viernes, 29 de junio de 2018

LECTURAS y notas sobre ALEJANDRA PIZARNIK


 
 
 
  A la temblorosa luz de un descubrimiento.

Toda obra de arte compleja – novela, composición pictórica, composición musical – supone para  quien se acerque a ella  un proceso de lectura hasta su comprensión total, punto, este último que no cierra tal proceso, pues el mensaje estético renace con cada lectura, con cada contacto y no prevé ningún cierre definitivo.  En mi caso, por ejemplo, con el cine de Bergman he experimentado, a través del tiempo, esa suerte de proceso asimilativo que ha supuesto acercamientos y distanciamientos con respecto a su obra fílmica. Recuerdo las primeras impresiones, la sorpresa y  la novedad que supuso su descubrimiento a finales de los setenta. Entonces lo que me gustó fue el estilo, el tipo de historias, me quedé en la mera fascinación por un modo de narrar bien distinto al hollywoodiense. Me gustaba, precisamente, porque era raro, distinto a los modos estandarizados del cine clásico norteamericano.

Luego, más adelante, experimenté cierto rechazo. A fin ales de los ochenta el cine de Bergman me parecía una muestra de pedante cine protestante, obsesionado siempre con los mismos temas trascendentalistas. Luego, a finales de los noventa, el cine de Bergman nació en mí de nuevo, era como si lo hubiera descubierto por primera vez, me fijaba en cosas en las que nunca me había detenido antes, y uno de esos aspectos que me hizo valorar definitivamente las obras de Bergman fueron los finales, los esperanzadores finales (a veces no tanto) que cerraban las historias. Creo que algo parecido, en lo meramente procesual,  me ha ocurrido con la obra de Pizarnik.

Cuando leí por primera vez sus poemas y conocí los datos de su biografía, me impactó de inmediato, enseguida percibí que aquella tensión en las palabras denotaba la presencia de una autora fulgurante. Su poesía era tan fulminantemente consecuente con la biografía que la autenticidad de su valía me la dibujaron de modo muy elocuente, distinguiéndola de cualquier otra poeta. Pero el dato fatal de su suicidio se tornó en mi imaginación en una impronta negativa. Por la época en que conocí su obra, yo pasaba por unos momentos asediado por la desesperanza y las depresiones. Interpreté, ingenuamente, a Alejandra como una hermana en el sufrimiento al tiempo que ese suicidio gravitaba sobre mi cabeza de mala manera.

Después de muchos años sin frecuentarla, me encontré en un centro comercial con las ediciones tanto de la poesía completa como de los diarios de la autora. Me distancié de la poesía pero me atrajeron morbosamente los diarios. Tras vencer cierta resistencia, y, desde luego, muy lejos de sólo tender  a realizar lecturas “sanas”, adquirí el grueso volumen de los diarios editados por Lumen y me zambullí en la nueva tentación que supone todo libro recientemente adquirido.

En cierto sentido me ha ocurrido como con el caso del cine de Bergman, creo que es ahora cuando comienzo a enterarme de quién es Alejandra Pizarnik, a hacerme una verdadera imagen de esta poeta. La galaxia textual que suponen sus diarios, sus reseñas, sus textos patafísicos, su poesía, me ha hecho viajar por un espacio de alusiones concreto pero extraordinario, el mundo de una autora tan bohemia como inteligente, tan libre como crítica, tan seductora en su melancolía como signada por un drama íntimo. Ardida en su confín, tomada en el cuerpo por la simbología que emergía de sí misma y, sin embargo, tan desafiante contra el lenguaje, que intenta dominar, comprender y someter para precisamente, liberarse del condicionamiento cultural que portan las palabras, “las perras palabras” en el fondo tan vendidas al más audaz postor como peligroso artificio para quien se implique en su manejo profundo.  La intensidad en la asunción de su destino poético es tal que no tiene tiempo para quedarse en el mero respeto de las habitualidades formales del oficio de poeta. Y ahí coincide con un Baudelaire, para quien no había nada más odioso que hacer versos…

 




  Con o sin poéticas.

Decía Bachelard que el objetivo final de los poetas es producir imágenes nuevas. La obra de Pizarnik supone un conjunto muy definido de imágenes. Siendo algo expeditivos podríamos decir que la obra de un autor es su retórica. En el caso de Pizarnik me detengo a reflexionar: sus imágenes más comunes – jardín, lilas, niña - ¿son la puesta en escena de un conflicto interior, la solución que ella se da a sí misma para esclarecer qué motivos antevienen o protagonizan tal conflicto? ¿Podemos escindir el acecho de la locura, la enfermedad mental de la poética de Pizarnik? ¿Hasta qué punto una cosa es o no consecuencia de la otra? Si Pizarnik no hubiera sufrido la psicosis que le torturaba tan precozmente, ¿hubiera producido la obra que todos conocemos? Son cuestiones lógicas, preguntas previsibles  que uno se plantea, pero que no trascienden su formato de interrogante ante lo que es indivisible e incuestionable: experiencia y conflicto, escritura y vehículo expresivo de una sensibilidad, unidad contradictoria de lo viviente.

 

   Singularidades 

Como señala Ivonne Bordelois, Pizarnik supone un caso único en la literatura escrita en español por la intensidad de su escritura, por la aventura literaria en la que se sumerge y con la que pretende exorcizar demonios interiores, por una personalidad y experiencia vital que desarbola y rechaza etiquetas. Su obra poética se cierne de modo especial sobre el sujeto existencial, es decir, sobre ella misma. Pero su capacidad crítica como lectora nos ofrece en reseñas concretas, en pasajes de su diario, interpretaciones de autores y obras literarias que hubiéramos deseado no se interrumpieran nunca. Qué justa es su interpretación de Azorín, más interesante y seria que la que hace Borges, por ejemplo.  


 
 

  Orígenes, causas de lo ausente

No sé hasta qué punto el hecho de ser judía, de provenir de Europa y sentirse, en algún momento, “extranjera” en la propia Argentina fue o no una ficción que Pizarnik admitió para justificar de algún modo la naturaleza conflictiva de su identidad. Estaríamos, en este aspecto, ante una problemática igual a la que anteriormente he planteado: ¿su enfermedad la volvió poeta para explicar su propia enfermedad, o fue el ser poeta lo que la volvió loca? En fin, como se ve, un anillo de Moebius que no puede resolverse si pretendemos separar lo que está inextricablemente unido o implicado. De todos modos, lo que quizá ella creyó que explicaba originariamente, las complejidades de su personalidad, sí influyó en su imaginario y aunque lo desechemos a la hora de invocar su obra y su nombre, se trata de algo que no deja de estar ahí, más o menos teóricamente. De todos modos, los poetas complican indefinidamente toda materia que puedan utilizar, pues saber, conocer estos datos no explica ni cura esa desolación interna que Pizarnik cantara en sus poemas. “Eso” es siempre otra cosa que su mera explicación.  

 

  Estéticas en movimiento

Para Pizarnik el surrealismo no supone ninguna adscripción estética, sino la confirmación de una práctica libérrima del lenguaje y de la imaginación que puede constituirse en modelo o referencia en tanto que se ha producido en la historia y aglutina nombres de escritores y artistas plásticos. Pizarnik no copia ni estilos ni imágenes: procesa lecturas y aventuras estéticas, de ahí la semejanza y simpatía con que observa este movimiento. Le interesa Michaux por los territorios en los que se interna, al tiempo que lee con intención de instruir la lengua a un Quevedo o a otros clásicos españoles. Cierto es que en los textos que la autora califica de “humor” parece un Jarry redivivo, pero no se trata de mero seguimiento doctrinal sino de asimilación espontánea de un lenguaje que resulta compartido. Alejandra es surrealista de modo natural.

 
 

 Complejo, complicado.

En uno de los artículos de su libro Tratados en la Habana, Lezama Lima decía que mientras Racine podríamos definirlo como complejo, a Gide, habría que definirlo como complicado. Creo que Pizarnik es tanto una cosa como la otra, es ambas cosas: es complicada por su forma de vivir, por sus elecciones sexuales, por sus adicciones al alcohol o al tabaco, por la necesidad de amor y de pastillas, por su bohemia; es compleja porque no depende de su voluntad esa presencia gravitatoria de un mal primigenio sobre su persona, porque el cariz que adquiere su entrega a la palabra poética como única redención es, finalmente, total. Si su padre fue joyero, a ella le tocó internarse en las minas difíciles del yo y de lo inconsciente para hallar las joyas verbales de máxima pureza, aunque de ello no encontrara sino fragmentos carbonizados.  

 


  La muerte peleando

Desde luego lo que resulta totalmente específico en el “caso” Pizarnik es el tema del suicidio, y creo que esto es tan inevitable como falso, hasta cierto punto. Para los lectores apasionados de Pizarnik, su suicidio es tanto un enigma como un aguafiestas en  el goce de la lectura de su obra. En el reboso que da el tiempo mismo, la localización de tal decisión se hace cada vez más temprana en la vida de Pizarnik, es decir, casi remota e indescifrable. En un momento dado, dice que debiera haberse suicidado a los 18 años, pues en una edad más madura tal decisión se hará más complicada e incluso banal, teniendo en cuenta qué es lo que pretende hacer Pizarnik con él, qué es lo que va a conjurar o a supuestamente liberar. Teniendo en cuenta la calidad de su obra, el carácter de su invención prosística, por ejemplo, cabría preguntarse hasta qué punto este suicidio ha beneficiado a su obra o si podría llegar a convertirse en un molestoso obstáculo. Recordemos las palabras que le dirigió Cortázar, exigiéndole que continuara escribiendo y olvidara el suicidio. ¿Si no se hubiera suicidado, su obra poética fallaría algo en su validez, en su verdad? Cierto es que el suicidio coloca la rúbrica final a una obra única, es el certificado sumo de una implicación total, pero recordemos que en el transcurso lineal de sus días era posible concebir a una Alejandra que continuara escribiendo, tal y como Cortázar le rogaba. Es decir, y simplificando, ¿el suicidio de Pizarnik constata definitivamente el destino literario de su vida, que su razón de ser en el mundo era absolutamente literario y que por lo tanto, hasta su muerte debía nimbarse de los motivos de su poesía; que la consecuencia existencial de su competencia poética no podía si no tener este fin; o por otro lado, nos encontramos con un complejo psíquico no resuelto y  urdido de modo muy precoz en el sujeto psicotizado Pizarnik? A mi modo de ver si es posible sugerir teóricamente esta dualidad, esta disyuntiva, en realidad son dos cosas que vienen a ser irresolublemente una. La alternativa para hacernos más claro el planteamiento de esta disyuntiva podría ser este: el mismo conflicto psicológico que sufrió Pizarnik, si fuéramos capaces de sustantivarlo y colocarlo experimentalmente en la mente de otro sujeto, ¿hubiera tenido como resultado el mismo suicidio? Pero este planteamiento es un tanto irrisorio, pues el ser – poético, metafísico, moral – de Pizarnik es indivisible del conflicto que se tejió en su ser mismo.  No puede ser que un ser dolorido vaya por un sitio y el otro más “sano” por el otro. El acuse de recibo como respuesta de la llegada del mensaje y el destino -  lugar, contexto, carne -  es lo mismo.     

 
 
 
 
 
  Versiones del sacrificio.

Contemplo el suicidio de Pizarnik no como una derrota sino todo lo contrario, como un arremeter contra el mal que la acosaba desde siempre. Es un rendirse al fin pero un rendirse peleando, es decir, lanzándose al vacío para trascenderlo y liberarse. El último poema que escribió, el encontrado en su pizarrón de trabajo, es bien explícito con respecto a esa hartura y a su grado de aguante. Lo extraordinario del tema es que no va liberar su vida derruyendo un edificio, o provocando un incendio para, a continuación, volver al punto de partida, a la vigilia de todos los días, sino que el carácter diabólico de este reto implica un explosionar para siempre, un lanzarse no al abismo sino contra el abismo como un kamikaze quebrando definitivamente su existencia contra el objetivo intangible que la mataba todos los días. Su suicidio es una mezcla vertiginosa de un hartazgo, de un no poder resistir más y una acometida total para vencer a aquello que la torturaba.   Expone de Quincey en su breve reflexión sobre el suicidio que la única causa que podría justificarlo sería la imposibilidad de tolerar la ignominia sobre la naturaleza humana. Teniendo en cuenta este detalle, creo que el suicidio de Pizarnik fue un arrebato dirigido, precisamente, contra aquella voz interior que la asedió durante toda la vida, fue como un decirle a esa voz, a esa tortura secreta, “está bien, me quito de en medio pero voy a por ti, voy a saber de una vez qué es lo que me ha torturado tanto durante todos estos años”. El suicidio fue una reacción belicosa,  no un abandono derrotista.

Teniendo en cuenta esta perspectiva, la muerte de Pizarnik sería una vertiginosa expresión de aquella unión de los contrarios en que se solucionaba el ser cósmico: desaparecer y vencer a lo que te hace desaparecer en el mismo desaparecer.  


 

  Actualidades

No es que la poesía desaparezca de la primera línea de las cosas que interesan sino que es la sociedad la que, por períodos, se distancia de la poesía. Algo así venía a decir Octavio Paz. Cuál sería la reacción, o qué sería de una persona como Pizarnik si hubiera alcanzado los tiempos actuales, delirantes de tecnologías, saturados de superficialidad y vulgaridad televisada, bien prestos a explotar el dolor y ajenos al decir poético. Nos cuenta Alejandra que se pasaba horas leyendo o llorando. Este ranking ¿es usual en las contemporáneas sensibilidades?




 

  A propósito

¿Podría una subjetividad ajena al embrujo tecnológico impugnar la prioridad cultural de las masas, cuestionar el viaje monolítico de esta sociedad? Qué remoto me parece el destino de algunos poetas si echamos un vistazo al circo mediático que nos rodea. Pero es que viendo tal espectáculo, lo que resulta remoto es la propia realidad.

 

 





  Pizarnik y lo contemporáneo.

Leo los últimos poemas que escribió Pizarnik y vuelvo a darle vueltas al tema de la actualidad, es decir, no tanto cómo leer ahora su poesía, cosa que puedo disfrutar sin más,  sino qué coordenadas ocuparía su obra y con qué relevancia con respecto al conjunto de valores que uniforman a la sociedad.  Un dato informativo lo tomo de su diario. En los apéndices que recoge la edición última de los diarios de Pizarnik publicados por Lumen, dice que almorzando con B. habían estado un buen rato enfrascados en  el tema de la otredad. La otredad, en los sesenta se refería a experiencias que trascendían la personalidad, a cosas como el éxtasis místico, la toma de drogas, etc.., Además de añadir a ello teorías sobre la conversión del yo en una identidad más compleja. Todo esto da para internarse incluso por derroteros esotéricos y extraños. Hoy, me extraña que los intelectuales, y de modo específico, los poetas estén muy preocupados por la otredad. En  primer lugar porque todo esto ya se discutió, desde el punto de vista puramente teórico, en décadas pasadas, y por otro, porque la otredad la tenemos en casa a través de la presencia más o menos incómoda de los inmigrantes que sí plantean de modo muy contundente una problemática de convivencia y comprensión cultural. Por todo esto, creo que la actualidad de Pizarnik puede reflejarse y entenderse si contextualizamos estas derivas. De todos modos, para mí está claro que todas aquellas preocupaciones de compleja y exquisita teoría acerca de las otredades psíquicas de los sesenta e incluso, de los setenta, no se presentan hoy con la misma avidez conceptual. Hoy el debate no es puramente metafísico sino político e intrasubjetivo, a través de subjetividades culturalmente distintas.

 

  Un detalle entre mil.

Mi lengua no sabe, dice Pizarnik, como exculpándola de no saber más, de no saber lo que hay tras los límites que el devenir lanza a la poeta. Y si su lengua no sabe, también Alejandra  manifiesta su inocencia, su no poder ir más allá de la sombra que pasa, de lo que se insinúa. Si su lengua no puede ir más allá, y el mundo no se clausura allí donde su lengua no sabe, será la propia Alejandra, el cuerpo de Alejandra quien tendrá que aventurarse, quien tendrá que arrojarse a la sima para dejar de no saber.

 

  Las luchas con la lengua

Una de las cosas que más uno lamenta de la desaparición de Pizarnik es que nos hemos perdido más juicios suyos sobre poetas y obras diversas. En su diario reparte con discreción y precisión, algunas observaciones que siempre resultan estimulantes leerlas. Por ejemplo, su comprensión del personaje Azorín es más honesta e interesante que la observación chistosa de Borges sobre el mismo. Pizarnik, al principio rechaza al escritor, pero segundas lecturas le revelan el “sufrimiento aristocrático” del autor y la elegancia de su prosa. En ningún crítico español he visto semejante apreciación sobre Azorín. La figura de Quevedo le resulta antipática y penosa la lectura de sus obras, pero confiesa, últimamente, que algunos pasajes de su escritura le parecen “excelentes”. Por el Quijote sentía respeto, se impuso el deber de leer la novela íntegra y vivió con intensidad  alguno de sus capítulos, sufriendo por las aventuras y desventuras de los personajes. Hace una observación curiosa sobre Góngora, preguntándose si el esteticismo rebuscado de su obra es más un parecer contemporáneo nuestro que un declarado objetivo del autor. Crítica los estereotipos de la poesía española – flor, amor, agua, rocío, etc...-, pero tenía los clásicos españoles, el Libro de buen amor,  la obra de Gracián, por ejemplo, como referentes que debía surcar en su misión de conquistar desde la entraña de la expresión la lengua que el azar le había ofrecido en el camino de su vida, es decir, el español. Resulta muy curioso, bien significativo del afán de superación y de la avidez literaria de Alejandra que se interesara por Miguel de Molinos, el místico español cuya obra había prácticamente desaparecido de todo corpus y biblioteca en su país natal.

 

  Pizarnik y el moro.

En un apunte de su diario, Alejandra cuenta con mucha gracia el acoso que sufrió una noche por un tunecino con la cara cubierta de marcas de viruela. El pobre diablo tendría un aspecto bien poco atractivo y al sentirse despreciado por Alejandra, es decir, “por mi orgullo”, escribe la poeta, interpretando sagazmente la mentalidad del árabe, aquel sujeto le escupió a la cara. Alejandra se refugia en un bar, en donde siente más vergüenza por el hambre que tiene que por aquel intento de “pequeñísima violación”, ya que, al fin y al cabo, algún tipo de líquido, saliva o semen, tenía que echarle encima teniendo en cuenta su papel de macho excitado. ¿Qué hubiera pasado si desplazáramos la anécdota a nuestros días, teniendo en cuenta la convivencia tensa con la morería que se ha extendido por Europa; se hubiera quedado en tan sólo eso, en una anécdota, como lo quiso la exquisita discreción de Alejandra, sin consecuencias para el “ofendido” tipejo?

 

Pizarnik y las reivindicaciones de género.

De estar con nosotros, ¿cuál sería la postura de la poeta ante las reivindicaciones de estos colectivos tal y como hoy se producen? Pizarnik vivió su sexualidad tan libre y abiertamente, que va más allá de toda militancia. No hay en ella una exasperación teórica específica que le lleve a autoproclamaciones específicas. En sus diarios expresa cierto fastidio por las reflexiones sectarias de sus amigas lesbianas y sus planes para una sociedad del futuro. Aunque también es cierto que practicó más la homosexualidad que la heterosexualidad, quizás porque esta última implicaría problemáticas de índole social con las que Pizarnik ni se veía capaz ni deseaba emprender.   

 
 
 

 

miércoles, 20 de junio de 2018

ALICANTE - ORIHUELA. CORRESPONDENCIA ROMÁNTICA (1831)




 

Produce un efecto fascinador descubrir o acceder a un material informativo que nos contacte directamente con ese mundo que solo el cine o la literatura se han encargado de representar en sus cualidades máximas. Comprendo perfectamente la sensación mágica, la ilusión y la sorpresa de Elvira Sanjuán cuando entre las pesquisas en las que estaba envuelta, dio, azarosamente, con las cartas que en este volumen publicado por la Universidad de Alicante, transcribe y analiza. El estado de las cartas, la singularidad de los documentos encontrados, en suma,  el hallazgo en sí, todo resulta tan curioso, tan literario, que la investigadora llega a decir que las cartas le estaban esperando. Lo que Elvira Sanjuán encuentra en el Archivo Provincial de Alicante es un conjunto de cartas, la correspondencia manuscrita que mantuvieron un funcionario de la ciudad de alicante, Pablo Manchón y una dama oriolana, María Antonia López Guardamuro, alrededor de 1831. Las cartas nos narran la breve pero intensa historia de amor fallido  a lo largo, aproximadamente, de un par de años, que se produjo entre ellos, y cuya exposición de vicisitudes, parece cumplir con casi todos los ingredientes formales de la novela epistolar amorosa romántica: la aventura de mantener un amor prohibido al estar ambos amantes casados y ser residentes en ciudades distantes entre sí, - la distancia, entonces, entre Orihuela y Alicante, comparada con la de ahora, y sin que ambas ciudades, evidentemente, hayan cambiado de ubicación, era casi infinita-; los laboriosos esfuerzos que debían llevar a cabo para mantener oculto ese amor a ojos de los familiares y amigos más cercanos, el entrometimiento casual de algún personaje entre ambos amantes, amagos de duelo contra uno de esos personajes, las dudas y angustias ante el futuro de un amor así, etcétera. Y unido a ello, a la suma de acontecimientos reales,  lo que desde el punto de vista de la investigación filológica resulta más suculento e interesante: la altura expresiva, el estilo de las cartas. Y en este punto siempre salta la consabida e inextricable cuestión: los amantes de aquel 1831 ¿utilizaban los modos estandarizados de lenguaje de su época,  intentaron ser más originales al querer ser más auténticos o se adaptaron felizmente a la retórica que entonces pudieron utilizar? Y con estos interrogantes básicos, la ristra consecuente de los demás: ¿qué tipo de sociedad reflejaba el lenguaje del momento, o al revés, qué capacidades sociales son las que su vigor lingüístico contemporáneo  ilustraba y potenciaba? ¿Cuáles fueron, en las primeras décadas del XIX los límites del lenguaje literario a la hora de comunicar las dimensiones más complejas y delicadas de la subjetividad?




La valoración de un documento histórico como lo son estas cartas, supone la consideración de su hecho lingüístico, es decir, la manifestación de una lengua en un momento histórico concreto a través de las singulares circunstanciales subjetivas de los dos comunicantes que nos la hacen llegar.

En el siglo XIX la práctica de los diarios íntimos o la conversión de novelas epistolares en género típico, nos hablan de una eclosión de la vida subjetiva, de los mundos del yo y de los sentimientos. En estas cartas independientemente del registro de modismos o giros en el habla, o de la curiosa y fugaz información de ámbito local que podamos encontrar, accedemos súbitamente a un espacio de la intimidad que nos hace recordar la ficción literaria. La cuestión que podría plantearse aquí es quién se parece a quién, quién copia a quién: la realidad a la ficción o al contrario, la ficción a la realidad.  




 

Cuando un investigador descubre un material histórico del calibre de estas cartas, tras las impresiones primeras y personales de tal descubrimiento, comienzan las otras fascinaciones, las fascinaciones intelectuales, la lucubración positiva: identificación de la autoría de lo hallado, ubicación geográfica, estilística y social de los documentos y personajes en ellos implicados, etc... En ese obligado proceso de reconstrucción y ubicación del material, se impone la tarea del “encajamiento”, en según qué casos, tediosa y sin magia, y, en según qué otros, tarea enriquecedora y desafiante: cómo encajar los personajes protagonistas del documento en las jerarquías sociales y psicológicas del momento, qué rol individual asignarles para estructurar así la lógica del estudio general, con qué hábitos o  lenguajes identificarlos para reconocer sus figuras como correspondientes a marcos previamente definidos, qué imaginarios reflejan a través de sus expresiones. En definitiva, cómo encajar a los sujetos existenciales en lo que para nosotros, podrían ser,  con variaciones más o menos significativas, estereotipos. Creo que, como digo, esta tarea elemental, a veces resulta casi inercial, y por ello, lo aconsejable para rastrear con acierto y emoción la historia, sería imaginar la realidad como un flujo convergente de vida de los sujetos y modos lingüísticos y de pensamiento. En el caso que nos ocupa, en la correspondencia entre Pablo Manchón y Antonia Guardamuro, se registran momentos que se asemejan a pasajes típicos de las contiendas amorosas epistolares del período romántico. Podríamos acordarnos de,  por ejemplo, las cartas remitidas entre Alfred de Musset y George Sand.

Un material histórico como unas cartas de amor, nos suministran tanto información objetiva, como otra de carácter subjetivo. La objetiva podría venir representada por alusiones de carácter político hasta modismos lingüísticos. Me ha chocado que “chacho”,  a lo que queda reducido  “muchacho”, aparezca en las cartas, cuando hoy no resulta usual en Orihuela ni en Alicante, mientras que otros como el curioso “advertida”, es decir, adormecida, la recuerdo de labios de mi madre y sobre todo de mi abuela, quien solía añadir el diminutivo final: “advertidica”.

Hay más cartas de Antonia “Tona” Guardamuro que de Pablo Manchón. La escritura – la “gravedad” de la escritura - de ambos amantes, guarda una línea de equilibrio, es decir, no hay saltos extraordinarios desde el punto de vista formal entre las cartas de ambos remitentes, pero sí advertimos una mayor delicadeza y variedad expresiva en las cartas de la enamorada.

Examinando las cartas de esta última, se nos confiesa lo que, vitalmente, supone su amor por Pablo: un desasosiego total que, paradójicamente, es lo que más estimula su vida de aislamiento. El amor es lo que irriga vida en las venas de una existencia con carencia de acontecimientos, relaciones sociales comedidas y en la que  la confección de dulces que Tona envía a su amado se convierte en una actividad reseñable. Tona se queja del ambiente provinciano y mediocre: el salir de mi pueblo que las acciones más indiferentes son miradas como un crimen.

No obstante Tona sale a pasear, visita Murcia,  va a las fiestas de Elche, toma aguas en Busot…

También uno se inclina a pensar, percibiendo las laxitudes temporales que van enhebrando los mensajes,  que los encuentros íntimos de los amantes, es decir, las relaciones sexuales entre ambos, no fueron precisamente abundantes. Esta correspondencia es estrictamente sentimental y trágica, no hay confesiones eróticas salvo las muy sublimadas languideces y turbaciones de Tona entre espera y espera del amado. Esas sublimaciones escritas son también lo que da temperatura y verdad a esta correspondencia.

Podríamos decir que lo extraordinario de este epistolario es tanto su sorpresiva compacidad escritural como el carácter unitario de su relato, pues asistimos al inicio, desarrollo y final de una relación amorosa. El hecho de la conservación íntegra de la correspondencia, es decir, la no existencia de otro epistolario de las mismas características, lo hacen doblemente extraordinario.  

Hay una historia, la presuntamente objetiva, la de las guerras, los convenios y las civilizaciones, pero hay otra más esquiva y secreta, la historia de la vida privada, de cuyos íntimos laberintos tantos capítulos quedan por descubrir y estudiar.

En este segundo apartado radico la percepción y articulación de unos documentos tan especiales como los que suponen estas cartas. Lo más notable que he experimentado leyéndolas es también una conclusión en el pensamiento sobre el ser de la realidad, tanto de estos tiempos como de los pasados: la vida es literatura, la vida se manifiesta con tranquila plenitud a través de la palabra y el arte. Ratifico el pensamiento de Hörderlin: “Es poéticamente como el hombre vive en la tierra”, al tiempo que, por otro lado,  deseamos que Elvira Sanjuán tiente de nuevo a su ángel y deambule “inadvertidamente” por esos vegetativos archivos municipales, a ver si esconden otra sorpresa semejante.    

 


martes, 5 de junio de 2018



 

VIAJE A ITALIA
René de Chateaubriand


El viaje que Chateaubriand hace a Italia responde con contundencia y suntuosidad al tipo de itinerario que tempranamente el espíritu romántico había ideado entorno al embrujo de las ruinas y los restos de grandes civilizaciones, arrasadas por el tiempo.

Chateaubriand se pasea por las ruinas romanas de Nápoles, Pompeya, Litema o de la propia ciudad de Roma como testigo solitario de lo que ha dejado tras de sí el poder fascinador del tiempo y que se traduce en procesos alternativos de apogeo cultural y decadencia, es decir, de sometimiento de la naturaleza y de regreso de lo salvaje y primigenio.

Las ruinas son un frondoso bosque de signos por el que nuestro autor pasea y deambulea, creando un mapa temporal imaginario de enclaves y motivos,  constatando que la arquitectura ha cambiado de papel y función en su nuevo estatus de ruina o resto: antes era el mensaje supremo de la civilización, ahora sirve de pintoresco cauce para las aguas de lluvia o punto en el que las aves hacen sus nidos. Es decir, la cultura  al desaparecer, persiste solo como forma remota, se va engastando en la maleza inextricable para convertirse en casual soporte, en delicado destrozo cada vez más sumido en la hierba.

Chateaubriand ya percibe lo que años más tarde Simmel diría con algo más de precisión: las ruinas son el reboso final del regreso de la cultura a la naturaleza. También encontraríamos una significación de la ruina en las reflexiones de Benjamin que la interpreta como monumento del tiempo alrededor del cual el flaneûr merodea y quien buscaría una identificación consoladora de su desamparo personal: el conjunto de ruinas como significación de lo excluido por el tiempo, como signo de lo que ya no tiene función ni existencia.

Italia y sus ciudades son como un gran museo y Chateaubriand disfruta en sus paseos de los fastos del pasado, atravesando villas y ciudades, describiendo la selva que ha crecido entre los restos de un templo como si visitara literalmente una de las antigüedades romanas de Piranesi, aspirando el perfume de la tarde entre unas ruinas frente al mar, paseando por el Coliseo con la única y suficiente luz de la luna.

Chateaubriand nos cuenta con precisión su periplo por estos soberbios cementerios de frontispicios, torres y grutas practicadas en los lienzos de las paredes de los grandes edificios y aunque la melancolía de su evocación nos esté diciendo que el universo es más infinito que la historia, las formas antiguas perseveran entre las marañas de ramas alertando sobre lo que fue el Imperio.         

 
 

UN PAR DE OBSERVACIONES ORTEGUIANAS

  Leyendo a Ortega y Gasset , me he encontrado con un par de pasajes que he convertido en motivos autopunitivos o que se me han revelado...