Leo con gusto las
reflexiones de Gil de Biedma sobre la obra poética de Jorge Guillén,
al tiempo que sigo con interés el último libro de Chantal Maillard, “La
compasión difícil”, y me interno,
además, en las densidades del lenguaje filosófico de Levinas a través de
su obra Totalidad e infinito.
Cada libro, aunque altamente intelectual, posee su frecuencia semántica y
textura. Me refiero al placer que se procura en la lectura según cómo traten el
material del que hablen. Y naturalmente, según lo hagan como lo hagan, ese
material se subraya como tal material u otro.
El texto que me parece menos
áspero y más livianamente fecundo es el de Biedma. Hablar con tan justificada
positividad sobre un texto poético, iniciar rutas de lectura sobre un material
tan concentrado y quizás, esquivo, ratifica la obra guilleniana como objeto
exquisito de lucubración y como uno de los episodios más brillantes de la
historia literaria española.
Chantal ofrece originalidad
y provocación a través de un lenguaje nada enrevesado. Su última obra es un
conjunto de prosas que cercan una temática compleja y de no muy agradable consideración:
cómo seguir afrontando la vida cuando esta implica el sacrificio tácito de los
que la mantienen. La protesta no sólo es ética, sino cosmológica, total.
El libro de Levinas es una
ocasión para la práctica del lenguaje filosófico y la paulatina penetración,
para profanos apasionados de la racionalidad, en el desarrollo de la dilucidación metafísica
pura. El estilo de Levinas pretende ser directo, es decir, nominar la densa
materia del juego conceptual desde afuera, es decir, sabiendo captar las conexiones
de sentido, no parando de definir cada paso y sin resbalar excesivamente en
retóricas técnicas aunque sin poder evitar la utilización de conceptos propios
para llevar a cabo tal clarificación. Algunos pasajes son elocuentemente
precisos y podían constituirse en racimos de frases memorables, rondando el
aforismo. No supone una obviedad recordar que el lenguaje filosófico es una
definición de estados complejos continuos y de nexos que determinan prioridades
conceptuales en episodios progresivamente engrosables.
El trabajo de Biedma es
tranquilamente luminoso: escribir sobre la expresión bella crea un
conocimiento, asimismo, atractivo de leer al mantenerse en un espacio permeable
y estimulante, pues se estudian las posibilidades de la lengua y las
especificidades estéticas de una de sus expresiones en particular, encarnada en
la obra, en este caso, de Jorge Guillen.
La atipicidad del estilo
fragmentario de Chantail la hermana con el pensamiento gnóstico que busca en
los linderos poéticos revelaciones posibles sobre la naturaleza de nuestro
mundo actual. La diferencia con respecto al universo semiótico de Biedma es que
mientras en el de este se va navegando en la dulcedumbre del paladeo analítico
de lo poético, en el de Chantail, los hallazgos conceptuales suponen golpes
súbitos a la atención y a la reflexión. El amargor de las meditaciones de
Chantail se atenúa sólo por ese formato breve que nos provee de materia de
debate sin aplastarnos con la exégesis larga. El desasosiego dosificado, pero
finamente perturbador.
El sistema leviniano
pretende la comunicación de lo complejo, la resolución del lenguaje en un
vínculo que nos lleve al encuentro del otro que se visibiliza para nosotros
bajo el concepto de rostro. Lo
grato en Levinas es que afronta el cerco metafísico con intenciones de claridad
y atraviesa masas de abstracciones, indicando qué función concreta tienen cada
uno de los componentes del rocoso juego filosófico en el trance de la comunicación con el prójimo. Levinas no
describe, meramente, las incidencias previsibles de un diálogo, sino el proceso
de la comprensión mutua de las personas más allá de la interioridad, en la exterioridad
absoluta que refleja la idea de lo infinito.
En la red había leído reseñas
algo confusas sobre la Tribada de Miguel Espinosa. Una de ellas
hablaba con rotundidad del fracaso de estas obras al considerar su prosa como fatigosa, espesa,
inútilmente interrumpida por reflexiones y contenidos extraños y
extraliterarios. Creo que el reseñador se confundía de novela. Estoy leyendo la
edición conjunta de ambas Tríbadas que hiciera Siruela en un volumen con prólogo
de Fernando Arrabal en el 2007 y podría sintetizar con un comentario esta obra,
así: historia lésbica del siglo XX contada con un lenguaje del siglo XVII. De
modo resumido, en esto consiste, estilísticamente, la tríbada espinosiana. El
efecto, al leer esta obra de principios de los ochenta, en 2019, es chocante y
a veces sorpresivo. La búsqueda de lo sensual, de lo excitante en este texto
parece condenada a la dureza del español coriáceo y escultural de Espinosa. No
hay compasión para moderneces y salidas de tono, es decir, actualización
posible o asimilación con hablas contemporáneas. Espinosa se mantiene fiel a una rigidez
escritural que si bien ofrece fragmentos de anacrónico paladeo, excluye relajos
orgásmicos al consignarlos marcialmente como particularidades sensoriales. No es
que sea un lenguaje pudoroso en cuanto a reflejar la contienda sexual de modo
más inmediato o gráfico, sino que la formalidad lógica de su habla no trasciende su molde, y es
dentro de ese curso formal y límpido donde va a ir instalada toda la narración.
Sí que quiero señalar que en una historia como esta, de encuentros sexuales y
consecuencias de los mismos en el ánimo y la convivencia, si bien no acabo de
ver el grado de ajuste de lo que se cuenta con el estilo que se cuenta, es este
registro, precisamente, el que hace surgir esas casuales reflexiones y giros al
aire de la narración, de tono habitualmente soberbio. Ejemplo…
Creo que si hoy alguien
intentara esta proeza, escribir de un modo tan descaradamente anacrónico, el
éxito sería dudoso, independientemente de que valoráramos el trabajo de semejante
ejercicio. Siendo obra del escritor murciano, las Tríbadas se justifican por la
locura de Espinosa, claro. El mundo se hace cognoscible por el tipo de lenguaje
que elijo para expresarlo y juzgarlo. Recordemos, a propósito, el aforismo de Wittgenstein.
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