Creo que un Baudrillard le
hubiera dedicado un par de páginas al menos, a propósito de las supremas
banalidades en que la industria ha sumido al sexo, o bien, en referencia a las
nuevas encarnaciones psicofísicas a que la era postindustrial sometería experimentalmente
eso que ha quedado tras la liquidación del alma y que se llama cuerpo. Porque
esta señora o es, como todo el mundo, mero producto de su época o es la
supermujer del futuro pasado que se resiste a dejar de zaherir el escaso pudor que
nos resta a la hora de visionar novedades y atrevimientos ajenos.
Victoria Lomba se llama la interfecta y al parecer es
hispanobrasileña. De lo que no hay duda, tras contemplar sus videos y sus fotos
facebokeras, es que el conjunto de los atractivos femeninos imaginables se dan
cita en este plástico escenario de carne superlativa que es el cuerpo de la
Lomba, de un modo, también, exagerado y vertiginoso.
Musa internética del
fitness, experimento social, encarnación del sexto o séptimo sexo, Victoria
Lomba supone lo indescriptible, el culmen de la exageración y de la
autocaricatura, el más allá de todo ello, la suma de las metamorfosis de la
carne como objeto último del postsexo.
¿A quién se supone que
pretende seducir este ultraensimismamiento de la carne, esta conversión de la
fisicidad femenina en músculo de sí, esta alienación de toda delicadeza
inteligible en suprapulimento de cada miembro del cuerpo?
El grado de idiotismo con
que se ha fulminado todo tacto a la hora de la seducción, se muestra cuando
Lomba aparece en sus videos grabada a toda y repentina velocidad, como si en
vez de admirar un bonito cuerpo en evolución, estuviésemos viendo una película
cómica muda de Chaplin.
En tales videos y en sus
fotografías, la Lomba hace recaer la trémula verticalidad de toda
tentación visual sobre su trasero,
expresión suprema e hipérbole de toda gracia genética, sublimación del músculo
en esfera mollar, en harmonía furiosa de curvaturas hiperplásticas.
No sólo las nalgas, sino la
musculatura general, desde los brazos, virilmente tatuados, hasta las
pantorrillas, desde el vientre hasta la boca con esos labios burlonamente
diseñados de estudiante picarona, toda Lomba es una exhibición que reta a los
analistas a definirla, a encuadrarla en alguna categoría que pudiera calmar tal
pulsión exhibitoria.
Ese prodigio de curvas, ese éxtasis
de durezas blandas o de blanduras duras, que define la dimensión extensa de la
persona de Victoria Lomba, se mueve por páginas webs y capitales del mundo,
gimnasios y escenarios internacionales, confirmando el grado de superreal
imposible a que ha llegado la máxima mercancía del universo, el cuerpo
femenino, y parapetándose en la fatalidad de una tendencia general, se despunta
como uno de sus logros más ejemplares.
La Lomba es una mujer tan
retocada que parece un travesti, al tiempo que es algo que va más allá de eso,
una encarnación de una nueva categoría sexual emergida del trance gimnástico y
la alimentación especializada.
¿Será capaz un sujeto como
este de envejecer, de olvidarse del estado de su trasero, de exhibirse como
meta suprema de la comunicación y conquista de la tribu, de no sentirse una
friki del atletismo?
Tendemos a creer que a Lomba
poco le afectan las críticas y que es feliz tal y como es. Los apurados somos
nosotros, que no sabemos si a la hora de fijarnos en ella, debemos aplacar
arcanos instintos o extrañarnos definitivamente ante lo que ha sucedido con
nuestras bellas musas tras haber tenido la ocurrencia de hacer un poco de
pesas.
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