martes, 29 de abril de 2025

EL TIEMPO POETIZADO Y ULTIMADO POR EL RECORDAR



Ningún espeso bosque ni ninguna investigación de geografías extrañas nos van a sorprender como lo hará con generosidad la operación de la lectura. En la serie de reflexiones breves que componen el Diapsalmata del filósofo Soren Kierkegaard, me topo con una de esas observaciones que te iluminan y te fascinan a un tiempo, que culminan la realidad captada con una imagen.

Kierkegaard nos confiesa que teme la acción de recordar. En cuanto recuerdas algo, parece que quede enterrado definitivamente en el tiempo, que ya no pertenezca al flujo vívido que podríamos denominar presente. Pero a esta confesión le da un mínimo giro, sublimando notablemente las características penosas del recordar:

Vivir en el recuerdo es la vida más completa que podamos imaginar. El recuerdo alimenta más ricamente que la realidad… Una circunstancia recordada, ya ha entrado en la eternidad.     

Glosar estas declaraciones nos llevaría a reformular nuestras ideas del tiempo, de la efectividad duradera de la vida, y del alcance de nuestras experiencias. Kierkegaard destaca aquí el poder lenitivo y reparador del recuerdo, colindante con el de la eternidad. En el recuerdo todas las potencias o posibilidades se produjeron en la vida de lo recordado o de lo que recordamos. Recordar algo es entronizarlo ante el tumulto de todos los otros sucesos, reconocer el cumplimiento de su plenitud y belleza.

En todos estos aspectos, recordar viene a ser una operación exquisita de reconocimiento: son los propios dones de lo recordado lo que protege del avance del tiempo. Vivir en el recuerdo, como dice Kierkegaard viene a ser el permanecer incólume ante el proceso aniquilador y general de las cosas, sumirse en la tranquilidad de una bendición perpetua.

Ahora bien, esta tarde, reflexionando sobre las palabras del filósofo, me vino a la cabeza otra cita que me impactó hace mucho tiempo y que figuraba en las páginas iniciales de un número de aquella revista que sobre lo paranormal, publicaba Jiménez del Oso, Más allá, creo que se llamaba. La cita era de un pensador moderno hindú cuyo nombre no recuerdo en este momento y decía: Vivir de recuerdos es arrastrar una muerte interminable.   

Me deslumbró, además de sentirme, al leerla, de algún modo, aludido debido a las circunstancias que a mediados de los noventa estaba experimentando. Ahora bien, ambas reflexiones, las de Kierkegaard y las del pensador hindú, no se refieren a lo mismo, al menos, a la misma actitud. Mientras que la observación del hindú se refiere a la decadencia moral que implica no vivir sino de los recuerdos de lo que se ha vivido al juzgar aquellos momentos como los más plenos, sinceros y felices, Kierkegaard destaca la función eternizadora del recuerdo, desde qué perspectiva se opera la pervivencia de las cosas. El recuerdo es una fuente de investigación, un depósito informativo que se presta a la evocación poetizante y al análisis minucioso. No es tanto que las cosas al ser recordadas queden como presas de un ámbar milenario que las preserve indefinidamente, no se trata de aludir a una dicha presunta que podamos derivar de una imagen estática para siempre. Creo que la observación de Kierkegaard es mucho más sutil. El recuerdo no es una forma de alusión estática sino todo lo contrario, dinámica, cambiante, prismática. El dinamismo evocador del recuerdo implica una imagen metamórfica del tiempo, que despliega en análisis consecutivos toda la textura inmaterial y continua de las realidades que fueron y que siguen siendo. Kierkegaard alude a la idoneidad del recuerdo no tanto como modelo fijo, teóricamente óptimo de alusión temporal sino como forma soberana de relacionar  hechos cuya ejecución constituye el recordar y la memoria, en suma.

No nos dice que nos entreguemos a la penosa actividad de recordar biografías o hechos  tediosos, sino que el que algo persista en su esplendor desde el recuerdo se nos revela como el modo mejor de interpretar tal cosa. Algo no se olvida por la cantidad o intensidad de detalles vitales que concita, significa o guarda y por el modo similar en que provoca nuestra evocación.

Kierkegaard nos está indicando o sugiriendo la naturaleza especial que se deriva del concepto de tiempo implicado por el recordar.

 

jueves, 24 de abril de 2025

ESCAPARATE MÍNIMO.



LUGARES

George Perec

 

He adquirido el volumen porque el escritor me es simpático como también su concepto lúdico de la escritura es de mi gusto. Pero confieso que con Perec siempre me resulta  más estimulante lo que propone experimentalmente que los resultados finales. Esta pieza se supone que iba a formar parte de una suerte de autobiografía secuenciada en un conjunto de libros cuyo trabajo final comprendería docenas de años de escritura. La obra Lugares consta de una combinación de textos divididos en dos funciones: recuerdos asociados a lugares concretos de la geografía parisina junto a descripciones objetivas in situ, de esos mismos lugares. El propio Perec dice que con el paso de los años, leer ambos tipos de textos revelaría tanto las vacilaciones o fantasías de la memoria como los efectos erosionadores del tiempo sobre la escritura. Sumirte en el laberinto del tiempo a través de la escritura propia puede suponer uno de los viajes más sorpresivos. Lo que yo observo aquí es lo que he apuntado anteriormente: el juego propuesto es estimulante pero si los recuerdos, asociaciones, descripciones, textos no tienen cierta entidad, todo se subsume en la mera estrategia de relacionar escritos más bien planos y es el puro factor del tiempo lo que tiene que añadir o crear el interés de lo literario. Los libros de Perec atraen por su apariencia de mecano, de juego permutatorio. El contenido de lo que tales juegos articulan, si pasan a un segundo plano ante la aparente movilidad del texto, es lo que a veces puede resultar indiferente, lo cual es una contradicción. Quizá haya que leer a Perec de otro modo, no de forma sustantiva, a ver qué me cuenta el contenido pues ahí, cualquier libro de memorias o un diario personal sería más que satisfactorio: quizás sean los datos que se desplazan a través de estas combinaciones lo relevante, qué nuevo mapa de pareceres y alusiones inscribe el tiempo en nuestra memoria.   

jueves, 10 de abril de 2025

YO VI EL ALEPH

 





Como el tiempo pasa barriendo y confundiendo las cosas y como no tengo otra oportunidad que la escritura para explicitar anécdotas y pareceres, se me ha ocurrido anotar aquí, aunque sea algo deprisa y corriendo, lo que me ocurrió una buena tarde de hace 14 años, antes de que se me vaya de la memoria. Precisamente no recordaba el asunto ya, y unas lecturas literarias me lo han traído al recuerdo.

Todo el mundo lector o casi todo el mundo, recuerda el hiperfamoso cuento de Borges El Aleph. Este, en el texto fantástico de Borges, era un objeto, una suerte de esfera brillante ubicada absurdamente en un rincón de la escalera de un sótano. Si mirabas con atención aquella esfera, podrías avistar el universo entero y todos los tiempos que han sido. Se me ocurre este símil porque no deja de parecerse en contexto y naturaleza extraña a lo que vi.

En el 2011, por las tardes-noches solía escuchar entre las nueve y las diez, un programa de radio que emitía Onda Regional de Murcia. El programa trataba sobre los inmigrantes que se iban estableciendo en la Región de Murcia, de sus vidas, historias y convivencias con los nativos. Me encontraba yo escuchando dicho programa, sentado en una mecedora en la habitación que había sido de mis hermanos y en donde tenía yo colocada una radio grande. Serían sobre las 21:20 horas cuando enfrente de mí, donde se encontraba una gran estantería de baldas gruesas de madera especiales para soportar el peso de libros grandes y enciclopedias, de uno de los cubículos formados por las mencionadas baldas, percibo, literalmente, que se enciende una luz. La luz era más plateada que blanca, pequeña, como una canica, y fue intensificando su fulgor y tamaño. Me quedé mirando pasmado, sin juzgar, como cuando ocurren estos casos de índole extraña. Cuando parece que había alcanzado su máxima potencia, y sin descubrir nada de su origen, es decir, desde el fondo, siempre, del cubículo, se fue apagando hasta desaparecer del todo. Yo, sentado en la mecedora, me dije, pero bueno, qué es eso. Me levanté y con algo de cuidado, me aproximé al punto del que había surgido la luz. Creí que algún objeto había funcionado como reflectante de la luz de la habitación: algún tipo de plástico, una caja de cedés, un cedé mismo,… Saqué unos folios que reposaban sobre los libros que casi llenaban ese espacio. Retiré un par de volúmenes y no vi nada que pudiera reflejar del modo que lo había visto, la luz que tenía puesta en la habitación. Miré los espacios vecinos. Nada. Carpetas, libros, unas barajas de cartas, pero nada, ninguna cosa de características lo suficientemente pulidas o algún electrodoméstico que pudiera haber producido la luz. Pensé, incluso, en la posibilidad de que se hubiera producido algún tipo de reacción química de la pintura de la pared.    

Recuerdo que de un estado de fascinación pasé a otro como de entusiasmo y corrí como un crío al comedor donde se encontraban mis padres viendo la televisión. Entré y les conté lo que había ocurrido. Mi madre sordeaba y entonces no tenía el aparato que luego le compramos, así que no se enteró mucho de lo que hablaba. Mi padre se extrañó pero se limitó a decirme ¿Ah, sí? Estaban más atentos a lo que estaban dando por la tele.

Regresé a la habitación. El programa de radio todavía no había terminado y me senté en la mecedora. Me puse a esperar a ver si la luz salía de nuevo. No paré de escrutar, de mirar, de observar, de investigar el punto concreto de donde había aparecido. Y esto fue así durante los próximos días y semanas. Teniendo en cuenta de donde se había generado aquella luz desconocida, entre libros, yo imaginaba que se había producido en mi biblioteca una suerte de puerta dimensional que daba a otros mundos, quizá a los que los libros allí presentes, ilustraban. Esta relación mágica entre la luz y los libros, entre el misterio y la cultura, estimulaba mi imaginación en secreto y más en tanto no encontraba una explicación a aquel pequeño fulgor. No había nada en la estantería y menos en el punto en cuestión, que justificase la aparición de aquella luz. Pensé, dándole vueltas al asunto, que en la posición en que yo estaba sentado en la mecedora, propiciaba que la luz de la habitación que provenía de las bombillas en el techo, impactara de algún modo sobre algo, haciendo que yo viera la luz. Me sentaba intentando colocar la mecedora en el lugar concreto donde estaba cuando apareció la luz, me puse de las mil posturas sentado, recostado, inclinado a un lado o al otro, y me quedé como estaba al principio. Si hubiera algún objeto que desde dentro de la estantería hubiese reflejado la luz del techo, yo ya me habría dado cuenta de ello, lo hubiera visto en más de una ocasión al entrar en la habitación o al sentarme para escuchar la radio como hacía desde más de un año. Además, y esto era una prueba a favor de lo extraordinario de la luz: cuando esta apareció yo estaba quieto, es decir, no me estaba meciendo y me encontraba sentado de un modo normal, dándome cuenta, este es el detalle crucial, a mi modo de ver, de cómo la luz se iba encendiendo lentamente para después, apagarse del mismo modo, poco a poco.

La presencia fugaz de una luz extraña en la biblioteca, pues me era imposible negar el hecho, me hizo pensar en el cuento de Borges. La similitud en la extrañeza, en el objeto inexplicable y la ubicación del mismo, fueron estímulos para la ideación de un porqué a la aparición de la luz.  Desde que el hecho ocurrió, le di mil vueltas a la historia, pero no pasé de imaginar argumentos puramente metafísicos o fantásticos: que aquella luz provenía de un universo paralelo y que había atravesado la pared con los libros porque era un mensaje que quería decirme algo. La verdad es que estuve días inquieto tanto por la realidad del fenómeno como por lo que este pudiera significar: ser el signo de que algo de carácter trascedente iba a suceder, o bien, pura virguería del espacio-tiempo realizada por nadie, por energías invisibles….

A día de hoy, y como he dicho, casi había olvidado ya el hecho, no he encontrado explicación a aquella luz que vi aquella tarde. Lo último que podría decir en cuanto a semejanza física, es que se parecía a una estrella brillando con toda su fuerza. Una luz que no alumbraba su entorno inmediato, es decir, que no funcionaba como la luz de una linterna. Tan sólo brillaba, sin afectar al espacio circundante.

Es curioso cómo funciona la mente y la racionalidad y cómo reaccionamos al tipo de información que pretendemos dar a conocer llanamente a los demás. En mi interior, tiendo a negar el hecho, a quitarle importancia, incluso a olvidarlo. Pero cada vez que invoco aquella tarde, la estupefacción vuelve a ganar terreno. Aquello sucedió, no padezco alucinaciones. Aquello se produjo. Y esto es lo que me turba.      

viernes, 4 de abril de 2025

LA INABARCABILIDAD DEL TIEMPO Y LA INMEDIATEZ DEL PASADO

 

Desde luego, el mayor viaje que podamos realizar no es a geografías remotas o exóticas sino el que hagamos alrededor del tiempo. Actualmente, un par de anécdotas o referencias breves, me han convencido de la imposibilidad de abarcar cuanto ha ocurrido en el mundo o de conocer con seguridad qué es el tiempo, qué es lo que ocurre en sus términos próximos al presente o lejanos con respecto a nuestra perspectiva.

Un par de ejemplos. Me compro un libro de la editorial Atalanta, espoleado por la época en que la obra fue escrita, el siglo XIX. El autor es un filósofo alemán de los rigurosos y científicos de ese momento, Gustav Theodor Fechner, pero sobre todo, lo que ha determinado mi interés por el texto ha sido la anécdota que encabeza el prólogo: un buen día que el filósofo salió a su jardín, percibió cómo emergía un resplandor de un brote de plantas en un rincón. Aquella imagen fue como una revelación mística, la confirmación insólita de sus ideas sobre la existencia del alma en los vegetales.

Paladeando semejante ocurrencia, tan fascinante avistamiento, me asombré de la cantidad desconocida de   historias que habrán ocurrido en la vida privada de la gente y que nunca conoceremos o que, paulatinamente, irán viendo la luz. Me maravillé por la realidad de esta consideración más que por su idea notable y concluí, por un lado, admitiendo el carácter indeterminadamente desplegable y misterioso del tiempo, y por otro, coincidiendo con la primera observación, la imposibilidad de conocer todo lo ocurrido en el tiempo. Este se me antojaba como una suerte de pergamino en el que estuviesen señalados los puntos en los que aconteció algo al tiempo que tal pergamino no terminara de desenrollarse nunca. Cada página presuntamente expuesta era en realidad insondable.




El otro ejemplo ha sido un programa de televisión que recordaba la historia y figura del boxeador Urtain. De este personaje, sólo recordaba, pero con gran elocuencia, un par de asaltos en blanco y negro por televisión en el que había tumbado a un gigante alemán, ganando el encuentro, y un muñeco con la efigie del boxeador que mi padre compró en no me acuerdo dónde, y que era uno de mis juguetes favoritos. Este par de referencias al famoso deportista eran nada ante el caudal informativo, videos, entrevistas, testimonio de familiares y de otros boxeadores, en que ha consistido el mencionado programa televisivo. Ante el visionamiento del programa, el pasado se actualizaba insólitamente, se convertía en presente, en generosa fuente de imágenes de los años sesenta y setenta y del propio Urtain. El tipo de peinado,  las patillas, los pantalones ajustados y los jerséis con el cuello alto, me llenaban de deliciosa familiaridad al tiempo que el resto del documental me arrasaba de fascinación y cierta estupefacción al comprobar cómo el pasado que creía fenecido, aniquilado, se guarece en algún lugar para aparecer sorpresivamente cuando se lo evoca.

¿Qué quiere decir todo esto, la anécdota secreta de Fechner o la vida de Urtain, lujosamente ilustrada cuando el recuerdo del boxeador estaba para mí sumido en las catacumbas? Que el tiempo no desaparece del todo, que los fenómenos del pasado, a través de mínimos testigos, puede retornar desmesuradamente, confirmando, por otro lado, que sus intervalos se desplazan subterráneamente, portando insólita vida dispuesta a mostrarse.     

SUMAS II

Cuando ante el médico o ante cualquier otra   persona se me dice que las causas del dolor o afección que estoy experimentando pueden prove...