Recientemente, pasé siete días
sin ordenador. A última hora, ya lo hacía todo a través del ordenador: escribir, bucear por internet, comunicarme
a través del correo electrónico, guardar fotografías y referencias a páginas
web, y también escuchar música.
Cuando tuve que enfrentarme a
la ristra de horas que me esperaban sin saber cómo sortearlas, lo que eché de
menos en primer lugar fue no poder escuchar música. Podía recurrir a la radio, pero sin poder escuchar la música
que a mí me gusta y que necesitaba escuchar. Esa necesidad revela no meras
preferencias sino auténticos respiraderos vitales. La música es para mí tan
imprescindible como el oxígeno y supone el medio más eficaz que conozco para
trascender las servidumbres psíquicas de las circunstancias inmediatas. Siempre
he escuchado música en una mecedora o en un balancín. Desde pequeño, me agencié
de la mecedora de tela que había en la galería y así, hasta ahora. Me resulta
imposible, una suerte de tortura o contradicción escuchar música en un sillón,
en una posición estática. La música te mece, te lleva, te acaricia. Es por esto
que cedo a, no la tentación, sino a la dirección y a la esencia de la música,
utilizando siempre mecedora.
El poder estimulante de la
música es total: tiene la capacidad casi mágica de transformar el estado
anímico-físico del sujeto, obrando sobre él una especie de metamorfosis de sus
ubicaciones sensoriales que le obligan con infinito encanto a ingresar en el
movimiento.
Con la música puedo, literalmente, atravesar el tiempo como si fuera una mera tira de gasa y remontar las inercias vitales engastadas en las podredumbres del día.
Recuerdo, de crío, cómo mi
padre me castigó alguna vez de modo particularmente cruel: prohibiéndome
utilizar el tocadiscos que trasteaba todos los días.
Aquel desproveerme del auxilio de la música me condenaba a la muerte de la inmovilidad precisa, me sumía en una desolación perfecta, en el desamparo. Es como si me muriera de sed y me quitaran el agua, lanzándome a las tristes comodidades de una habitación solitaria e insoportablemente silenciosa.
La música es el arte temporal
que más sabiamente transforma y conjura al espacio. Literalmente, cuando suena
la música, el espacio circundante se diluye, se hace ingrávido, pierde la monotonía
de su ubicación.
Escuchar música es la terapia
por excelencia, el brote alquímico súbito que el alma necesitaba para vencer el
desasosiego de atomizarse cada minuto ante el espejo muerto de las cosas.
La música, irrumpiendo en el tiempo, dispersa el desfile de las horas, dándote el cauce infinito de algo que no es tiempo aunque se le parezca: una primicia de eternidad.
Escuchar música supone
experimentar ese dinamismo definitivamente liberador que sólo lo alcanza el
espíritu redimido. Y es de este modo, a través del movimiento glorioso de la
música, como se nos revela que nuestro destino es la felicidad y la victoria.
La música, que suena siempre
ahora, es la expresión de ese más allá que nos espera, juguetón y rutilante,
tras haber reincorporado a nosotros mismos todas nuestras virtudes y
facultades, es decir, habiendo recuperado para siempre nuestra soberanía.
Sin música el universo se convierte en un escueto haz de polvo y silencio culpable; los espacios, en planos sin acontecimiento. Los seres esperarían el suceso de algo tras haberlo confesado y escrito todo.
Estos días sin ordenador han
coincidido con el festejo del Orgullo. Por la noche, desde la terraza escuchaba
la música no ya del desfile sino de las kábilas que, a su vez, esperaban la
fiesta de los moros, ya muy próximas.
Este escuchar música lejana me
sumió en pensamientos también referidos a sensaciones lejanas. Recordé cómo
escuchaba, a finales de los setenta, la música estruendosa de las kábilas, en
plena fiesta de moros y cristianos, desde la cama de mi habitación, sin poder
dormir. Lo tenía todo abierto: ventanas y puertas de la galería y del balcón.
La música entraba en casa, habitándola durante casi toda la madrugada,
irrigando las sombras nocturnas de una viveza loca, convirtiendo el espacio de
la estancia en una piscina sonora.
Recordé con especial
fascinación la música que se escuchaba desde la terraza de nuestra casa de
Torrevieja, procedente de la famosa discoteca Keeper. Yo salía de madrugada a sentarme en el balcón, buscando
algo de fresco y me quedaba fascinado pensando en qué tipo de orgías se sumía
aquella gente que se encontraba en aquel punto luminoso verde, bailando
enloquecidamente con la música interminable. Frente a nuestro edificio, se
extendía una landa más bien desértica y al final, tras algunas casas dispersas por
aquel espacio todavía poco edificado, me refiero a los años 76 ó 77, casi sobre la línea del
horizonte, se encontraba aquel rectángulo que por la noche se transformaba
mágicamente en lugar de éxtasis y potente foco sonoro. A lo largo de la
madrugada los danzantes, ya exhaustos, iban desfilando más o menos lúcidos: regresaban
andando a sus casas por el borde de la carretera. Recuerdo la excitación que
sentía cuando parejas de curvilíneas suecas desfilaban al borde de la calzada y
me saludaban entre risas al detectarme mirando desde mi balcón, como un besugo,
el espectáculo de la noche y su más o menos oblicua invitación al sexo.
Quizá la música sea también memoria, pero no en el sentido de un mero depósito errante de recuerdos y sensaciones sino como alusión a los mundos que nos esperan.