viernes, 8 de marzo de 2019

UN CUERPO PARA LA CIENCIA















Creo que un Baudrillard le hubiera dedicado un par de páginas al menos, a propósito de las supremas banalidades en que la industria ha sumido al sexo, o bien, en referencia a las nuevas encarnaciones psicofísicas a que la era postindustrial sometería experimentalmente eso que ha quedado tras la liquidación del alma y que se llama cuerpo. Porque esta señora o es, como todo el mundo, mero producto de su época o es la supermujer del futuro pasado que se resiste a dejar de zaherir el escaso pudor que nos resta a la hora de visionar novedades y atrevimientos ajenos.      
Victoria Lomba se  llama la interfecta y al parecer es hispanobrasileña. De lo que no hay duda, tras contemplar sus videos y sus fotos facebokeras, es que el conjunto de los atractivos femeninos imaginables se dan cita en este plástico escenario de carne superlativa que es el cuerpo de la Lomba, de un modo, también, exagerado y vertiginoso.
Musa internética del fitness, experimento social, encarnación del sexto o séptimo sexo, Victoria Lomba supone lo indescriptible, el culmen de la exageración y de la autocaricatura, el más allá de todo ello, la suma de las metamorfosis de la carne como objeto último del postsexo.
¿A quién se supone que pretende seducir este ultraensimismamiento de la carne, esta conversión de la fisicidad femenina en músculo de sí, esta alienación de toda delicadeza inteligible en suprapulimento de cada miembro del cuerpo?
El grado de idiotismo con que se ha fulminado todo tacto a la hora de la seducción, se muestra cuando Lomba aparece en sus videos grabada a toda y repentina velocidad, como si en vez de admirar un bonito cuerpo en evolución, estuviésemos viendo una película cómica muda de Chaplin.
En tales videos y en sus fotografías, la Lomba hace recaer la trémula verticalidad de toda tentación  visual sobre su trasero, expresión suprema e hipérbole de toda gracia genética, sublimación del músculo en esfera mollar, en harmonía furiosa de curvaturas hiperplásticas.
No sólo las nalgas, sino la musculatura general, desde los brazos, virilmente tatuados, hasta las pantorrillas, desde el vientre hasta la boca con esos labios burlonamente diseñados de estudiante picarona, toda Lomba es una exhibición que reta a los analistas a definirla, a encuadrarla en alguna categoría que pudiera calmar tal pulsión exhibitoria. 
Ese prodigio de curvas, ese éxtasis de durezas blandas o de blanduras duras, que define la dimensión extensa de la persona de Victoria Lomba, se mueve por páginas webs y capitales del mundo, gimnasios y escenarios internacionales, confirmando el grado de superreal imposible a que ha llegado la máxima mercancía del universo, el cuerpo femenino, y parapetándose en la fatalidad de una tendencia general, se despunta como uno de sus logros más ejemplares.
La Lomba es una mujer tan retocada que parece un travesti, al tiempo que es algo que va más allá de eso, una encarnación de una nueva categoría sexual emergida del trance gimnástico y la alimentación especializada.  
¿Será capaz un sujeto como este de envejecer, de olvidarse del estado de su trasero, de exhibirse como meta suprema de la comunicación y conquista de la tribu, de no sentirse una friki del atletismo?
Tendemos a creer que a Lomba poco le afectan las críticas y que es feliz tal y como es. Los apurados somos nosotros, que no sabemos si a la hora de fijarnos en ella, debemos aplacar arcanos instintos o extrañarnos definitivamente ante lo que ha sucedido con nuestras bellas musas tras haber tenido la ocurrencia de hacer un poco de pesas.      
     




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