La semiótica se aplica a cualquier hecho o serie de hechos, forma o conjunto de elementos susceptibles de ser conceptuados como signos, como signos alusivos a algo, incluso, como sugiere Peirce, como signos relativos a signos y constelaciones de signos. Signos que, en última instancia, no funcionarían sino como tales y cuya definición supondría la generación de otro, o su incipiente conexión a un nuevo signo.
Hay semióticas sobre el espacio, sobre la literatura, sobre los distintos modos de comunicación, semióticas, incluso sobre las ideologías. Hay también una semiótica sobre los gestos. Vilém Flusser destinó un interesante libro al estudio sobre la fenomenología de distintos gestos: el de escribir, el de fotografiar, el de quitarse una máscara, el de pintar, el de afeitarse… Desconozco si hay estudios específicos sobre los gestos de adoración o de asombro. Supongo que debe haberlos, teniendo en cuenta la larga tradición iconográfica sobre el asunto. De todos modos, podríamos ensayar algo semejante, sin ánimos académicos, naturalmente, pero sí especulativos, derivando unas breves reflexiones de la observación de estas instantáneas tomadas por un amigo en la exposición pictórica que se inauguró en las salas de la Cam de Orihuela el 18 de abril, La diagonal Griega, del artista alicantino Antonio Ballesta.
En principio habría que aclarar si vamos a analizar una fotografía o un gesto. Lo digo porque si bien distinguimos tres elementos en la imagen : Suceso (la pintura); Adorante (Gesto); Espacio Neutro que contiene al Suceso y al Adorante (La galería), la imagen fotográfica sería el ojo omnisciente que incluiría al fenómeno semiótico en su integridad: Suceso, Adorante y Espacio Neutro, lo que podría llevar más allá el análisis y obligarnos a verificar cómo ha seleccionado el ojo fotográfico la disposición de las figuras y a qué ente o agente semántico obedece tal ojo fotográfico y su maniobra selectiva. Aquí nos detendremos en lo que es propiamente el gesto del Adorante (lo que, irremediablemente, nos hará hablar de la naturaleza de la fotografía).
Al cuadro, a la pintura lo llamo Suceso porque es, en realidad, el protagonista (no absoluto) de la imagen, el centro magnético de la representación, o sobre lo que esta gira, lo que provoca reacciones físicas y anímicas en los observadores, encarnadas, en este caso, en la figura del Adorante.
El Suceso es lo incognoscible que a través del arte se hace visible en nuestro entorno habitual, se materializa para nosotros en el tranquilo ámbito de un cuadro, que es un demarcador espacial artificial y puramente convencional (su tamaño podría haber variado según el antojo o la capacidad iluminativa del artista). La pintura, en sí, es una anomalía absoluta en nuestro entorno físico y cotidiano, y es sólo el hecho material de su demarcación y su ubicación en un lugar destinado a la realización de eventos culturales lo que la hace admisible, lo que, a través de la vía socio-cultural la organiza y localiza junto a otros “sucesos” comunes o de similar género. El Suceso es centrípeto, hacia él se dirige nuestra atención, y produce la reacción espontánea de un asistente real a la exposición que, bajo nuestro análisis, se convierte, abstrae y conforma como la figura semiótica del Adorante y que entra a formar parte importante del fenómeno semiótico general. El Suceso provoca el fenómeno del gesto del adorador. El gesto del adorador es extrapictótrico, y la oportunidad fotográfica ha sido registrar tal fenómeno, lo que el Suceso puede producir en sus observadores-lectores. Por ello la fotografía más que una imagen metapictórica habría que interpretarla también como información antropológica.
En realidad, la foto registra un tipo de comentario del Suceso, (por parte del Adorante), un comentario silencioso y admirativo, substancialmente emotivo.
Detengámonos en este gesto. Al Adorante lo llamo así por el tipo de gesto que articula y lo ubica semióticamente en la sintagmática de la imagen.
Al Adorante no sólo le gusta y le interesa la imagen enigmática del cuadro: experimenta un asombro y una fascinación ante la presencia de lo numinoso ante sí. Extiende los dedos no para mera y burdamente tocar, sino como tanteando la materialidad de algo tan infrecuente y raro como secretamente admirado y querido. Es como si quisiera verificar que tal belleza es real y no una alucinación (recordemos que "para los barrocos la presencia era alucinatoria". Deleuze). El gesto es cuidadoso, delicado. Venera la imagen con una caricia, como si este gesto fuera más expresivo que cualquier explicación verbal a posteriori, o cualquier otro enunciado sobre la naturaleza de la imagen. Hay una empatía, una fascinación, pero también un respeto cariñoso, cierta complicidad, finalmente. La admiración hacia el Suceso, ante la belleza de la imagen se traduce en un gesto que es una caricia, una caricia que es un tender amistoso hacia la imagen.
Apenas vi esta fotografía recordé casi automáticamente aquella otra de Miguel Hernández en la que aparece acariciando a un toro. El paralelismo no es sólo visual sino semántico.
En realidad, la foto registra un tipo de comentario del Suceso, (por parte del Adorante), un comentario silencioso y admirativo, substancialmente emotivo.
Detengámonos en este gesto. Al Adorante lo llamo así por el tipo de gesto que articula y lo ubica semióticamente en la sintagmática de la imagen.
Al Adorante no sólo le gusta y le interesa la imagen enigmática del cuadro: experimenta un asombro y una fascinación ante la presencia de lo numinoso ante sí. Extiende los dedos no para mera y burdamente tocar, sino como tanteando la materialidad de algo tan infrecuente y raro como secretamente admirado y querido. Es como si quisiera verificar que tal belleza es real y no una alucinación (recordemos que "para los barrocos la presencia era alucinatoria". Deleuze). El gesto es cuidadoso, delicado. Venera la imagen con una caricia, como si este gesto fuera más expresivo que cualquier explicación verbal a posteriori, o cualquier otro enunciado sobre la naturaleza de la imagen. Hay una empatía, una fascinación, pero también un respeto cariñoso, cierta complicidad, finalmente. La admiración hacia el Suceso, ante la belleza de la imagen se traduce en un gesto que es una caricia, una caricia que es un tender amistoso hacia la imagen.
Apenas vi esta fotografía recordé casi automáticamente aquella otra de Miguel Hernández en la que aparece acariciando a un toro. El paralelismo no es sólo visual sino semántico.
¿Podemos equiparar un animal a una pintura? Naturalmente, y pocas veces este adverbio resulta tan adecuado. Lo natural, es decir, lo salvaje es lo que tienen en común ambas cosas. La naturaleza de la imagen que a través del artista se manifiesta y la naturaleza (biológica) del animal comparten un origen similar: lo indomesticable, lo misterioso de una energía cuyo origen último se nos escapa.
Echemos un vistazo, de nuevo, a las fotografías citadas.
Ambos se aproximan con cuidado y ternura a la vez hacia la presencia fascinadora: imagen fantástica (Suceso) bestia salvaje (Toro).
Ambos, el poeta y el Adorante sonríen y abren ligeramente la boca: ansiedad satisfecha por su contacto leve con lo que está fuera de nuestro alcance habitual, con lo que no perece, con lo puramente simbólico presentizado (la imagen pictórica) o lo carnal que lo simboliza (el toro).
Esa mezcla de cariño y admiración del Adorante hacia la imagen, del poeta hacia el animal, nos está indicando algo, nos está revelando un vínculo tan vital como complejamente definible.
Ambos, el poeta y el Adorante sonríen y abren ligeramente la boca: ansiedad satisfecha por su contacto leve con lo que está fuera de nuestro alcance habitual, con lo que no perece, con lo puramente simbólico presentizado (la imagen pictórica) o lo carnal que lo simboliza (el toro).
Esa mezcla de cariño y admiración del Adorante hacia la imagen, del poeta hacia el animal, nos está indicando algo, nos está revelando un vínculo tan vital como complejamente definible.
Lo que el poeta le está diciendo al toro, y de paso a nosotros, lo que el Adorante manifiesta ante la imagen fantástica, y que nosotros también percibimos en su gesto, es que, a pesar de las diferencias, - ontológicas, naturales, fenomenológicas - existe entre ellos una semejanza remota, una vívida particularidad común. El entusiasmo del poeta ante el animal, del Adorante ante la imagen, manifiesta la confirmación de esta semejanza. Al extender los dedos hacia el toro, el poeta diluye el obstáculo de las diferencias inevitables entre ambos y le está diciendo al animal: Soy tu igual. Del mismo modo, los dedos del Adorante dirigidos hacia la emergencia de las formas insólitas intentan franquear la barrera entre nuestro mundo y el de aquellas, confirmar el milagro de su realidad y simultáneamente, la convergencia feliz entre mente y energía, hombre y misterio artístico.