Mariano José de Larra, se pega un tiro. No puede haber una muerte más sumida en el aura de lo fascinador que el suicidio romántico. El fino semiólogo Roland Barthes, entregado toda su vida al análisis exquisito de los signos, es atropellado por una camioneta de ropa sucia. Una muerte cargada de contenido prosaico y vulgar. Qué paradoja. ¿Y el monje trapense y brillante escritor Thomas Merton, maestro espiritual de Ernesto Cardenal? Va a tomar un baño y un ventilador cercano, cae al agua, electrocutándolo. Es como si Dios lo arrebatase de la tierra y se lo llevara consigo.



Tengo puesta la radio y están emitiendo fragmentos de óperas. Dan unos minutos de una obra que no conocía de Puccini. La música es sorprendentemente dramática y agitada, en contraste con lo que conocía del compositor italiano. La ópera que llega y concluye a principios del siglo XX, es lo último que el arte europeo ha producido de verdaderamente sublime. Después, todo se tornará definitivamente violento y el arte se especializará en una estética de la fealdad y de lo grotesco. Qué cerca, qué próximos y, al mismo tiempo, qué distantes, las grandes bellezas de las últimas operas clásicas y la eclosión de las vanguardias, con su experimentalismo infinito y explosivo. ¿Qué ha pasado ahí, en esa brecha sutil entre un hacer del arte y otro?

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Llevando las mascarillas ya sé qué sienten las mujeres musulmanas tras sus velos: cierta seguridad y protección asediados por el ahogo.


En las primeras líneas de su Historia de la eternidad, Borges ya deja claro la incompatibilidad que existe entre la eternidad y el tiempo, es decir, el error de emplear la primera para explicar el segundo. El tiempo es una urgencia real, la regularidad que implica la sucesión de los días; la eternidad es un concepto elaborado por los hombres. No sirve, en principio, para explicar el misterio del tiempo. Aunque me temo que son, precisamente, las respuestas imaginarias y simbólicas, las únicas probables que puedan  responder a los grandes interrogantes.

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En su Historia..., Borges dice, significativamente, que el tiempo precede a la eternidad, ya que esta última es, como se ha dicho, invento o sueño del hombre. Pero entonces el tiempo casi devendría un problema menor, es decir, meramente físico, y le correspondería a la física teórica calcular su origen, mientras que la eternidad se vincularía a la metafísica, a la filosofía compleja al tratar sobre el  destino trascendente del hombre, poniéndose, sorpresivamente,  por encima del tiempo que presuntamente le precedía. 

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Sobrevolando el marasmo teórico sobre el tema, supongo que la eternidad debe suponer  más un modo de vivir y ser que un lugar, aunque, en definitiva, sea complicado dividir ambas cosas, espacio y tiempo.



martes, 19 de enero de 2021

ORIHUELA, ORIOLA, AURARIOLA.



Suele decirse que no valoramos lo propio, que, incluso, tendemos a despreciarlo. Viciosas asunciones de estereotipos, reacciones inerciales  nos llevan a ser poco originales a la hora de valorar nuestros entornos inmediatos y su historia. Miguel Ruiz, ha vencido toda pereza y prejuicio, y gracias a las debidas consultas documentales  e incursiones bibliográficas, nos ofrece en este libro, Orihuela: literatura y patrimonio, una animada imagen de la ciudad como lugar de paso u objetivo de interés expreso de estudiosos, excursionistas, escritores o científicos.

Es una banalidad afirmar que, bien examinado, todo rincón geográfico se puede convertir en fugaz encrucijada de nombres y personajes más o menos relevantes. Pero no podemos negar que es motivo de entusiasmo comprobar cómo la historia nos revela que la ciudad en la que vivimos ha ofrecido grados de notable implicación cultural ya sea como lugar de nacimiento de autores importantes o como punto de peregrinaje de otros personajes, estos,  internacionales.

Miguel Ruiz en una nutrida serie de artículos, publicados previamente en prensa, nos muestra el balance de viajeros que pasaron y visitaron la ciudad, en los últimos siete siglos. La lista de nombres resulta curiosa, sorprendente, en algún caso, y nos hace recordar, a propósito de tal concurrencia de nombres,  que por algo Orihuela fue la capital de Levante.

Azorín, Washington Irving, Ciro Bayo, Gabriel Miró, Christian Andersen, Don Juan Manuel, Lasage, José Cornide o John Talbot, son algunos de los nombres de personas ilustres que de alguna manera, o bien por casualidad, o bien, intencionadamente, se dejaron ver en la ciudad,  habitaron en ella o la visitaron, publicando luego testimonios escritos de ello.

Desconocía a Lasage, escritor francés que vivió entre los siglos diecisiete y dieciocho, y que adoptó la temática y la estilística de las obras picarescas españolas en sus textos. En uno de ellos, El bachiller de Salamanca, hace mención de un personaje, nativo de Orihuela. Suculenta fue la estadía oriolana  para el escrito noruego Andersen, y tanto, ya que en su viaje por nuestro país, la primera vez en que disfruta del menú de una auténtica posada española, fue en Orihuela. Curioso se me hace imaginar a Azorín apostado en uno de los puentes de la ciudad, un buen día de 1903, tras haber realizado un retrato escrito del lugar. También desconocía la noticia de que Washington Irving se paseó por las, entonces, floridas inmediaciones de Orihuela, quedando admirado de su aspecto pintoresco y oriental.

El libro de Miguel Ruiz no supone, sólo una lista de autores que pasaron por aquí, sino un escrutinio histórico de personajes u obras relacionadas de algún modo con la ciudad. Es el caso de Lasage o de Ramón de Campoamor, o bien, y de un modo tan notable como único, el de Miró.

Lo mágico de la literatura es comprobar que el mundo del que habla es, fundamentalmente, verdad, incluso real… Pienso en las novelas de Ballesteros, las Oriolanas, en Miró, en Sijé, en Miguel Hernández. Orihuela más que una ciudad es un motivo literario, un símbolo, una pequeña constelación de monumentos, enclaves naturales, poesía. El libro de Miguel Ruiz tiende, tratando de todo ello, a confirmarlo, a través de hechos y documentos. Lo que resulta entrañable con respecto al lugar en el que hemos nacido o vivido es la relación que hayamos tenido con lo que constituye la memoria de la ciudad. Esa relación es una experiencia personal y común. Quizá, el concepto de patrimonio tenga algo de estático, pero  contribuye a hacernos ver que el lugar que habitamos es, además de un depósito de tradiciones y hechos reseñables, eso, precisamente: una vivencia.

 

jueves, 14 de enero de 2021



APOLLINAIRE. LO FESTIVO Y LO ELEGÍACO

 

Apollinaire siempre me ha parecido un poeta raro, como también pensaba Octavio Paz, no tanto por la infrecuencia estilística de su obra como por la singularidad de su ubicación histórica y el papel que, consciente o inconscientemente, jugó. La especificidad de Apollinaire radicó en ser testigo inopinado de las transiciones que se estaban operando en la escritura poética, detectando la importancia que las creaciones de los jóvenes artistas plásticos suponían con sus ansias de renovar una mirada sobre el mundo.

Una nueva era de la imagen, vale decir, de las imágenes, alboreaba, y Apollinaire adivinó su devenir sobre el horizonte del nuevo siglo. Todo ello, no significaba sino que nuevas sensibilidades se despertaban y para este ambiente de renovación y eclosiones súbitas, ideó un término que alcanzaría fama mundial, etiqueta y marchamo del nuevo siglo, y que  definiría, en efecto, el totum revolulutm que se avecinaba: surrealismo.

Luego, el  vocablo experimentaría cambios direccionales según el uso que se le dio,  viniendo  a definir todo tipo de convulsión  artístico-social:  doctrina estética, asignación sectaria, movilización política, locura generalizada, panfleto místico, poética, en suma,  de los tiempos presentes.

Nada de todo ello vería Apollinaire, quien no trascendió de la visión conceptual pura de su intuición. Y desde tal límite, articuló su obra poética, singular y contradictoria, moderna y nimbada, al mismo tiempo, de cierto toque delirante de Belle Epoque. Apollinaire es melancólico, elegíaco y prosaico, romántico todavía y enemigo de las retóricas apelmazadas establecidas. Escribe con delicadeza y humor sobre un amor distante, para después hablarnos del aspecto de su vieja mesa de escritorio, acabando su mensaje con la sorprendente evocación de imágenes oníricas.

En la obra de Apollinaire, existe, pues, una convergencia espontánea de aspectos y temáticas que funciona para la interpretación histórica como el vaticinio de las mixturas literario artísticas del porvenir, y que para el lector simple de poesía, constituyen el marco fugaz de una creatividad fascinadora por su cromática rareza y libertad, envuelta en cierta etereidad que a veces, nos la vuelve como remota. Este sería un aspecto a desarrollar, hermenéuticamente, de su escritura. Apollinaire no es simbolista, no practica la suntuosidad formal de la palabra. Su independencia le lleva a describir objetos cotidianos, buscar asociaciones insólitas de imágenes o a confeccionar relatos eróticos. Pero todo ello, a veces, se vela de cierto deje melancólico que marca una distancia con respecto a sensibilidades más estrictamente nuestras.

La portada que reproduzco aquí es la del ejemplar que un buen día de 1981 compré en la librería oriolana Trilce, en la época de la adolescencia, cuando leer poesía era una urgencia y descubrir autores nuevos, una fiesta para el entusiasmo. 

 

martes, 12 de enero de 2021

PASEOS POR ROMA



Hay libros que parecen proyectar una imagen previa sobre la sugestionabilidad, libros de los que se intuyen de qué van a ir antes de leerlos, libros que provocan cierto merodeo sobre lo que tratan y que ya nos han convencido de los asuntos sobre los que se van a explayar en las páginas interiores.

Puede suceder que la imagen que me haya hecho del libro en cuestión no se corresponda con el contenido que luego yo recorra con la lectura, que me decepcione; pero es raro que cuando la sugestión alucinada se detiene sobre algún motivo, imaginando desarrollos de tal cosa, aunque sean complejos e infrecuentes, tal cosa resulte ser otra. Hay un poder tácito de la imaginación que hace sospechar al sujeto laberintos concretos en torno a un tema, episodio o texto, y que terminan por confirmarse, después, yendo a incorporarse al depósito del imaginario como un cómplice  más del concepto de universo que se va conformando paulatinamente en uno. Me ocurrió con Barthes, cuando no lo conocía de nada, con la música de Hindemith,  y con obras concretas de las que apenas tenía noticia, como los famosos y huidizos pasajes del Libro de los pasajes de Benjamin. Y a propósito de este último: el libro de Stendhal me hace recordar por su estructura de catálogo, el Libro de los Pasajes de Walter Benjamin. Cada fragmento de prosa parece corresponderse con un fragmento de tiempo discernido, cada galería textual con un pasadizo de  la memoria, tal y como Benjamin daba cuenta de la multiplicidad oniriforme del mundo parisino con cada pasaje o detalle testimonial que atravesaba o anotaba. Aquí, Stendhal no surca Roma de modo conscientemente onírico, pero el efecto de sus notas e itinerarios se asemeja a ello: un laberinto de enormidades recorrido por grupos de turistas alelados que nuestro escritor parece liderar a su pesar...    

Este grueso volumen que conjunta las visitas, más o menos reales, de Stendhal, por los monumentos y parajes más destacados y soberbios de la ciudad eterna, se suma al tipo de fascinaciones silenciosas que sobre un libro probable acabo de detallar. Apenas me acerco físicamente al volumen o lo invoco en la memoria, se me hace una suerte de croquis sobre su contenido: me viene algo así como un enorme zigurat de espirales ascensionales infinitas. Stendhal va subiendo escaleras y en cada piso, visita un conjunto de estatuas, ruinas o palacios. Cada piso se alarga conforme Stendhal se pasea por allí, dilata fantásticamente sus espacios, y el escritor puede sortear bajadas del terreno, anfractuosidades en las que encontrar monolitos antiguos o estelas funerarias o pequeñas estatuillas.

Sufro de cierta intelectualización del texto, pues no imagino tanto a Stendhal vagando por Roma como haciéndolo a través de galerías futuristas que albergan la memoria de Roma en un gran edificio de cristal que emerge verticalmente en un territorio de nadie.

Literalmente, lo que Stendhal hace es visitar el tiempo, recorrerlo pausadamente, observando soberbias efigies que indican estilos y cadencias producidos en el propio tiempo. Cada estatua es un dato materializado, una inauguración de décadas y siglos.

Stendhal visita las ruinas de las termas de Caracalla, el Coliseo, el templo de Júpiter, el Capitolio, el palacio Chigi, rodea fachadas remotas, acaricia columnas todavía esbeltas, admira pinturas y relieves, soportales,  arcos, sepulcros.

Cada objeto que roza con la mirada, cada perfil de mármol que examina le hace viajar en el tiempo, transmuta su sensibilidad, se eleva de su pobre aquí y se reubica en un espacio nuevo y solar, el espacio de la contemplación.

Stendhal, que parece detestar el gusto del XVIII, tiene una más o menos modesta misión: dar testimonio con sus notas de turista hipnotizado por la belleza clásica, del egregio  material de la memoria. Dónde estén los autores de tanta maravilla, las personas que planearon, cincelaron y ejecutaron tanto arte, pertenece a la disquisición teológica, a la reflexión trascendente.

Stendhal sabe confusamente que cada piso que visita en la torre del edificio transparente es una gradación en la memoria, un estrato en la representación figurativa de la eternidad. Sospecha que llegar al piso más alto le va a costar trabajo, tanto físico como intelectual: muchos objetos para degustar, demasiada cantidad estética que enjuiciar o comentar.

Stendhal no solo fija su atención en la calidad de las piedras domeñadas por el arte romano o griego: anota detalles atmosféricos, cómo la incidencia de la luz realza o transfigura los monumentos, el contraste que la luminosidad general ofrece con respecto a la de París, ciudad de la que nuestro glosador procede. Qué significa esto: pues que la obra de arte, creada e ideada en determinados confinamientos naturales, representará efectos distintos de si hubiese sido diseñada en otros lugares o territorios. La obra de arte emerge de y en la luz. El azul mediterráneo en que se bañan los mortales que desfilan ante los monumentos, resulta indescriptible para Stendhal. Es este un condicionamiento con el que no se había contado en un principio: la naturaleza del contorno originario, de qué temperamento o carácter vinculado a la tierra, es originaria y producto la obra de arte, que exigirá para su comprensión total, la ubicación en unas colinas, en unos caminos tomados por el sol poderoso o en cualquier otro límite diferenciado.

Estando en Roma no podía evitar lo más típico y pintoresco: Stendhal describe el ceremonial de la comida de los cardenales y asiste a la elección del papa, previa sucesión de discursos de embajadores y caballeros solemnes.

Lo que en definitiva me parece más interesante del texto de Stendhal, es lo que también resulta lo más obvio: se visita un lugar extraordinario, cuajado de historia por todos los lados y de cuyo legado aproximado se pretende dar cuenta. Es decir, si se va a Roma es porque es un lugar de acontecimiento, un sitio que por su relevancia en cualquiera de sus aspectos históricos, ofrece originariedad, y tal surtido de aconteceres se hace referente ineludible a la hora de estudiar los principios de la cultura propia.

Roma certifica que nuestra memoria tiene una faz concreta, un relieve noble. Y como mera reminiscencia brota y se multiplica barrocamente en las anfractuosidades figurativas de los grabados de Piranesi, cuando somos otros los ocupantes del presente y el tiempo se ha convertido en un espectáculo  acumulativo y vertiginoso. 

   

jueves, 7 de enero de 2021

ANTICURSO EXTRA RÁPIDO DE LITERATURA FRANCESA


EL LUGAR DEL PARAÍSO.

Clément Rosset 

Esperaba un pelín más de este texto, lo último que escribió el filósofo poco antes de morir. De todos modos, tratándose de un texto breve, los tres motivos sobre los que Clément Rosset reflexiona en tres sendos ensayos, resultan suficientes para desarrollar posteriormente o no olvidar a través de nuevas disquisiciones, al convertirse en interesantes alusiones a tener en cuenta.

En primer lugar, Rosset nos habla de la serie de  escenas labradas en el escudo de Aquiles, como reflejos figurativos de la felicidad. El motivo, en cuestión, lo halla en la Ilíada, y Rosset destaca el tiempo que el narrador -  Homero - le dedica a un elemento aparentemente menor. Claro está que lo que resulta significativo aquí, lo que da para pensar, es el hallazgo inopinado de la celebración de la felicidad, del paraíso, en un contexto mayor -  el poema, la Ilíada – que lo incluye en sí de un modo indiferente.

A continuación, en el segundo trabajo, Rosset nos recuerda los efectos siempre catastróficos de la guerra y la practicidad de la paz. La guerra nunca resulta útil; la paz nos hace ver el carácter falsario del prestigio bélico al mostrarse como escenario óptimo de toda negociación y ámbito de convivencia.   

En el tercer y último trabajo, Rosset nos habla del milagro que es la música, incidiendo en su carácter inexplicable, a pesar de psicologismos y estéticas. Rosset subraya la autonomía profunda de la música, con respecto a programas o supuestos estilos, su naturaleza indomesticable y mágica. Por qué la música suscita tantas sensaciones y sentimientos, emergiendo de las entrañas, es, finalmente, un misterio. La música es una ofrenda sin destinatario ni razón.

Como digo, estas tres tímidas llamadas, estos tres motivos sobre los que se fijó Rosset para localizar manifestaciones más o menos esporádicas del paraíso en la tierra, en nuestro mundo, son sólo tres primicias. A nuestra curiosidad toca desarrollarlas o   encontrar otras.  

 



REGALOS DE INVIERNO

Colette

Obviamente, todo autor literario es el epicentro de esa serie de episodios o acontecimientos que son sus obras - la objetivación de sus fantasías literarias - . Asocio a Colette al placer tranquilo de la escritura, a una producción novelística efectiva e inteligente nimbada  por el encanto de su temática. Pero Colette no es meramente su escritura: orbitan sobre ella las peculiaridades extraliterarias de una vida que es literaria en sí, atrevida, bohemia, muy libre y pionera.

Siempre me he preguntado cómo Colette podía alternar su labor literaria con su trabajo de bailarina de cabaret y actriz, qué plasticidad interior disfrutaba y organizaba para poder salir a bailar a un escenario semidesnuda y tener a punto su artículo para el periódico.

Parece claro que Colette vivió con intensidad la derrota de todo dualismo rudimentario, la confluencia jubilosa de cuerpo e intelecto, sobre todo en una primera época de su vida. Lo que suponía el colmo era que le escribiera a su compañero, el famoso Willy, las entregas de sus folletines y novelas. Puestos a imaginar, Colette fue durante un tiempo tanto un personaje literario como la creadora de tal personaje. Es de suponer que en los tramos de convertir la vida en una aventura, Colette no fue ajena tanto a la felicidad como a los abismos de los desencantos sentimentales. Como escritora, Colette es una autora que comulga con todos los rincones y desenlaces de la cotidianidad, al tiempo que aprovecha con delicadeza de detalles el depósito poético de la memoria. Ambas capacidades, están presentes en la antología de relatos y artículos de este volumen que trata sobre anécdotas y vivencias, experimentadas en fechas navideñas y durante los festejos de año nuevo. El volumen es breve, pero posee un encanto que la editorial Elba se asegura de mantener en su cuidada (y cara) colección.  Es el regalo perfecto para estas fiestas de Navidad que acaban de pasar.

Alguien dirá que la literatura de Colette es algo así como la brisa que pasa: refrescante e indiferente; pero ello no frustra su particular atractivo. Estos textos navideños de recuerdos de infancia y fiestas vividas en plena Guerra Mundial, apenas leídos sumen sus evocaciones en la masa del tiempo, desaparecen en la corriente de los sucesos generales, dejando en nosotros la sensación tanto física como etérea de la melancolía y lo entrañable.  

 

 



LA VIDA NO ES UNA BIOGRAFÍA

Pascal Quignard 

Es el primer libro de Quignard que leo, aunque más que leer, habría que decir el primero en el que me sumerjo, nado o fluctúo. En la librería, teniendo el volumen en mis manos y echándole un vistazo por encima, dudé hasta el último momento: por un lado, me conozco bien las derivas de la literatura francesa y estaba comprobando a ojos vista, lo que sospechaba – derrame de citas, definiciones, aforismos y breves desarrollos teóricos sumados en una mixtura explosiva e inclasificable- y de tal cosa estaba algo ahíto; por otro, me apetecía lo ensayístico y sobre todo, lo último editado en ámbito europeo,  que no procediera exactamente de filósofos o de científicos de las Humanidades. Y aunque como digo, lo francés literario me sonaba a lo ya visto, precisamente ese deja vu, me animó a adquirir el volumen porque, a pesar de todo, esa libertad en la escritura, esa falta de contención, típicas de las vanguardias galas, al final suelen ser muy estimulantes para la inspiración y la escritura, propias.

La vida no es una biografía es una suerte de cajón de sastre en el que se dan cita todo tipo de disciplinas – filología, psicoanálisis, filosofía, mitología, antropología, religión- y de autores: novelistas, filósofos, dirigentes políticos de la antigüedad, etc… 

De esa imagen dramática que la modernidad ha diseñado sobre el sujeto sometido a pasiones e ideologías, Pascal Quignard realiza un vuelo rasante  y ejecuta una vuelta de tuerca con las elocuentes herramientas de sus técnicas de escritor. Es decir, Quignard, va a lo esencial, a lo instintivo, a lo más animal y humano, con la intención de extraer, aunque sea sólo eso,  definiciones someras de lo vertiginoso.

Quignard es un elaborador maestro de frases, de enjambres de frases, que va hilando en torno a secciones temáticas. No construye teoría, sino que envuelve al lector con su gran capacidad frástica, diluyendo, extendiendo o multiplicando los probables confines conceptuales sobre los que continuar su dinámico eje escritural. De este modo es como va saltando de disciplina en disciplina, de materia en materia, buscando lo sorpresivo y lo revelador.

A veces, Quignard puede parecer farragoso cuando atosiga al lector con batallones de adjetivos, o repetitivo cuando frecuenta un aspecto y lo somete al juego aforístico de la frase rápida e ingeniosa. A mí lo que sí me molesta un poco en Quignard y que resulta típico de la escuela francesa es cuando elige motivos tan resbaladizos como el deseo, el inconsciente o similares, y los utiliza como referentes formales de todo un discurso, como motivo inspiratorio de toda una prosa que se presenta como interpretación indiscutible. Ahí, en puntos como este, reside la famosa pedantería francesa, en producir discurso con todas las pretensiones a partir de detalles o asuntos esquivos,   sumidos en el umbral de lo brumoso e inconcreto.

Ahora bien, si terminé llevándome el librico es porque buscaba más la sugerencia que el tratado, lo lúdico que lo meramente formal, y aquí el vuelo de las palabras del señor Quignard lo "supervisa" todo con la elocuencia de un profesional de las letras. Lo que más me ha gustado del libro ha sido su incidencia en el sueño, en su historia, en su significado, en su persistencia en nosotros, en su profunda ligazón con el ser humano y su tembloroso futuro. Hoy que los géneros literarios han desbordado sus límites, este libro trata precisamente de límites, de su discernibilidad, de su opacidad, de su determinación en la vida que vivimos o soñamos vivir.     

martes, 5 de enero de 2021

DONDE ARRAIGA DESTIERRO José Manuel Ramón



Si hace décadas se cantaba aquello de malos tiempos para la lírica, no digamos ya para la épica, a no ser que algún súbito acontecimiento pretenda darle la vuelta a los tiempos y amanezcamos en una nueva era que no olvide, no obstante, efemérides pasadas. Aunque si le echamos imaginación a la multiplicidad fenoménica que nos satura podríamos interpretar los tiempos presentes como épicos en el sentido de que no sólo todos están contra todos sino que Todo está contra Todo. La vorágine moderna sería una épica del caos en la que la misión urgente sería rescatar al sujeto de sus múltiples defunciones simbólicas. Me detengo en esta consideraciones porque el poemario de José Manuel Ramón  invoca la movilización de conjuntos, alude sin esconderse a las grandes simbolizaciones que la civilización actual parece estar obsesionada en suplir o ignorar.

Esta es una de las virtudes de la poesía: reivindicar motivos y experiencias,  desde la legitimidad de la razón imaginativa de la palabra poética, que parecieran sólo rastreables en envolturas mitológicas. Ante la épica o la lírica, si es que se presenta el caso dramático y estereotipado de tener que escoger, ya conocemos cuál de las dos era superior para Borges. Quizá el haber elegido la épica como de mayor altura que el otro tipo de registro, fue un bluf que el autor argentino nos lanzó con más o menos consciencia. De todos modos, hasta qué punto puede ser exigente un poeta hoy que no sólo importune la dirección general de los tiempos sino que se atreva a reivindicar el ser en una época que se jacta de haber desarticulado la metafísica y haber invisibilizado toda presencia de la divinidad.

José Manuel Ramón, efectivamente, se atreve a colocar al ser en el horizonte de su canto frente a otras invocaciones de sentido plural y cósmico. Ello no implica que hablemos de jerarquías más o menos etéreas o improbables sino que desde el vocabulario de su imaginario el ser tiene todavía un papel que ejercer. Y una misión que efectuar: nosotros somos él. Respetando la legitimidad de todo discurso individual, consideramos que la poesía es la única que, a fin de cuentas, todavía puede reclamar además de la belleza, lo imposible en este mundo y declarar su articulación desde las potencias de su creatividad. Por esto, cuando leo en los poemas de José Manuel Ramón, el ser entre tormos removidos; o, el ser arrostra rigores, o bien, qué mestizaje liberará al ser, lo que percibo es el retorno de un interrogante muy caro a Occidente, una invocación que pondría en jaque toda harmonía si lo que pretendiera no fuera, en la extensión del canto, todo lo contrario. Para Heidegger el pecado del hombre occidental es haber perdido el ser, sustituyéndolo por cualquier mixtura de enajenaciones o por el propio drama de su ausencia. Recuperar el ser, invocarlo, cantarlo, supone para un poeta como José Manuel no incidir meramente en la historia de las ideas sino en esa denuncia que procura reincorporar la plenitud y la belleza perdidas. En el marasmo de los objetos y motivos que naufragan fuera, el ser no es uno más, sino la divisa más marcada, que en la recomposición de las energías, el poeta cita a propósito.

Ante esta ausencia del ser, de la plenitud que el mundo nos arrebata en la confusión de su devenir, José Manuel Ramón, con razón, intenta conjurar la “carnívora nostalgia”, esa que convierte nuestra historia en una épica del caos. Aquí nos encontramos con un motivo claramente no subjetivo, es decir, el poeta vuelve no sobre la recuperación de un yo más o menos fluctuante, sino sobre algo netamente épico: ese nosotros diluido en imágenes plurales y centrípetas. “voluntad de ser sobre el caos pese a que indistintos asumiésemos de eterno sueño /elucubraciones”.  

Creo que es una originalidad del poeta este no sumirse en los abismos propios y reivindicar una aclaración del espíritu general, del orbe que somos y construimos. Lo más habitual, digamos, sería que el poeta lírico nos imprecase desde su vulnerabilidad concreta, desde su yo dolorido; hacer lo mismo desde el conjunto humano, implica elevar un canto complejo, de tumultuosos objetivos y motivos, en el que el alma colectiva exige dirimir un futuro inteligible. El poeta se atreve a profundizar en veredictos, rozando lo visionario: descarnado festín vestigios no advertidos en tiempo – la estirpe verdadera.

He hablado de las interesantes imágenes que José Manuel Ramón utiliza en su poemario. Para mí, el atractivo esencial de un poeta, la posibilidad de verificación de su arte, radica en la originalidad y dinamismo de las imágenes que crea. Destaco un solo ejemplo en el que el que podemos captar algo así como si el dolor narrara lo inverso de lo que siente o acusa: qué inquietante el que la sangre vitoreé las pérdidas.

Todo el poemario es un canto a la vertiginosa unidad perdida, una llamada a remontar nuestra orfandad, una protesta contra la belleza que hemos fragmentado y que define nuestra historia y, también, nuestras íntimas ascensiones. Un dato que quisiera apuntar: la filiación del poeta al movimiento espírita no se ha traducido en prejuicios o en interpretaciones tendenciosas intercaladas ente los versos. Todo lo contrario: creo que es una consecuencia de su poética compleja el que nuestro amigo simpatice con tal movimiento, ya que ha fortalecido desde su singularidad la inspiración de tramos importantes del libro. Es decir, que lo curioso no es que un espiritista filosofe de esto y de aquello,  sino que tengamos delante a un poeta que integre como potenciaciones ocasionales de su creatividad, elementos de una doctrina iniciática. Y me atrevería a decir, que ni tan siquiera esto, ya que José Manuel Ramón no utiliza conceptos o asuntos teóricos de tal movimiento como puntos de partida: la aventura espírita ofrecería aspectos que se corresponderían con los de la poesía por la extrañeza propia a ambas.

Creo que José Manuel Ramón ha escrito el mejor poemario hasta la fecha de los que ha publicado y que esta obra, desde la fuerza de sus imágenes y ritmos, constituye una de las peculiaridades más  infrecuentes dentro de las producciones poéticas alejadas de las comunes coyunturas de los aficionados al género.      

UN PAR DE OBSERVACIONES ORTEGUIANAS

  Leyendo a Ortega y Gasset , me he encontrado con un par de pasajes que he convertido en motivos autopunitivos o que se me han revelado...