La menina-cárcel |
El hombre es la medida de todas las cosas |
Afortunadamente, el futuro depende de nosotros |
Por la calle, a más de treinta grados. La luz también hace delirar
Entre sombra y sombra |
Soportal |
GEORGE ELIOT. ENSAYOS.
Sobre la era victoriana se ha hecho muy popular el estereotipo
de que fue una época mojigata e hipócrita. Lo que personalmente he ido comprobando
es que, sin desmentir absolutamente lo que tales estereotipos acusan, la era
victoriana fue algo más que eso, incluso diría mucho más y yo hablaría de la
inteligencia secreta que autores y autoras, escritores y escritoras de entonces
exhibieron en sus obras y que ahora, por lo menos por aquí, por España, parece
que admitimos como realidad. Artistas de la palabra escrita como Robert
Browning, Elizabeth Barret Browning, Wilkie Collins, Lewis Carroll o el mismo
Oscar Wilde, son muestras conocidas de un trascender las empobrecedoras
barreras sociales o simbólicas del momento histórico que vivieron. George Eliot, es decir, Mary Ann Evans,
es una muestra más de esta breve lista y cuya obra ensayística manifestamos
conocer sorpresivamente gracias a este volumen tan atractivamente editado por La Uña Rota.
Eliot era una experta conocedora de la cultura
alemana, de sus filósofos y del idioma. En esta selección de ensayos lo podemos
constatar a través de unos cuantos trabajos que nos hablan tanto de la cultura
y de la sociedad alemanas como de sus filósofos y de ediciones críticas de
obras filosóficas.
Por la especiosidad de estos artículos he llegado a
pensar en Borges, estableciendo quizá una similitud algo laxa o generosa. Pero no
deja de ser interesante y notable que una novelista conociera con minuciosidad
los arduos itinerarios de filosofías tan densamente especulativas.
El libro se abre con la narración de un viaje, de
una excursión local. Me ha parecido sorprendente la percepción que Eliot nos comunica de la luz en un breve pasaje de este texto: “… llegamos a un lugar a la sombra que nos
invitó a sentarnos. G. se fumó un cigarro y nos quedamos contemplando la luz
del sol, que habita como un espíritu
en las ramas de aquellos bosques que subían por las laderas..” La luz como un espíritu… raro y sorprendente ¿no?
Cualquiera diría que el espíritu poético que habitaba el seno de Eliot, comulgaba
con la misma interpretación sacra de la naturaleza que un azteca o un bantú.
COLOR LOCAL TRUMAN CAPOTE.
Llevo siglos encontrándome con el nombre de Truman Capote en listas editoriales, en librerías, en revistas, en notas de prensa, en notas enciclopédicas e incluso en películas, y jamás leí una sola línea de este autor porque consideraba que no me interesaba el género literario en el que supuestamente escribía. En esta ocasión, la publicidad sobre el libro presente era muy precisa y hablaba sobre todo de espacios como motivo narrativo de los artículos que lo constituyen como para que lo olvidara y dejara de lado, aunque hubiera que pagar lo suyo por la exquisitez de estos pequeños volúmenes de Alba. Todo lo que los escritores han escrito sobre lugares concretos en épocas concretas, ciudades, pueblos, enclaves naturales, me interesa: pienso que algún detalle peculiar habrán registrado que me revele algo de ese misterio que habitamos y somos llamado especio y tiempo. Los textos que consisten en crónicas periodísticas o viajes, según la época y el punto geográfico en que se escriban, basta para cumplir con las expectativas literarias apenas el autor de las mismas tenga un mínimo de calidad y compromiso con la escritura. La materia en sí ya surte de la suficiente intensidad como para que el cronista se limite a reflejarla lo más objetivamente posible. En estos artículos Capote nos habla de viajes y de visitas comprometidas a ciudades de su país: Brooklyn, New York, Hollywood, o bien a Italia o España son alguno de esos puntos geográficos que Capote con gracia y precisión describe en sus periplos. Lo que Capote escribe sobre el espacio norteamericano es directo, con algún detalle entrañable y muy elocuente. Todo nos suena a escenarios de película ya familiares pero sin la melosidad hollywudiense. Capote no deja escapar cualquier referencia de entidad sobre la pobreza o la idiosincrasia del barrio o de la zona de la ciudad que visita. El relato sobre los personajes que va conociendo y que habitan los sitios por los que pasa, remarca para el lector el carácter literario de tales personajes que son reales. Los viajes que emprende por España e Italia, se enfrentan a los aspectos previsibles que tales destinos del Sur, iban a tener para el viajero extranjero, pero sorprende cómo Capote no teme describir las bellezas que encuentra y cómo respeta la realidad sin añadir exámenes prejuiciosos. En todos estos textos, la pluma de Capote está inspirada y demuestra el cronista especial que es. Un librico para disfrutar.
No lo
sé, pero quiero sospechar que los géneros en pintura nacieron de la
concentración de la propia mirada estética, cuando esta se detuvo en la
observación de la realidad circundante y proyectó representarla. Y esto sólo se
produciría si esa mirada ya había discriminado y diferenciado partes concretas
del mundo que divisaba, que ambas cosas, fueran una.
Digo
esto porque cierta vuelta al orden, a la forma, a eso que tan pastosamente
llamamos tradición, a veces es más que saludable en este mundo que parece haber
decidido exasperalo todo. Disfrutar una exposición de pintura atenida a las
normas más académicas y poco sorpresivas, supone un remanso para los nervios,
una propuesta de reposo y tranquila, ingenua, si se quiere, delectación.
La exposición que se encuentra actualmente en el Almudí, bien a salvo del fuego que recorre las calles fuera, y que nos acompañará todo lo que queda de verano, es una notable muestra de obras de artistas murcianos de los últimos tres o cuatro siglos y que el Prado custodiaba casi en secreto. El tiempo tiene fondos y dobles fondos, y siempre produce cierta sensación de perplejidad descubrir el nombre de tanto ciudadano, de tanto artista desconocido: Germán Hernández Amores, Domingo Valdivieso, Alejandro Seiquer, Antonio de la Torre o Rafael Tegeo son alguno de los nombres de estos artistas que con una exposición como esta abandonan por unos instantes ese estatus irrespirable del anonimato creativo.
La mayor parte de la muestra pertenece al período costumbrista y naturalista del XIX, y esto aporta a la exposición algo así como un aire de familia, un conjunto de imágenes que no cuesta identificar y que parecen salidas del mismo pincel. Ahora bien, estos aspectos no hurtan, claro está, la posibilidad del disfrute y de cierto asombro. Examinando las escenas típicas murcianas, nos encontramos con personajes de novela o de comedia: el cura, los chiquillos, los huertanos, las huertanas, etc... En aquellos días se podía tener el orgullo de representar a alguien con indumentarias o lenguaje específicos. Hoy ¿quién somos, que especificidad es la nuestra, ir de la mano de un móvil con una coletilla de samurái vistiendo un chándal o algo semejante? Vaya gloria. Al menos el estereotipo romántico no padece de conflictos identitarios a la hora de afirmarse con pasión, de escenificar las peculiaridades de su temperamento, de su idiosincrasia. Por ello, al observar el donairoso despliegue de escenas murcianas, uno experimenta cierta fascinación: eso tan chocante y saleroso éramos y de lo que de algún modo nos hemos distanciado. ¿Lo seguimos siendo todavía a ojos de otros?
Examinar cómo nos vestíamos o festejábamos implica de modo ineludible, la consideración pensativa del tiempo: escenario de fondo sobre el que se exhiben nuestras metamorfosis.
A propósito de esto, me fijé en un cuadro de tonos ocres pero de líneas perceptibles y motivo nada trabado: una escena infantil de principios de siglo XX. Las vestimentas de los danzantes chiquitos me producían cierta sensación de pesadez, de falta de estética. La imagen anudaba ternura y melancolía: la niñez que fue. Pero mi imaginación hizo un esfuerzo y logré en décimas de segundo acoplarme a esas formas y aceptar el que los niños tuvieran que llevar aquellas ropas, que les correspondiese llevarlas sin otra alternativa, y además, que estuvieran localizados en un pasado irrecuperable que ahora llegaba a mi conocimiento. De pronto, me instalé en esa galería, confirmé el bienestar natural de los niños y “salí” fuera pronto, admitiendo que nada había en esta pintura que me provocase una discusión con el espíritu del tiempo. Con los niños no podía discutir y al pintor no podía reprocharle que hubiera sido coherente con las enseñanzas recibidas
Había un par de piezas donde el tiempo se había adensado definitivamente y sólo quedaba admirar la planta de su representación. Me refiero a una escena bíblica de la época barroca en la que autor o discurso eran absolutamente imperceptibles, indetectables. Ante imágenes así poco debate cabe a no ser que la pintura, simplemente, no te guste. La impronta de una autoría en determinadas obras del barroco es una rémora, una singularidad fastidiosa: el artista debe aniquilarse como tal y convertirse en medio estricto de la mística emergencia visual. La biografía en este tipo de pintura se diluye en los claroscuros, desaparece en las gratas sombras.
Antes de la aparición de la fotografía, algunas escenas sólo pudieron ser imaginadas en la privacidad de talleres y gabinetes. En esta pintura sorprendemos a una pareja en un momento algo íntimo. El artista contempla cómo ha quedado su obra, mientras la modelo acaba de arreglarse o de vestirse. Impacta la posición de la mujer por su infrecuencia y su veracidad figurativa. Hay una complejidad añadida a esta pintura y a la figura de la mujer. Se trata en realidad de una escena de pintura costumbrista atrevida pues está creada en el siglo XIX. Gracias a la ventaja que le da el tiempo y la historia, ¿el pintor del XIX se recreó imaginando qué sensación obtendría proyectando sobre la tela una escena difícilmente accesible del siglo anterior? Una época contempla, investiga a la otra creyendo que no deja huellas en su artero asalto. De todos modos, a las escenas cortesanas dieciochescas del XIX, el espíritu moderno sólo puede añadir meras maliciosidades esporádicas: la modelo que se arremanga el vestido ante el espejo…
Algunas
pinturas de ninfas desnudas bañándose en frescos ríos están ejecutadas con tan
poca retórica, con tal levedad que parecen estampas y resultan poco originales.
Ninguna pintura más huérfana de gracia pictórica que la que prescinde de su
propia aura.
Cerca
del término físico de la sala, me encontré con dos pinturas soberbias. Se trata
de escenas de pescadores en las que casi podríamos trazar el itinerario de
motivos que el pintor ha ido perfilando y materializando tan brillantemente en
el plano que le presta el lienzo. En
estos casos se puede decir del artista que ha utilizado las normas estrictas
del género para potenciar su arte en vez de limitarlo: las reglas le han
surtido de un espacio de relaciones y ubicaciones – lejanías e inmediaciones,
pescadores más cercanos, conjunto de pescadores guardando las redes, más
lejanos, gaviotas, detalles del mar, de las nubes y del casco del barco - con el que ha distribuido magistralmente la
serie de objetos transmutados que componen este fragmento admirable de
realidad. El cuadro convence no sólo por la calidad de la pincelada sino por el
reparto veraz de los elementos reflejados.
Con la idea en la cabeza, con la preocupación de lo que media entre el mundo y la pintura, entre la imagen pintada y el despliegue físico de las cosas, de qué es lo que los distancia definitivamente o los asemeja, me acerqué a la última pintura con la que me despedí de la sala: una fiesta huertana. El cuadro es de tamaño considerable y el mensaje humano acaba por imponerse: más que formalidades pictóricas o servidumbres costumbristas, creo que es la alegría de los asistentes a esta fiesta o romería lo que importa y se nos revela entrañable. Al fijarnos en la sutileza del detalle de las sonrisas de las mujeres, en el rostro desvaído del niño, apenas una pincelada etérea sobre el aire calmo de la tarde, volví a pensar en que aquello que separa realidad y pintura, que es más bien una trama teórica, a veces cede y se suma, indiferenciado, a la expresión de la delicadeza, de la belleza que termina predominando.
Antes
de que se convierta en una megaestación de tren, más o menos antipática y
espectacular, podemos disfrutar del estado actual de la estación de Murcia interpretándola como una extraordinaria obra en curso, como esa Works
in progress, que ha inspirado a artistas plásticos y compositores
musicales como motivo estético, y que arquitectos
y demás técnicos están intentando trazar sobre el polvo del horizonte.
Tal y
como está ahora la estación se correspondería con esos períodos de vertiginosa
ideación que el Demiurgo se toma el lujo de extender ante su propia visión,
gozándose en la conformación técnica de materiales y aportes, saboreando el
proceso mismo de la construcción.
Aquí la
Teoría se admira de su propia capacidad inventiva, comprobando los factores que
se van ensamblando, la articulación sintáctica de las distintas franjas y vetas
de que consta algo tan desmesurado como una gran estación.
Como si
el Sumo Arquitecto trazara sobre los montones de grava y manojos de hierro el
dibujo de su proyecto, los usuarios que utilizen ahora la estación, en realidad
no utilizan sino un proyecto todavía imaginario e incompleto, un emplazamiento
de aceros y cementos por los que discurrir soñando que en un futuro inmediato
el polvo y todo signo de precariedad física desaparecerá y amaneceremos en el
día primero de las comunicaciones.
La
estación de cercanías va camino de convertirse en unidad de comunicaciones
capitalinas y cósmicas, atravesando huertas y propiedades, pantanos y veredas
provinciales, parques y gasolineras.
Qué
semejanzas ofrece el actual estado de la estación con aquellas ruinas que
románticos cantaron y pintaron, que un Piranesi advirtió como expresión del
paso mistificador del tiempo. ¿Están construyendo una gran edificación o lo que
se nos ofrece es la estación del futuro bombardeada por los marcianos?
En qué
punto del proyecto está esta inmensa maraña, esta conexión desmadejada de
hierros colados y acero poderoso, qué dirección es la que ha tomado: se está
creando o se está destruyendo para que, supuestamente, emerja luego algo insólito?
La
estación ahora es una aspiración, una lucha contra el tiempo y el ahormamiento
matérico, un proceso que desea con furibundez pero también con impotencia,
encajar las enormes partes de un todo, los elementos del mecano, los enunciados
que configurarán el enorme texto finalmente ejecutado, pleno en funcionamiento,
en sentido.
La
estación sueña consigo misma, con la ordenación de sus pasillos, con la
limpidez funcional de sus ascensores, con la inteligibilidad de sus vías y
líneas.
Yo la
disfrutaría como si fuera un niño descolgándome de las distintas partes de un
parque de atracciones: bajando por aquí, subiendo por allí, escondiéndome por
allá…
Mientras
la estación adquiere forma y funcionalidad, la gente sigue viajando, yendo de
alicante a Murcia, de Murcia a Orihuela, de Orihuela a Elche, atravesando
tranquilamente el espacio y el tiempo, sintiéndose parte súbita de este fenómeno de cristal, focos y andenes eternales.
NACIMIENTO
DE BUDA
Cómo
describir el nacimiento de una divinidad. Nosotros somos meros liliputienses
evolucionando por la accidentada tierra y sólo poseemos a favor ese montón de
datos contradictorios que pertenecen a lo que llamamos historia y que queremos convertir en información imprescindible (otra
deidad, en definitiva: esta, profana).
Los
dioses, naturalmente, no nacen en la historia sino antes, mucho antes de que se
forme pensamiento, cálculo o relato humano de nada.
El
origen de las cosas es siempre misterioso.
Jamás podrá ser objeto de la historia por mucho que lo pretenda, ni
siquiera de la historia científica a través de cómputos subatómicos o
cuánticos. El conocimiento físico del mundo nos hablará de los procesos y
evoluciones que constituyen y dinamizan la naturaleza, pero difícilmente podrá
explicarnos el origen del cosmos porque semejante cosa se produce en un lugar
que no pertenece al recuento ni a la linealidad objetivista: se produce en otro sitio: el que causa y determina
todos los demás emplazamientos de la vida.
Queremos
hacer un relato de las cosas para hacérnoslas accesibles y controlar sus
devenires y modos de componerse. Pero el azar, la imprevisibilidad de la naturaleza
y de la propia naturaleza humana, malogra, vulnera todo cálculo definitivo
sobre lo vivo. Lo divino está por encima del azar y de cualquier devenir.
Resulta ridículo pensar que seamos capaces de acceder al génesis de un dios.
Para
explicarme el mundo, está el espléndido mundo de las teorías filosóficas. Pero
todavía hay un medio, un espacio más fiable, más delicado, igual de misterioso
que el cosmos: el arte. Y los artistas son pequeños, furtivos videntes.
Misteriosa
me parece esta obra de mi amigo Manolo
Soriano, Teodomiro, titulada Nacimiento
de Buda, pero, al mismo tiempo, también me parece mucho más precisa y
verdadera que cualquier documento o leyenda sobre el asunto. Sólo el lenguaje
del arte es capaz de decir un misterio sin profanarlo.
Podemos
intentar explicar una imagen, buscar elementos que nos expliciten los
contrastes que la componen. La obra de arte constituye un lenguaje y un espacio
de revelación genuino. Es decir, explicable, quizá, por la razón crítica, pero
no traducible. La música no se traduce. La imagen, pueda ser analizada, pero la
representación que produce, se comprende desde la luz propia que despide.
No sé
cómo pero, Teodomiro, ha tenido aquí, en medio de su abundante obra, un
instante de destello singular, una intuición brillante.
Quizá
algún día me lo explique, qué elementos son esos que componen esta obra. Pero por
el momento, prefiero que me embargue la sugestión de lo visible y no sustituir
esta impresión por meras explicaciones.
El espacio abstracto, la textura que lo recorre, la figura numinosa recogida sobre sí misma, como protegida por su halo, insinúan una celebración arcaica, primigenia, sólo accesible a la mirada del Logos primero que cantaban los herméticos. Pues aquí, todavía, no hay palabras, sólo imágenes simplificadas en su misteriosa génesis. ¿Qué memoria de hechos tenemos delante? La luz que llama a la luz.
Jornadas de calor
aplastante. En otros tiempos este calor, esta enormidad de luz por las calles
hubiera sido estimulante, hoy es todo lo contrario. Este lunes ha sido de una
melancolía atroz. La tarde se me ha alargado tanto que ha desbordado el pobre
horario que intento seguir para no dispersarme más y perder la razón. Me sentía
culpable de no saber qué hacer con tanta cantidad de generoso y fulgurante
tiempo. Al final, me decidí y salí a la calle. El viento africano que soplaba
por las desoladas calles de Orihuela, eran olas de fuego. La poca gente con la
que me he encontrado iba más o menos apurada. Los niños o muy jóvenes apenas se
enteraban, incluso algunos seguían con sus juegos. Dos chicas de unos doce
años, consultaban sus móviles sentadas en un banco como si no ocurriera nada.
Las árabes, con sus ropajes encima, cubierta la cabeza y con la mascarilla
puesta, estaban en su salsa: son inmunes al calor.
Llegó el tiempo de
las siestas infinitas. Antes, cuando estaban mis padres, la siesta era una hora
absolutamente especial, reservada al descanso y a la lectura. Me encerraba en
mi habitación con el aire acondicionado puesto, mientras mis padres reposaban
la comida en el salón, donde también disfrutaban del aire acondicionado. Yo me
había “despedido” de ellos, como si me fuera de la casa hasta una hora o varias
después. Me tumbaba en la cama con un par de libros y a surcar los mundos de la
literatura y el sueño… Ahora, sin mis padres, sin personas con las que convivir
y que me obliguen a un horario fijo de reparto espacio-temporal en el día a
día, la siesta es un período de tedio, veteado por la luz breve de alguna que otra lectura.
La siesta era para Macedonio Fernández, el maestro oral de
Borges, el momento del panteísmo
absoluto, la hora en la que no ocurre nada excepto esa unión súbita de la
naturaleza y del creador. Para mí la siesta era la ocasión para la lectura
libre e infinita. Del mismo modo que la lectura en el aseo está asegurada por
la privacidad que gravita sobre quien utiliza tal servicio de la casa, para mí
la siesta era como un fragmento de tiempo acorazado dentro del cual tenía la
total certeza de que no iba a ser interrumpido por nada ni por nadie. Me
hicieron falta unas cuantas siestas para
leerme, integra, La lógica del sentido
de Guilles Deleuze. En horas de
soledad dorada, mientras fuera en el patio, en las calles, por los parques y
avenidas, el sol hacía arder el asfalto y derretir las paredes de los
edificios, yo me internaba por la serie de conjeturas y vericuetos reflexivos
que Deleuze proponía para dar cuenta del sentido moderno del tiempo y de la
ubicación precisa del valor en los enunciados comunes y complejos.
Es cierto lo advertido por Macedonio Fernández: durante la siesta, no sucede nada. Se produce entonces el momento súbito de la inmanencia sagrada. En los centenares de siestas disfrutadas, es verdad, no recuerdo que ocurriera nada. Sólo habría que hacer una media excepción: cuando se produjo el terremoto de Lorca.
BORGES
PROFESOR
Casi
podríamos afirmar que nos encontramos con un libro inédito de Borges, si
tenemos en cuenta la esforzada labor de quienes han revisado las transcripciones
y notas de unas grabaciones perdidas sobre el curso de literatura que el
escritor argentino impartió en Buenos Aires en 1966; pero no, más bien estamos
ante un notable documento borgiano, pues el texto de este “libro” no lo escribió Borges, exactamente, sino que lo dijo…
La
fidelidad transcriptora de los amanuenses ha sido tan pulcra y concienzuda, que
leyendo estas clases, estamos escuchando a Borges nítidamente: la famosa
adjetivación y la escuetez reveladora se combinan con cierto aire más
ingrávido, más alusivo que definidor, típico de la exposición oral que no
traspone su objetivo, a pesar de ello, el vaivén borgiano siempre tan sugerente
como alejado de formalismos.
Al visitar
estas páginas, escuchamos de pronto a Borges que emerge del tiempo, que retorna
hacia nuestra atención agradablemente sorprendida y nos propone obras y autores y un análisis
somero de circunstancias sociales y culturales. El experimento ha dado
resultado: un Borges oral nos remite, lúcidamente, al tesoro histórico de la
literatura escrita.
O. EXORCISMOS LITERARIOS. Guillermo Cabrera Infante
Dos auténticas
demostraciones virtuosísticas – O y Exorcismos – recoge este volumen de la producción del autor cubano en los
años setenta. En su momento, jamás leí a Cabrera Infante. Con el tiempo, me intrigó
el contenido de su obra, de qué aspectos o temáticas hablaría y cómo lo haría.
Estas dos piezas artesanales dejan bien claro cuál era el nivel crítico
paródico de Cabrera y su posición política sobre el fenómeno cultural. Resulta,
incluso, algo apabullante, la capacidad caricaturesca de su estilo omnímodo.
Cabrera coge de las solapas buena parte de la literatura contemporánea, buena
parte de la clásica y la moderna y somete las pretensiones de todas a una
versión propia a través de la gama infinita de todas las figuras retóricas
imaginables y la experimentación tipográfica. Veo en las numerosas para-reseñas que integran este volumen, una crítica al alto grado de complejidad que
la cultura moderna ha alcanzado, a sus tendencias elitistas y esotéricas, al
estatus demasiado solemne que ha representado la alta cultura.
LA
PESCA DE LA TRUCHA EN AMÉRICA. Richard Brautigan
Durante
algún tiempo vi este libro en algún rincón de las librerías, aparentando ser
novedad editorial o producción del autor anglosajón últimamente descubierto o
promocionado. Como el origen de las cosas es misterioso, confieso que el
descubrimiento de este autor ha sido reciente pero he olvidado cómo se produjo.
Quizá fue investigar en internet su curiosa biografía y su sorpresivo suicidio
lo que hizo fijarme en sus escritos. La cuestión es que tal y como la reseña de
la propia editorial nos dice, nos encontramos con el raro, muy raro libro que
lanzó a la fama a nuestro autor y estimuló que su singular obra continuara
durante una década y media más.
Cuando
una obra tan lúdica, surrealista y delirante como es La Pesca obtiene un éxito tan inmediato, es porque se parece,
secretamente, a la sociedad que se ha fijado en ella, porque señala cómo
funciona el aparato de los deseos y los sueños y qué destino contradictorio le
espera a tal cúmulo de complicadas aspiraciones.
Yo
diría que La Pesca refleja algo así
como un surrealismo local y natural, el que es propio de la sociedad
norteamericana y que tan bien ha reflejado el cine y las revueltas sociales de
los sesenta, marco histórico al que pertenece este texto. El onirismo, el sexo,
la crítica social y política hacen un popurrí que Brautigan va dosificando a
través de un solo motivo: irse de pesca a por truchas en determinados puntos
geográficos de Estados Unidos.
Brautigan
crea un mundo propio, lo articula a placer, no aspira a la gran literatura ni a
pedagógicas demostraciones. La Pesca
es una suerte de cajón de sastre en el que a través de la regularidad de un solo
motivo, el escritor va ilustrando los distintos delirios que tanto
identificaron a la sociedad norteamericana de aquellos años (1967). El marco
social de fondo de La Pesca es, por
tanto, el de la llamada hipi, el de la
revolución política y ética, el del rechazo a la guerra, el de un devenir
experimental en la mentalidad. La Pesca
no pretende ser reflejo canónico de todo ello sino quizá consecuencia de una locura
general y de una idiosincrasia tendente a lo excesivo y lo pintoresco.
Estos días de mediados de enero son los ideales para pasear al crepúsculo por la ciudad. Ahora que hace algo de frío, apetecen los interio...