martes, 26 de julio de 2022

ESCUCHAR MÚSICA




Recientemente, pasé siete días sin ordenador. A última hora, ya lo hacía todo a través  del ordenador: escribir, bucear por internet, comunicarme a través del correo electrónico, guardar fotografías y referencias a páginas web, y también escuchar música.

Cuando tuve que enfrentarme a la ristra de horas que me esperaban sin saber cómo sortearlas, lo que eché de menos en primer lugar fue no poder escuchar música. Podía recurrir a  la radio, pero sin poder escuchar la música que a mí me gusta y que necesitaba escuchar. Esa necesidad revela no meras preferencias sino auténticos respiraderos vitales. La música es para mí tan imprescindible como el oxígeno y supone el medio más eficaz que conozco para trascender las servidumbres psíquicas de las circunstancias inmediatas. Siempre he escuchado música en una mecedora o en un balancín. Desde pequeño, me agencié de la mecedora de tela que había en la galería y así, hasta ahora. Me resulta imposible, una suerte de tortura o contradicción escuchar música en un sillón, en una posición estática. La música te mece, te lleva, te acaricia. Es por esto que cedo a, no la tentación, sino a la dirección y a la esencia de la música, utilizando siempre  mecedora.

El poder estimulante de la música es total: tiene la capacidad casi mágica de transformar el estado anímico-físico del sujeto, obrando sobre él una especie de metamorfosis de sus ubicaciones sensoriales que le obligan con infinito encanto a ingresar en el movimiento.

Con la música puedo, literalmente, atravesar el tiempo como si fuera una mera tira de gasa y remontar las inercias vitales engastadas en las podredumbres del día.  


Recuerdo, de crío, cómo mi padre me castigó alguna vez de modo particularmente cruel: prohibiéndome utilizar el tocadiscos que trasteaba todos los días.

Aquel desproveerme del auxilio de la música me condenaba a la muerte de la inmovilidad precisa, me sumía en una desolación perfecta, en el desamparo. Es como si me muriera de sed y me quitaran el agua, lanzándome a las tristes comodidades de una habitación solitaria e insoportablemente silenciosa.

La música es el arte temporal que más sabiamente transforma y conjura al espacio. Literalmente, cuando suena la música, el espacio circundante se diluye, se hace ingrávido, pierde la monotonía de su ubicación.

Escuchar música es la terapia por excelencia, el brote alquímico súbito que el alma necesitaba para vencer el desasosiego de atomizarse cada minuto ante el espejo muerto de las cosas.

La música, irrumpiendo en el tiempo, dispersa el desfile de las horas, dándote el cauce infinito de algo que no es tiempo aunque se le parezca: una primicia de eternidad.


Escuchar música supone experimentar ese dinamismo definitivamente liberador que sólo lo alcanza el espíritu redimido. Y es de este modo, a través del movimiento glorioso de la música, como se nos revela que nuestro destino es la felicidad y la victoria.

La música, que suena siempre ahora, es la expresión de ese más allá que nos espera, juguetón y rutilante, tras haber reincorporado a nosotros mismos todas nuestras virtudes y facultades, es decir, habiendo recuperado para siempre nuestra soberanía.

Sin música el universo se convierte en un escueto haz de polvo y silencio culpable; los espacios, en planos sin acontecimiento. Los seres esperarían el suceso de algo tras haberlo confesado y escrito todo.


Estos días sin ordenador han coincidido con el festejo del Orgullo. Por la noche, desde la terraza escuchaba la música no ya del desfile sino de las kábilas que, a su vez, esperaban la fiesta de los moros, ya muy próximas.

Este escuchar música lejana me sumió en pensamientos también referidos a sensaciones lejanas. Recordé cómo escuchaba, a finales de los setenta, la música estruendosa de las kábilas, en plena fiesta de moros y cristianos, desde la cama de mi habitación, sin poder dormir. Lo tenía todo abierto: ventanas y puertas de la galería y del balcón. La música entraba en casa, habitándola durante casi toda la madrugada, irrigando las sombras nocturnas de una viveza loca, convirtiendo el espacio de la estancia en una piscina sonora.  

Recordé con especial fascinación la música que se escuchaba desde la terraza de nuestra casa de Torrevieja, procedente de la famosa discoteca Keeper. Yo salía de madrugada a sentarme en el balcón, buscando algo de fresco y me quedaba fascinado pensando en qué tipo de orgías se sumía aquella gente que se encontraba en aquel punto luminoso verde, bailando enloquecidamente con la música interminable. Frente a nuestro edificio, se extendía una landa más bien desértica y al final, tras algunas casas dispersas por aquel espacio todavía poco edificado, me refiero a los años 76 ó 77,  casi sobre la línea del horizonte, se encontraba aquel rectángulo que por la noche se transformaba mágicamente en lugar de éxtasis y potente foco sonoro. A lo largo de la madrugada los danzantes, ya exhaustos, iban desfilando más o menos lúcidos: regresaban andando a sus casas por el borde de la carretera. Recuerdo la excitación que sentía cuando parejas de curvilíneas suecas desfilaban al borde de la calzada y me saludaban entre risas al detectarme mirando desde mi balcón, como un besugo, el espectáculo de la noche y su más o menos oblicua invitación al sexo.

Quizá la música sea también memoria, pero no en el sentido de un mero depósito errante de recuerdos y sensaciones sino como alusión a los mundos que nos esperan. 

jueves, 21 de julio de 2022

EL SILENCIO QUE CONVIVE CON LA ESTACIÓN



Recuerdo hace un par de años a un chico que frente al Corte Inglés, en Murcia, en plena gran Vía, portaba un cartel que decía, más o menos, pues no recuerdo con exactitud: ¿Qué os parecería si la Gran Vía fuese cortada en dos? El chico protestaba contra la barrera abierta entre la estación de trenes y el barrio de enfrente, que quedaba con las obras de soterramiento, totalmente aislado de la ciudad, siendo Murcia, también.

Aquel chico me estremeció un poco porque estaba completamente solo en su protesta y tenía toda la razón en esgrimir aquel cartel contra la conciencia de los murcianos del centro que permitían que un barrio entero de la ciudad quedara marginado, poco menos que expulsado de la propia urbe.

No sé cómo andarán en estos momentos las cosas, pero ahora que la estación ha encajonado sus nuevos  andenes paralelamente a las casas del barrio exmurciano, mientras se espera el tren, tenemos justo enfrente, a la vista,  el conjunto de viviendas sobre las que ha caído la injusta maldición de convertirse en periferia.

Debo confesar que me quedo fascinado examinando, mientras llega el cercanías, estos grupos de edificios en los que a pesar de verse alguna ventana abierta y macetas en relativo buen estado, no se detecta el más mínimo movimiento humano. Salvo en una ocasión, este mes de mayo pasado, que vi a una joven pareja con su hija en la azotea de uno de los edificios, no he sido capaz de percibir movimiento, cabeza asomándose o transeúnte fugitivo por estos desolados lares desde que la estación se acabara de ubicar donde se encuentra hoy.

Instalaciones de mantenimiento de la estación y la irónica colocación de un punto limpio se encuentran fuera de las vías, a pocos metros de las viviendas, como sus más cercanos y antipáticos vecinos.

Examino con detenimiento las ventanas, los balcones, las persianas echadas, las puertas desconchadas y los bajos en los que hubo comercio y experimento algo así como si se tratara del decorado de una película de ciencia-ficción: una lluvia radioactiva o algún tipo de pandemia han provocado la huida o la muerte de sus habitantes.

Residentes hay, claro, pero ignoro si esta sensación de desolación se corresponde a las horas en que me encuentro yo en el andén o si en efecto, un número importante de personas se han desplazado o ido de allí. Es impresionante el silencio que parece flotar como una espesura invisible sobre las casas y las pocas calles que son visibles.   

 







lunes, 18 de julio de 2022

NOTAS POSIBLES. Estar fuera de la vida y amar la vida. I

 


Llevo cierto tiempo dulce, es decir, sin abismamientos ni pensamientos siniestros. Me encuentro tan insólitamente bien que me siento extraño, casi inseguro, como si algo fuera a ocurrir. Me pregunto yo a estas alturas, de qué ha valido tanto sufrimiento secreto, el calvario de tanto aislamiento, la tortura de tantas fiestas resueltas en la angustia y pasadas gracias al éxtasis de la música. Eso sí que no podré perdonármelo: la cantidad de tiempo que he desperdiciado, que no he vivido, que he perdido. Aunque pueda renacer en la hora presente, algo de la herida de ese tiempo esfumado y no experimentado, frustrado, pesará sobre mí.

 

 

Envidio a la poeta noruega Inger Christensen, es decir, me sorprende que con el tipo de poesía que escribía, tan poco popular, tuviera un éxito más que notable en sus días. O el pueblo noruego demostró un gusto muy singular o es que era la época hipi con su oferta de mundos y éxtasis nuevos lo que creó un ambiente propicio de recepción. 

 

 

El espacio cuadrangular de las películas de Clint Estwood. He ido examinando sus grandes películas de los setenta y todas las mejores tomas son de una horizontalidad muy eficaz: azoteas con el mar de fondo, piscinas a cuyo borde se encuentra el cadáver de una bonita muchacha en traje de baño. La chulería de los setenta.

 

 

Después de un largo periodo sin frecuentar densidades y secretos absolutos, volver a la escritura no sólo me da pereza sino que se me antoja pedante: aquí estoy de nuevo, pertrechado de lucidez y de entusiasmo por los laberintos sin fin... de siempre…

 


Qué insoportablemente solo me encuentro con esta lucidez a rastras y encima, en estos días de fiesta, qué hastío…

 

Imaginar que James Brown, que las grandes estrellas del arte o la música o el pensamiento que admiramos, estén muertas, me parece ridículo, trivial. Resulta artificioso pensar que quien protagoniza en nuestra memoria y emoción, la más intensa encarnación de lo vivo y pleno, haya fallecido y no esté, supuestamente, con notros.

 

 

Cuando alguien me pregunta por los papás suelo responder con un eficacia aprendida y formal, pero por debajo de la expresión contenida, se me abre, de pronto, un abismo, un precipicio sobre el que tengo que guardar un complicado y súbito equilibrio, si no quiero desaparecer yo mismo en él.

 

 

Semidormido, suena música por la radio. Los términos en que la creación del mundo se dio, un hilo vibratorio de temblores y rumores, separándose entre sí a partir del nacimiento en un mismo punto.



En las sedas furtivas de la noche del sábado vislumbro,  acaricio la salvación, la reconciliación definitiva, el misterio por fin resuelto de los seres a través de la trémula felicidad que nos da el sabernos todos soberanos y dignos de belleza y amor.

 

 

Un concierto en el cementerio. Imagino el final espectacular de la sinfonía Turangalila de Messiaen, haciendo estallar de luz los nichos, atravesando de furia sagrada los muros de los panteones, liberando a todos los seres que yacen el pasado, siendo redimidos en el ahora estallante de la música de la resurrección.

 

martes, 12 de julio de 2022

DE CÁRCEL A MUSEO

Este sábado visité la cárcel vieja de Murcia. Había tenido noticia de que se había convertido en un museo y de que, este,  estaba abierto hasta las diez de la noche. Pero en Murcia, ya a principios de junio las cosas ya no funcionan exactamente como los medios confirman y el público se desplaza a las playas, porque, efectivamente, di con la carcel pero cerrada. Tampoco importó mucho, pues la exposición que tenía lugar y que durará hasta septiembre, tal y como vi en la tele, apenas consta de un par de imágenes deslavazadas que hacen alusión al juego espacial interior-exterior que es en sí como ha quedado la disposición del lugar. Y eso es lo que he fotografiado, esa suave remitencia de un espacio a otro, esa alusión entre las ubicaciones abiertas de  fuera y las de dentro (estas últimas, vírgenes para mí, pues el museo estaba, como he dicho, cerrado). 

























viernes, 8 de julio de 2022

VIDA DE LORD BYRON. EMILIO CASTELAR



Cuando la pasión y la inteligencia se aúnan en un texto, la lectura suele marcar como no olvidable en la memoria el efecto de alguno de los pasajes de ese texto. Lo sorpresivo de Emilio Castelar, nuestro histórico político y egregio orador, es que el recurso metafórico de su famosa retórica no se convierte en un obstáculo para la comprensión de lo escrito como podría uno, previsiblemente, imaginar. Al contrario. La dinámica del texto escrito por Castelar suma brillantez en la imagen e intensidad expresiva en la palabra. Su eficacia es máxima y uno lee lo ideado con un placer que calificaría de muy estimulante: nos encontramos con una exposición apasionada y de época al tiempo que el tono literario empleado resulta tan preciso como revelador, en suma.

Aún recuerdo la delicia que supuso para mí, hace unos años, la lectura del volumen en que Castelar narraba su viaje a Italia. En el caso presente, esta biografía sobre Byron la he podido encontrar en la editorial valenciana Maxtor que se dedica a publicar facsímiles. También es cierto que hay que lamentar que Castelar no escribiese más. En él, el estro verbal y la tentación literaria son más que evidencias de su gusto, pues escribió casi tantas novelas como discursos.

En este caso, tratándose de un personaje como lord Byron, Castelar lo retrata en consecuencia, es decir, con vigor hiperbólico en la evocación y musa romántica en la pluma. Siendo un personaje romántico, la biografía misma está escrita con el tono y la pasión romántica. Sólo de este modo es posible narrar las peripecias de un escritor como Byron así como las características de su psicología y destino. Y lo repito, el tono literario que Castelar emplea tan sabiamente no convierte al texto, meramente, en una curiosa antigualla ni lo estanca en la formalidad estética: hoy esta semblanza se lee con placer e interés y pocos elementos afloran como anacronías o caprichos. Estas características hacen de esta breve biografía, nada deudora de la pesadumbrosa compilación histórica, una pequeña obra maestra en su género. 

UN PAR DE OBSERVACIONES ORTEGUIANAS

  Leyendo a Ortega y Gasset , me he encontrado con un par de pasajes que he convertido en motivos autopunitivos o que se me han revelado...