Lo que dicen las mesas parlantes
Durante
su exilio en la isla de Jersey, Victor Hugo, sus familiares y amigos se
dedicaron durante las sobremesas, generalmente, pero también a horas más
intempestivas, a consultar a los espíritus a través de la mesa del quija. Los
encuentros, más que fructíferos, fueron minuciosamente registrados y tras
alguna aventuras inverosímiles, pudieron publicarse casi de modo clandestino y
llegar, muchas décadas después, a nuestro conocimiento.
Cuando
me enteré que la editorial Wunderkammer iniciaba su andadura con semejante
libro, cuya rareza me hizo pensar en la posibilidad de que se tratara de un
apócrifo, se me hizo la boca agua, desde luego. Y cuando he abierto las esbeltas
páginas del breve volumen y discurrido por las pequeñas y apretadas letras
de esta edición, me acordé, con cierto desencanto, de las palabras de André Breton sobre Hugo:
“Victor Hugo es surrealista cuando no es tonto”.
Victor Hugo no entra en
contacto con algún familiar fallecido o con entidades más o menos inconcretas,
sino solo y exclusivamente con La Muerte, con Galileo, Shakespeare o
Jesucristo. Ni más ni menos. Evidentemente, lo que ocurre aquí es que la musa
hugoniana encuentra en el motivo de las sesiones espiritistas un jugoso
pretexto para manar a placer, encarnando el ansiado absoluto
a través de alguno de sus nombres e identidades más conocidos. El resultado de
las espiritistas pesquisas, pues, es un notable ejemplo de retórica y filosofía
románticas, un texto atravesado de agitadas imágenes y onirismo, en el que la
intensidad poética no es más que una demostración del agitado verbo del poeta,
saturado de sí hasta el delirio. Casi diríamos que a los sentidos de Hugo le
sentaron bien el exilio. La distancia del punto de conflicto, la soledad acompañada de la familia en un
paisaje evocador con la poderosa presencia del mar en frente, provocaron la
febril mezcla de melancolía y lucidez en la oxigenada mente de nuestro poeta. El
recurso de la mesa mediúmnica no solo fue un pasatiempo sino la oportunidad óptima
para que esa inspiración brotara ad libitum.
“Lo que dicen las mesas parlantes” se explica, muy precisamente,
por el tenor de las circunstancias en que Hugo vivía entonces. No hay que
olvidar que durante la época del exilio el poeta francés escribe alguna de sus
obras más vertiginosas y extrañas: La
leyenda de los siglos, El hombre que
ríe,… Es, por lo tanto ocioso, preguntarnos sobre otra realidad, de
carácter extraordinario, ajena a la literaria como agente vehicular de estos
textos. Ahora bien ¿hasta qué punto podríamos afirmar, en realidad, que la
Muerte o el Espíritu de Galileo no visitaron a Victor Hugo? ¿Hasta dónde
podríamos afirmar que tales personajes, entes o arquetipos no se sirvieron de
las destrezas literarias de un tal Victor Hugo para manifestar algo de sus naturalezas?
¿Cómo podemos conocer quién o qué se manifestaría si invocásemos con la mayor
naturalidad a las galaxias ocultas? Escritura profética y escritura
presurrealista convergen en la concepción de este curioso testimonio de lo
misterioso que se ofrece más a la degustación literaria y al estudio histórico-estético
de los estilos que a la consideración estrictamente paranormal (aunque, quizá,
esto sea con el tiempo, reversible, vaya usted a saber).
Con
Mussolini en el poder, Lawrence visita Italia con la idea expresa de estudiar
la cultura etrusca. Su viaje no es, desde luego, el de un turista corriente, sino
que constituye un tramo más de lo él mismo denominó “peregrinaje salvaje”.
Lawrence
visita las regiones de Tarquinia, Vulci o Cervetteri a la búsqueda de una
civilización originaria y soberana, distinta a la romana y que responda a ese
arquetipo virginal de cultura ajena a toda influencia moderna. Sintomáticas del
desasosiego individual y social del nuevo siglo se nos revelan estas ansias de Lawrence
por descubrir identidades y culturas que ya en la antigüedad, ya en puntos
distantes de Europa, hayan encarnado una belleza y una harmonía ejemplares. El escritor
inglés se detiene, extasiado, ante las tumbas etruscas y las representaciones pictóricas
que se ostentan en ellas. Estas pinturas vencen al Tiempo: las bellas figuras
de flautistas, danzantes y animales constatan un misterio: la realidad
trascendental del arte y cómo un conjunto humano halló la plenitud harmónica del
cuerpo y del espíritu en el seno de sus propias manufacturas y lenguajes.
Lawrence
insiste tanto en el carácter sorpresivo de las pinturas funerarias etruscas,
que entra en una pequeña espiral de reiteraciones, repitiendo la descripción
del motivo que admira sin añadir nada sustancialmente nuevo, lo que empobrece
algunos pasajes del libro. Las frases de estos pasajes resultan chocantemente
desmadejadas y torpes, lo que nos indica que o bien Lawrence escribió deprisa,
corrigiendo superficialmente, o es que el traductor ha estado poco fino. Pero quizá el asombro y el
trastorno de Lawrence esté justificado: ante una pintura etrusca, como ante
cualquier conjunto pictórico helenístico o romano, surge en nosotros más
asombro y admiración que profusiones
verbales. Las palabras podrán brotar, pero la imagen antigua se resistirá
a satisfacer la definición de su encanto con una escuetez conceptual. Nos obliga
a mirarla y admirarla y aunque podamos percibir familiaridades entre aquellos
antiguos y nosotros, algo que sí resulta indescifrable nos aleja irremediablemente.
Hay otro misterio. Lawrence, un hombre moderno que detesta su mundo coetáneo,
busca en la antigüedad la expresión, el ideal de una belleza que hemos perdido y
pulverizado con el progreso industrial. El resultado de su búsqueda es este
libro, como pueda serlo el conjunto de toda su obra. Todo texto es en sí un
interrogante que se lanza a su probables lectores para que lo respondan o lo
sumen en la tanda de las interpretaciones. ¿A qué hace alusión profunda la
inquietud de Lawrence, qué significa nuestra época con respecto a otras
sometidas a semejantes procesos de modificación pero menos violentadas por la
tecnología?
A propósito
de modificaciones, Lawrence hace una observación curiosa. Fijándose en las típicas
figuras de los faunos, dice que antes de la 1ª Guerra Mundial podían verse jóvenes
con aspecto de faunos en Italia, pero que después del conflicto, habían, prácticamente,
desaparecido. Tras 1918, a los muchachos italianos dejaron de crecerles las puntas de
las orejas para no llamar la atención en tiempos de paz.