Éramos felices. Y no lo
sabíamos. Pero es que precisamente el no saberlo era lo que nos hacía felices.
En la azotea, al anochecer,
descubro sobre el horizonte mellado de los conjuntos de edificios, una luna
amarillenta, la luna casi naranja de principios de agosto. Recuerdo que, allá,
por los setenta, cuando veraneábamos en las afueras de Torrevieja, yo pasaba
los ratos, observando fascinado, con unos potentes prismáticos que mi padre trajo
de Ceuta, la imagen de la misma luna y su reflejo sobre el mar. La masa del mar
permanecía quieta, como un bloque imposible de imaginar, mientras que la
superficie sobre la que se encendía el reflejo fantasmagórico de la luna, era
una textura en permanente movimiento. Las crestas y los picos del agua no paraban
de asomarse y sucederse en un mismo punto, sin avanzar. De aquellos poéticos
visionamientos hasta ahora han pasado más de treinta y cinco años, pero la luna
que acabo de ver sobre los edificios esta noche es la misma que entonces, y si
en vez de edificios estuviera el mar y yo dispusiera de unos prismáticos, las
imágenes que podría descubrir serían, prácticamente, idénticas a las de
entonces. Podría decir que esta noche de agosto de 2017 he visto lo mismo que una noche de 1979. Lo
fascinante es constatar esto: la luna y el mar son idénticos, mientras que yo
no soy el mismo. El tiempo transcurre de modo diferente para la luna y el mar
que para el sujeto que soy yo. Mi tiempo ha acontecido, aunque no haya
concluido: se ha achicado, fragmentado, estirado, producido, encarnado,
derrochado, mientras que la luna y el mar permanecen inalterables. Ante la luna
y el mar descubro con contundencia y desconcierto, mi fugacidad. La naturaleza engasta sus
generaciones en los tiempos cósmicos, mientras que el funcionamiento de mi
vida, comparativamente, se corresponde con un tiempo microcósmico.
Hace un par de temporadas,
visité a mi hermano que veraneaba cerca de Santa Pola. Hacía bastantes años,
décadas, que no pisaba una playa. Apenas bajarnos del coche, al percibir el
aroma dulzón de ciento de cremas aplicándose sobre cientos de espaldas y
muslos, hice un viaje exprés al tiempo. De inmediato me instalé en la
Torrevieja de los setenta. Entonces, como ahora, el hachazo del sol no impedía
que el aire en torno a las sombrillas desplegadas y los cuerpos tendidos,
dispersara el denso perfume de las cremas protectoras. La sensación que tuve,
además de la rememoración instantánea, fue la de sorpresa: la percepción del
perfume de las cremas me hacía constatar una suerte de continuum en el tiempo,
independientemente de los años y de las circunstancias. Distinguí, pues, entre lo que suponía el viaje repentino a la
memoria, la floración del recuerdo asociado a una sensación, y lo que tal cosa
aseguraba y comportaba, una especie de
continuidad que trascendiera el espacio y el tiempo, aunque inextricablemente
unido a ello. Al ir caminando por el paseo paralelo a la playa, el perfume dio
paso a un flujo multicolor de volúmenes gravitando sobre la línea blanda de la
arena: los cuerpos y sus bañadores. Y la grata sensación de autonomía
persistía. A pesar del tiempo transcurrido desde que yo me bañaba a finales de
los setenta hasta ahora, el cambio en la moda de los bañadores, el peinado, la
tipología social, todo venía a ser lo mismo ahora que entonces. La misma calma,
los mismos olores repentinamente cruzados entre las cremas y el yodo, el mismo
remanso humano con el azul manante del
mar como fondo paradisíaco.
El verano supone,
generalmente, el abordamiento del “exterior” que en primavera ya comenzara a
insinuarse, es decir, el abordamiento de la naturaleza. Ya sea montaña o playa,
campo o costa, turismo de interior, o submarinismo, lo que se ofrece es la
naturaleza como un sinfín de itinerarios. ¿Supone esto un lánguido volver a los
orígenes, un planteamiento temporal de experimentar el paraíso? Entre otras
cosas el verano también supone dejar vacante al pensamiento. No apetece,
precisamente, leer filosofía bajo los rayos reblandecedores del sol. Pero la
poesía quizás sí. De todos modos, abandono a la dulzura de lo sensorial y
complejidades laberínticas del razonar, no parece que casen muy bien. Son
ámbitos que se rechazan, o que no necesitan uno del otro. Otra cosa es la noche
del verano, que junto a lo sensual, sí puede suscitar la llamada al misterio,
precisamente provocada por esa relajación de las normas y el abandono temporal
de la rigidez de las estructuras
lógicas. El misterio entra aquí como una tentación más tranquilamente alucinada
que activamente especulativa, adormeciendo los hábitos comunes del obrar
racional. En invierno examinas los pensamientos que se suceden y te ves
afectado por ello. Ahora dejas que impere la sensación, que el orbe de lo
sensorial abra todos sus acariciadores dispositivos y conexiones.
Durante el verano la
fruición del intelecto parece menos específica que en invierno. Ahora tiene que
compartir con la floración de las
sensaciones todo lo que se revela o se descubra. Los laberintos intelectuales
parecen haberse quedado guardados en los cuarteles de invierno. Solo la poesía
del detalle, de los atardeceres frente al mar o la vivencia amorosa en los
espigones, puede antojarse productiva si pretendemos escribir sobre ello. El
verano puede atemperar el distanciamiento del pensar a través de lo que disfrutar
del mismo supone: la aventura, tanto geográfica, como sentimental.
¿A qué se parecerá la
eternidad: al verano o al invierno; a la actividad o al descanso? ¿Qué haremos
en la eternidad: lo que, más o menos, desempeñamos durante el período de
trabajo en invierno, o alcanzar la eternidad se parecerá a unas vacaciones sin
fin, porque hayamos cumplido con todos nuestros deberes y ese sea nuestro
premio? El invierno y el verano como modelos rudimentarios y simbólicos del
infinitivo transespacial y transtemporal
que podría definir por encima el ser de lo eterno.
La romántica imagen de una
pareja, de un hombre y de una mujer cogidos de la mano, caminando por la orilla
del mar es la imagen de la dicha: la presencia del mar representa la eternidad,
es decir, la duración infinita de la
felicidad. El caminar tranquilamente frente a la inmensidad del mar también
indica confianza, esperanza asegurada. Ese titán que es el mar no me agredirá
nunca, su inmensidad es la dimensión de la felicidad alcanzada. No me
inquietaré por qué es lo que hay más allá del horizonte marino. La felicidad me
lo impide y además, estoy seguro de no poder lucubrarlo.