A la temblorosa luz de un descubrimiento.
Toda obra de arte compleja –
novela, composición pictórica, composición musical – supone para quien se acerque a ella un proceso de lectura hasta su comprensión
total, punto, este último que no cierra tal proceso, pues el mensaje estético
renace con cada lectura, con cada contacto y no prevé ningún cierre definitivo.
En mi caso, por ejemplo, con el cine de
Bergman he experimentado, a través del tiempo, esa suerte de proceso asimilativo
que ha supuesto acercamientos y distanciamientos con respecto a su obra
fílmica. Recuerdo las primeras impresiones, la sorpresa y la novedad que supuso su descubrimiento a
finales de los setenta. Entonces lo que me gustó fue el estilo, el tipo de
historias, me quedé en la mera fascinación por un modo de narrar bien distinto
al hollywoodiense. Me gustaba, precisamente, porque era raro, distinto a los
modos estandarizados del cine clásico norteamericano.
Luego, más adelante,
experimenté cierto rechazo. A fin ales de los ochenta el cine de Bergman me
parecía una muestra de pedante cine protestante, obsesionado siempre con los
mismos temas trascendentalistas. Luego, a finales de los noventa, el cine de
Bergman nació en mí de nuevo, era como si lo hubiera descubierto por primera
vez, me fijaba en cosas en las que nunca me había detenido antes, y uno de esos
aspectos que me hizo valorar definitivamente las obras de Bergman fueron los
finales, los esperanzadores finales (a veces no tanto) que cerraban las
historias. Creo que algo parecido, en lo meramente procesual, me ha ocurrido con la obra de Pizarnik.
Cuando leí por primera vez
sus poemas y conocí los datos de su biografía, me impactó de inmediato,
enseguida percibí que aquella tensión en las palabras denotaba la presencia de
una autora fulgurante. Su poesía era tan fulminantemente consecuente con la
biografía que la autenticidad de su valía me la dibujaron de modo muy
elocuente, distinguiéndola de cualquier otra poeta. Pero el dato fatal de su
suicidio se tornó en mi imaginación en una impronta negativa. Por la época en
que conocí su obra, yo pasaba por unos momentos asediado por la desesperanza y
las depresiones. Interpreté, ingenuamente, a Alejandra como una hermana en el
sufrimiento al tiempo que ese suicidio gravitaba sobre mi cabeza de mala manera.
Después de muchos años sin
frecuentarla, me encontré en un centro comercial con las ediciones tanto de la
poesía completa como de los diarios de la autora. Me distancié de la poesía
pero me atrajeron morbosamente los diarios. Tras vencer cierta resistencia, y,
desde luego, muy lejos de sólo tender a
realizar lecturas “sanas”, adquirí el grueso volumen de los diarios editados
por Lumen y me zambullí en la nueva tentación que supone todo libro
recientemente adquirido.
En cierto sentido me ha
ocurrido como con el caso del cine de Bergman, creo que es ahora cuando
comienzo a enterarme de quién es Alejandra Pizarnik, a hacerme una verdadera
imagen de esta poeta. La galaxia textual que suponen sus diarios, sus reseñas,
sus textos patafísicos, su poesía, me ha hecho viajar por un espacio de
alusiones concreto pero extraordinario, el mundo de una autora tan bohemia como
inteligente, tan libre como crítica, tan seductora en su melancolía como
signada por un drama íntimo. Ardida en su confín, tomada en el cuerpo por la
simbología que emergía de sí misma y, sin embargo, tan desafiante contra el
lenguaje, que intenta dominar, comprender y someter para precisamente,
liberarse del condicionamiento cultural que portan las palabras, “las perras
palabras” en el fondo tan vendidas al más audaz postor como peligroso artificio
para quien se implique en su manejo profundo.
La intensidad en la asunción de su destino poético es tal que no tiene
tiempo para quedarse en el mero respeto de las habitualidades formales del
oficio de poeta. Y ahí coincide con un Baudelaire, para quien no había nada más
odioso que hacer versos…
Con o sin poéticas.
Decía Bachelard que el
objetivo final de los poetas es producir imágenes nuevas. La obra de Pizarnik
supone un conjunto muy definido de imágenes. Siendo algo expeditivos podríamos
decir que la obra de un autor es su retórica. En el caso de Pizarnik me detengo
a reflexionar: sus imágenes más comunes – jardín, lilas, niña - ¿son la puesta
en escena de un conflicto interior, la solución que ella se da a sí misma para
esclarecer qué motivos antevienen o protagonizan tal conflicto? ¿Podemos
escindir el acecho de la locura, la enfermedad mental de la poética de
Pizarnik? ¿Hasta qué punto una cosa es o no consecuencia de la otra? Si
Pizarnik no hubiera sufrido la psicosis que le torturaba tan precozmente,
¿hubiera producido la obra que todos conocemos? Son cuestiones lógicas,
preguntas previsibles que uno se plantea,
pero que no trascienden su formato de interrogante ante lo que es indivisible e
incuestionable: experiencia y conflicto, escritura y vehículo expresivo de una
sensibilidad, unidad contradictoria de lo viviente.
Singularidades
Como señala Ivonne
Bordelois, Pizarnik supone un caso único en la literatura escrita en español
por la intensidad de su escritura, por la aventura literaria en la que se sumerge y con la que
pretende exorcizar demonios interiores, por una personalidad y experiencia
vital que desarbola y rechaza etiquetas. Su obra poética se cierne de modo
especial sobre el sujeto existencial, es decir, sobre ella misma. Pero su
capacidad crítica como lectora nos ofrece en reseñas concretas, en pasajes de
su diario, interpretaciones de autores y obras literarias que hubiéramos
deseado no se interrumpieran nunca. Qué justa es su interpretación de Azorín,
más interesante y seria que la que hace Borges, por ejemplo.
Orígenes, causas de lo ausente
No sé hasta qué punto el
hecho de ser judía, de provenir de Europa y sentirse, en algún momento,
“extranjera” en la propia Argentina fue o no una ficción que Pizarnik admitió
para justificar de algún modo la naturaleza conflictiva de su identidad.
Estaríamos, en este aspecto, ante una problemática igual a la que anteriormente
he planteado: ¿su enfermedad la volvió poeta para explicar su propia
enfermedad, o fue el ser poeta lo que la volvió loca? En fin, como se ve, un
anillo de Moebius que no puede resolverse si pretendemos separar lo que está
inextricablemente unido o implicado. De todos modos, lo que quizá ella creyó
que explicaba originariamente, las complejidades de su personalidad, sí influyó
en su imaginario y aunque lo desechemos a la hora de invocar su obra y su
nombre, se trata de algo que no deja de estar ahí, más o menos teóricamente. De
todos modos, los poetas complican indefinidamente toda materia que puedan
utilizar, pues saber, conocer estos datos no explica ni cura esa desolación
interna que Pizarnik cantara en sus poemas. “Eso” es siempre otra cosa que su
mera explicación.
Estéticas en movimiento
Para Pizarnik el surrealismo
no supone ninguna adscripción estética, sino la confirmación de una práctica
libérrima del lenguaje y de la imaginación que puede constituirse en modelo o
referencia en tanto que se ha producido en la historia y aglutina nombres de
escritores y artistas plásticos. Pizarnik no copia ni estilos ni imágenes:
procesa lecturas y aventuras estéticas, de ahí la semejanza y simpatía con que
observa este movimiento. Le interesa Michaux por los territorios en los que se
interna, al tiempo que lee con intención de instruir la lengua a un Quevedo o a
otros clásicos españoles. Cierto es que en los textos que la autora califica de
“humor” parece un Jarry redivivo, pero no se trata de mero seguimiento
doctrinal sino de asimilación espontánea de un lenguaje que resulta compartido.
Alejandra es surrealista de modo natural.
Complejo, complicado.
En uno de los artículos de
su libro Tratados en la Habana, Lezama
Lima decía que mientras Racine podríamos definirlo como complejo, a Gide, habría
que definirlo como complicado. Creo que Pizarnik es tanto una cosa como la
otra, es ambas cosas: es complicada por su forma de vivir, por sus elecciones
sexuales, por sus adicciones al alcohol o al tabaco, por la necesidad de amor y
de pastillas, por su bohemia; es compleja porque no depende de su voluntad esa
presencia gravitatoria de un mal primigenio sobre su persona, porque el cariz
que adquiere su entrega a la palabra poética como única redención es,
finalmente, total. Si su padre fue joyero, a ella le tocó internarse en las
minas difíciles del yo y de lo inconsciente para hallar las joyas verbales de
máxima pureza, aunque de ello no encontrara sino fragmentos carbonizados.
La muerte peleando
Desde luego lo que resulta
totalmente específico en el “caso” Pizarnik es el tema del suicidio, y creo que
esto es tan inevitable como falso, hasta cierto punto. Para los lectores
apasionados de Pizarnik, su suicidio es tanto un enigma como un aguafiestas
en el goce de la lectura de su obra. En
el reboso que da el tiempo mismo, la localización de tal decisión se hace cada
vez más temprana en la vida de Pizarnik, es decir, casi remota e indescifrable.
En un momento dado, dice que debiera haberse suicidado a los 18 años, pues en
una edad más madura tal decisión se hará más complicada e incluso banal,
teniendo en cuenta qué es lo que pretende hacer Pizarnik con él, qué es lo que
va a conjurar o a supuestamente liberar. Teniendo en cuenta la calidad de su
obra, el carácter de su invención prosística, por ejemplo, cabría preguntarse
hasta qué punto este suicidio ha beneficiado a su obra o si podría llegar a
convertirse en un molestoso obstáculo. Recordemos las palabras que le dirigió
Cortázar, exigiéndole que continuara escribiendo y olvidara el suicidio. ¿Si no
se hubiera suicidado, su obra poética fallaría algo en su validez, en su
verdad? Cierto es que el suicidio coloca la rúbrica final a una obra única, es
el certificado sumo de una implicación total, pero recordemos que en el
transcurso lineal de sus días era posible concebir a una Alejandra que continuara
escribiendo, tal y como Cortázar le rogaba. Es decir, y simplificando, ¿el
suicidio de Pizarnik constata definitivamente el destino literario de su vida,
que su razón de ser en el mundo era absolutamente literario y que por lo tanto,
hasta su muerte debía nimbarse de los motivos de su poesía; que la consecuencia
existencial de su competencia poética no podía si no tener este fin; o por otro
lado, nos encontramos con un complejo psíquico no resuelto y urdido de modo muy precoz en el sujeto
psicotizado Pizarnik? A mi modo de ver si es posible sugerir teóricamente esta
dualidad, esta disyuntiva, en realidad son dos cosas que vienen a ser
irresolublemente una. La alternativa para hacernos más claro el planteamiento
de esta disyuntiva podría ser este: el mismo conflicto psicológico que sufrió
Pizarnik, si fuéramos capaces de sustantivarlo y colocarlo experimentalmente en
la mente de otro sujeto, ¿hubiera tenido como resultado el mismo suicidio? Pero
este planteamiento es un tanto irrisorio, pues el ser – poético, metafísico,
moral – de Pizarnik es indivisible del conflicto que se tejió en su ser
mismo. No puede ser que un ser dolorido
vaya por un sitio y el otro más “sano” por el otro. El acuse de recibo como
respuesta de la llegada del mensaje y el destino - lugar, contexto, carne - es lo mismo.
Versiones del sacrificio.
Contemplo el suicidio de
Pizarnik no como una derrota sino todo lo contrario, como un arremeter contra
el mal que la acosaba desde siempre. Es un rendirse al fin pero un rendirse
peleando, es decir, lanzándose al vacío para trascenderlo y liberarse. El
último poema que escribió, el encontrado en su pizarrón de trabajo, es bien
explícito con respecto a esa hartura y a su grado de aguante. Lo extraordinario
del tema es que no va liberar su vida derruyendo un edificio, o provocando un
incendio para, a continuación, volver al punto de partida, a la vigilia de
todos los días, sino que el carácter diabólico de este reto implica un
explosionar para siempre, un lanzarse no al
abismo sino contra el abismo como
un kamikaze quebrando definitivamente su existencia contra el objetivo
intangible que la mataba todos los días. Su suicidio es una mezcla vertiginosa
de un hartazgo, de un no poder resistir más y una acometida total para vencer a
aquello que la torturaba. Expone de Quincey en su breve reflexión sobre
el suicidio que la única causa que podría justificarlo sería la imposibilidad
de tolerar la ignominia sobre la naturaleza humana. Teniendo en cuenta este
detalle, creo que el suicidio de Pizarnik fue un arrebato dirigido,
precisamente, contra aquella voz interior que la asedió durante toda la vida,
fue como un decirle a esa voz, a esa tortura secreta, “está bien, me quito de
en medio pero voy a por ti, voy a saber de una vez qué es lo que me ha
torturado tanto durante todos estos años”. El suicidio fue una reacción
belicosa, no un abandono derrotista.
Teniendo en cuenta esta
perspectiva, la muerte de Pizarnik sería una vertiginosa expresión de aquella
unión de los contrarios en que se solucionaba el ser cósmico: desaparecer y
vencer a lo que te hace desaparecer en el mismo desaparecer.
Actualidades
No es que la poesía
desaparezca de la primera línea de las cosas que interesan sino que es la
sociedad la que, por períodos, se distancia de la poesía. Algo así venía a
decir Octavio Paz. Cuál sería la reacción, o qué sería de una persona como
Pizarnik si hubiera alcanzado los tiempos actuales, delirantes de tecnologías, saturados
de superficialidad y vulgaridad televisada, bien prestos a explotar el dolor y
ajenos al decir poético. Nos cuenta Alejandra que se pasaba horas leyendo o
llorando. Este ranking ¿es usual en las contemporáneas sensibilidades?
A propósito
¿Podría una subjetividad
ajena al embrujo tecnológico impugnar la prioridad cultural de las masas,
cuestionar el viaje monolítico de esta sociedad? Qué remoto me parece el
destino de algunos poetas si echamos un vistazo al circo mediático que nos
rodea. Pero es que viendo tal espectáculo, lo que resulta remoto es la propia
realidad.
Pizarnik y lo contemporáneo.
Leo los últimos poemas que
escribió Pizarnik y vuelvo a darle vueltas al tema de la actualidad, es decir,
no tanto cómo leer ahora su poesía, cosa que puedo disfrutar sin más, sino qué coordenadas ocuparía su obra y con
qué relevancia con respecto al conjunto de valores que uniforman a la sociedad.
Un dato informativo lo tomo de su
diario. En los apéndices que recoge la edición última de los diarios de
Pizarnik publicados por Lumen, dice que almorzando con B. habían estado un buen
rato enfrascados en el tema de la
otredad. La otredad, en los sesenta se refería a experiencias que trascendían
la personalidad, a cosas como el éxtasis místico, la toma de drogas, etc.., Además
de añadir a ello teorías sobre la conversión del yo en una identidad más
compleja. Todo esto da para internarse incluso por derroteros esotéricos y
extraños. Hoy, me extraña que los intelectuales, y de modo específico, los
poetas estén muy preocupados por la otredad. En
primer lugar porque todo esto ya se discutió, desde el punto de vista
puramente teórico, en décadas pasadas, y por otro, porque la otredad la tenemos
en casa a través de la presencia más o menos incómoda de los inmigrantes que sí
plantean de modo muy contundente una problemática de convivencia y comprensión
cultural. Por todo esto, creo que la actualidad de Pizarnik puede reflejarse y
entenderse si contextualizamos estas derivas. De todos modos, para mí está
claro que todas aquellas preocupaciones de compleja y exquisita teoría acerca
de las otredades psíquicas de los sesenta e incluso, de los setenta, no se presentan
hoy con la misma avidez conceptual. Hoy el debate no es puramente metafísico
sino político e intrasubjetivo, a través de subjetividades culturalmente
distintas.
Un detalle entre mil.
Mi lengua no sabe, dice
Pizarnik, como exculpándola de no saber más, de no saber lo que hay tras los
límites que el devenir lanza a la poeta. Y si su lengua no sabe, también
Alejandra manifiesta su inocencia, su no
poder ir más allá de la sombra que pasa, de lo que se insinúa. Si su lengua no
puede ir más allá, y el mundo no se clausura allí donde su lengua no sabe, será
la propia Alejandra, el cuerpo de Alejandra quien tendrá que aventurarse, quien
tendrá que arrojarse a la sima para dejar de no saber.
Las luchas con la lengua
Una de las cosas que más uno
lamenta de la desaparición de Pizarnik es que nos hemos perdido más juicios
suyos sobre poetas y obras diversas. En su diario reparte con discreción y
precisión, algunas observaciones que siempre resultan estimulantes leerlas. Por
ejemplo, su comprensión del personaje Azorín es más honesta e interesante que
la observación chistosa de Borges sobre el mismo. Pizarnik, al principio
rechaza al escritor, pero segundas lecturas le revelan el “sufrimiento
aristocrático” del autor y la elegancia de su prosa. En ningún crítico español
he visto semejante apreciación sobre Azorín. La figura de Quevedo le resulta
antipática y penosa la lectura de sus obras, pero confiesa, últimamente, que
algunos pasajes de su escritura le parecen “excelentes”. Por el Quijote sentía respeto, se impuso el
deber de leer la novela íntegra y vivió con intensidad alguno de sus capítulos, sufriendo por las
aventuras y desventuras de los personajes. Hace una observación curiosa sobre
Góngora, preguntándose si el esteticismo rebuscado de su obra es más un parecer
contemporáneo nuestro que un declarado objetivo del autor. Crítica los estereotipos
de la poesía española – flor, amor, agua, rocío, etc...-, pero tenía los
clásicos españoles, el Libro de buen amor,
la obra de Gracián, por ejemplo, como
referentes que debía surcar en su misión de conquistar desde la entraña de la
expresión la lengua que el azar le había ofrecido en el camino de su vida, es
decir, el español. Resulta muy curioso, bien significativo del afán de
superación y de la avidez literaria de Alejandra que se interesara por Miguel
de Molinos, el místico español cuya obra había prácticamente desaparecido de
todo corpus y biblioteca en su país natal.
Pizarnik y el moro.
En un apunte de su diario,
Alejandra cuenta con mucha gracia el acoso que sufrió una noche por un tunecino
con la cara cubierta de marcas de viruela. El pobre diablo tendría un aspecto
bien poco atractivo y al sentirse despreciado por Alejandra, es decir, “por mi
orgullo”, escribe la poeta, interpretando sagazmente la mentalidad del árabe, aquel
sujeto le escupió a la cara. Alejandra se refugia en un bar, en donde siente
más vergüenza por el hambre que tiene que por aquel intento de “pequeñísima
violación”, ya que, al fin y al cabo, algún tipo de líquido, saliva o semen,
tenía que echarle encima teniendo en cuenta su papel de macho excitado. ¿Qué
hubiera pasado si desplazáramos la anécdota a nuestros días, teniendo en cuenta
la convivencia tensa con la morería que se ha extendido por Europa; se hubiera
quedado en tan sólo eso, en una anécdota, como lo quiso la exquisita discreción
de Alejandra, sin consecuencias para el “ofendido” tipejo?
Pizarnik y las reivindicaciones de género.
De estar con nosotros, ¿cuál
sería la postura de la poeta ante las reivindicaciones de estos colectivos tal y como hoy se producen? Pizarnik
vivió su sexualidad tan libre y abiertamente, que va más allá de toda
militancia. No hay en ella una exasperación teórica específica que le lleve a autoproclamaciones específicas. En sus diarios expresa cierto fastidio
por las reflexiones sectarias de sus amigas lesbianas y sus planes para una
sociedad del futuro. Aunque también es cierto que practicó más la
homosexualidad que la heterosexualidad, quizás porque esta última implicaría
problemáticas de índole social con las que Pizarnik ni se veía capaz ni deseaba
emprender.