Hay poetas que, ajenos a la fama y al mercado literario, desaparecen en el proceloso interior, en la espiral de su propia obra. Dos cosas, por tanto, determinan su destino: la indiferencia ante un probable público lector y la entrega total, insensata al emprendimiento del verbo propio como misión prioritaria que implica toda una vida. A poetas como estos pertenecía Jorge Cuña Casasbellas.
Lo conocimos en el año 85, cuando vino a Orihuela, proviniente de Pontevedra junto con su compañeras Lola Varela, al ser destinada ésta como profesora el Instituto Profesional de la localidad. Entonces, a un grupo de apenas veinteañeros nos unía la pasión por la poesía y por la literatura,en general, y la idea de sacar a la calle una revista, que se llamó Empireuma, no tardó en surgir tras los primeros y entusiasmados encuentros.
En aquellos momentos nos interesaba menos publicar o ganar premios literarios que profundizar en el conocimiento del misterio creativo y fascinarnos con el descubrimiento de autores y obras.
Era la época de la bohemia, de la arrogancia y del arte por el arte. Todo esto facilitó que los encuentros con Jorge se convirtieran en largas veladas en el salón o al pie de la piscina de su casa, animadas por el trasiego de las bebidas, que arribaban al corazón de la madrugada y que giraban en torno a un motivo casi exclusivo: la pasión por la palabra poética.
Los encuentros surgían espontáneamente y la casa de Jorge se convertía en nave de poetas sin obra y de artistas amateurs: allí nos dábamos cita los que formábamos el grupo embrionario de Empireuma y los alumnos del grupo de teatro que Lola dirigía como una más de sus actividades.
Cuando Jorge se fue de Orihuela, en el año 86, perdimos el contacto y sólo tuvimos noticias de él en el año 2004, cuando el poeta Pérez Poza nos comunicó su fallecimiento.
Ineludiblemente mitifacamos y mistificamos el pasado. Pero entre los que compartimos esta locura improductiva que es la poesía, nuestro recuedo de Jorge es, sin embargo, muy claro y actual, todavía. Posiblemente, él significó más para nosotros que nosotros para él.
Autor de una obra corta pero muy unitaria, sus cuatro poemarios, Serpigo, Moloch, Mantis e Hipofanías, son como las partes corales de una sola sinfonía, el repertorio secuenciado de una sola representación. Con poetas como Jorge se plantea el arduo misterio de las relaciones entre el cuerpo y la escritura - las errancias dipsomaníacas - , entre el yo y la densidad semántica de la palabra poética cuando ésta es concebida como emergida de las fuentes mismas del lenguaje, anterior a usos sociales e instituciones de significado y hermanada, fundamentalmente, con la música.
La poesía de Jorge no es ni simbolista ni mística, meramente, sino que emerge de un conflicto arcano, es eclosión directa del mito. Podríamos decir que, paradójicamente, su poesía la informa un génesis apocalíptico. Efectivamente. La poesía de Jorge habla de un origen, de la lucha de las palabras, los elementos y los cuerpos entre sí, y muestra una epicidad, la del propio lenguaje en trance de nominar ese conflicto, que en realidad lo trasciende.
Su poesía es la narración de un combate primigenio, la fábula de una maldición, la historia de un principio y de un final sumidos en el mismo estallido.
Difícilmente podríamos imaginar un lector de sus poemas que no guste de dejarse llevar por el arrebato de la palabra, que no interprete la poesía como un salmo dirigido al caos o al universo. Todo esto es manifiesto en su poesía, el carácter músico-formal predominando sobre otras entidades teóricas o discusivas: el poema se recita, se canta o se lee, no se descifra.
El poeta es alguien que es mordido por un enigma, por el símbolo. Su autenticidad radica en el compromiso nada frívolo, en el desembarazamiento de ese prendimiento del que es víctima, a través de la escritura.
Desaparecido Jorge nos queda la elocuencia misteriosa de sus textos. Leyéndolos, uno se pregunta sobre el sentido que tiene el que una mente, una vida entera se haya empleado como coste para la obtención de unas palabras confusas, sorprendentes, bellas, terribles. Y conociendo cómo vivió Jorge, esa pregunta es el interrogante esencial y obsesivo que todo el que escribe, sobre todo poesía, se hace a sí mismo. Los versos cuestan vida, tiempo, espacio, pensamiento, y la salud de esa cosa efímera que llamamos yo. ¿Hay algo que justifique este derroche, el secreto sacrificio del poeta?
Jorge era una pesona en absoluto inquisitiva con los demás. Su presencia era ingrávida. No te juzgaba. Y su mirada era clara y melancólica a la vez, como si interrogara veladamente un punto distante en el espacio. Quizás sea ahora, cuando tras haber escrito versos tan convulsos, se haya encontrado con ese punto remoto.