¿Puede la lucidez, o
bien, la hiperlucidez confundirse, paradójicamente, con el alucinar cuando se
produce la penetración súbita en la realidad? A veces, en pasajes concretos de
lecturas, he creído alcanzar esa confusión emocionante de fronteras perceptivas
a través del viaje en el tiempo del que me surte la lectura. Un ejemplo
sencillo. En una nota de su diario, el filósofo Soren Kierkegaard nos cuenta brevemente su viaje a un lugar de
Alemania que ya había visitado muchos años atrás. La ventana de la habitación del
hotel en el que se aloja daba a un río
donde se encontraba el desembarcadero y escucha las campanas de la iglesia
cercana, exactamente igual como las escuchaba años atrás. El filósofo nos dice
que se le retuercen las entrañas de melancolía al escuchar aquellas campanas con
el paisaje del río de fondo, pues le remiten a la solitaria estancia que
efectuó. Tiempo detenido que de pronto te lanza a un pasado próximo que parece
remoto. Además, la combinación de aquel paisaje - río, pequeños barcos
anclados, campana que suena más allá pero que atraviesa la tarde - es la estampa romántica que asegura el
repentino viaje en el tiempo.
La poesía a lo Lezama Lima o a lo surreal, o sea, la
poesía que se permite el lujo de sortear contextos de actualidad, se sanciona
hoy como frívola o anacrónica. Otra aplicación de lo políticamente correcto al
mundo de lo estético. Comprendo que en un mundo tan saturado de estímulos y de espectáculo
como este que vivimos, una propuesta barroca o libérrima en sus juegos metafóricos,
resulte vanamente redundante, tautológica si no es capaz de presentar un
argumento que la justifique. Pero es que ese argumento es la libertad misma del
creador que debiera comprometerse con la-su palabra para defender su obra ante
supuestas tendencias. Y además, estamos viviendo en la producción de muchos
poetas no precisamente, de primera línea, la lamentable penetración del sentido
común en la poesía.
Leo pasajes de Mallarmé. Ahí querría estar: oficiando el lenguaje, como un
sacerdote en la liturgia.
Los períodos de nuestra vida infantil de los
que no guardamos ningún recuerdo se nos antojan misteriosos. Reviso unas fotos
de principios de los sesenta en las que me veo montando una bicicleta al borde
de una acequia, llevando una impecable chaquetilla y con una gorra azul marino
muy chula puesta. Y no guardo el más mínimo recuerdo de semejante escenario y
momento. O algo ocurre para que los recuerdos no anclen en nosotros, o es que se
vivieron con tal intensidad, tan literalmente plenos y despreocupados, que los recuerdos
se esfumaron, se largaron con la experiencias vividas. O quizá, pertenezcan a
una memoria profunda y haya que realizar operaciones intelectivas para desentrañar.
Este mañana mismo, me he
sumido por breves instantes, en la dicha más deliciosa al leer unos recuerdos
que Paul Valéry escribía, evocando
el día en que Mallarmé le enseñó el borrador de su insólito poema Una jugada de dados jamás abolirá el azar.
Valéry nos cuenta que paseaban por la noche ellos solos bajo las
constelaciones, sabiéndose destinatarios repentinos de la gracia creativa en
forma de una pieza irrepetible. Me he acordado de otras épocas en las que yo
experimentaba lo mismo, andurreando por los campos, escribiendo bajo la lluvia,
prendado de magia y éxtasis.