Jornadas de calor
aplastante. En otros tiempos este calor, esta enormidad de luz por las calles
hubiera sido estimulante, hoy es todo lo contrario. Este lunes ha sido de una
melancolía atroz. La tarde se me ha alargado tanto que ha desbordado el pobre
horario que intento seguir para no dispersarme más y perder la razón. Me sentía
culpable de no saber qué hacer con tanta cantidad de generoso y fulgurante
tiempo. Al final, me decidí y salí a la calle. El viento africano que soplaba
por las desoladas calles de Orihuela, eran olas de fuego. La poca gente con la
que me he encontrado iba más o menos apurada. Los niños o muy jóvenes apenas se
enteraban, incluso algunos seguían con sus juegos. Dos chicas de unos doce
años, consultaban sus móviles sentadas en un banco como si no ocurriera nada.
Las árabes, con sus ropajes encima, cubierta la cabeza y con la mascarilla
puesta, estaban en su salsa: son inmunes al calor.
Llegó el tiempo de
las siestas infinitas. Antes, cuando estaban mis padres, la siesta era una hora
absolutamente especial, reservada al descanso y a la lectura. Me encerraba en
mi habitación con el aire acondicionado puesto, mientras mis padres reposaban
la comida en el salón, donde también disfrutaban del aire acondicionado. Yo me
había “despedido” de ellos, como si me fuera de la casa hasta una hora o varias
después. Me tumbaba en la cama con un par de libros y a surcar los mundos de la
literatura y el sueño… Ahora, sin mis padres, sin personas con las que convivir
y que me obliguen a un horario fijo de reparto espacio-temporal en el día a
día, la siesta es un período de tedio, veteado por la luz breve de alguna que otra lectura.
La siesta era para Macedonio Fernández, el maestro oral de
Borges, el momento del panteísmo
absoluto, la hora en la que no ocurre nada excepto esa unión súbita de la
naturaleza y del creador. Para mí la siesta era la ocasión para la lectura
libre e infinita. Del mismo modo que la lectura en el aseo está asegurada por
la privacidad que gravita sobre quien utiliza tal servicio de la casa, para mí
la siesta era como un fragmento de tiempo acorazado dentro del cual tenía la
total certeza de que no iba a ser interrumpido por nada ni por nadie. Me
hicieron falta unas cuantas siestas para
leerme, integra, La lógica del sentido
de Guilles Deleuze. En horas de
soledad dorada, mientras fuera en el patio, en las calles, por los parques y
avenidas, el sol hacía arder el asfalto y derretir las paredes de los
edificios, yo me internaba por la serie de conjeturas y vericuetos reflexivos
que Deleuze proponía para dar cuenta del sentido moderno del tiempo y de la
ubicación precisa del valor en los enunciados comunes y complejos.
Es cierto lo advertido por Macedonio Fernández: durante la siesta, no sucede nada. Se produce entonces el momento súbito de la inmanencia sagrada. En los centenares de siestas disfrutadas, es verdad, no recuerdo que ocurriera nada. Sólo habría que hacer una media excepción: cuando se produjo el terremoto de Lorca.
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