Efectivamente,
el género autobiográfico pertenece a la ficción – ya es ficción en tanto se ha
convertido en género, en un tipo concreto de escritura – pero la ficción nos
dice algo importante a través de algo inventado. A fin de cuentas, la ficción
es verdad, nos dice verdad. Por otro lado sería materia de una sabrosa reflexión
pararnos sobre el porqué obras importantes de filosofía, incluso de ciencia
antiguas, son consideradas hoy literatura. Qué metamorfosis se ha obrado ahí sobre
los conceptos normativos de razón, verdad, discurso, lógica, etc. Fascinante
resulta el recordar que obras destacadas de la época griega, pioneras de la
expresión del pensamiento, fueron concebidas, entonces, como poemas:
Parménides, Lucrecio…El poema se presentaba entonces como un compendio del
cosmos o como la forma ordenada de presentar la imagen del mundo en una
integración de imágenes.
En
un suplemento dominical del ABC de mediados o finales de los ochenta, leí una
noticia sobre una compositora española que tenía en proyecto realizar una obra
musical utilizando voces psicofónicas y electroacústica. Había una foto a color
de la compositora y lo único que recuerdo es que era nacida en Madrid. No recuerdo
su nombre. No he vuelto a tener noticia de esta mujer ni he sabido de ella nada
más que aquella aparición en el ABC. Cuando leí aquello, me pareció una de las
audacias más arriesgadas y complicadas, teniendo en cuenta que las grabaciones
de voces paranormales que fuera a utilizar para la obra no serían cualquier
cosa, sino que tal paranormalidad estaría certificada de algún modo. Ello
significaba que una composición musical de vanguardia iba a integrar en su
elaboración, material directo sonoro de una realidad cuya
naturaleza nos es desconocida. De algún modo hay ahí una especie de redundancia
pleonástica, puesto que ya toda obra artística es, de por sí, misteriosa.
Leyendo
una obra que no conocía de René Char: Indagación
de la base y de la cima, en realidad,
un batiburrillo, una selección de necrológicas, semblanzas de pintores y
escritores, cartas y escritos autobiográficos, pero tratándose de quien se
trata, menudo batiburrillo: la más mínima oración, se presenta cargada de esa
densidad típica del poeta que convierte en esencial y formidable el más escueto
enunciado. Qué gusto da leer a Char, qué firmeza, qué esplendor de la
inteligencia. Que la memoria pueda contar con voces como la de René
Char da esperanza.
Las verdaderas riquezas de este mundo son entidades o conjuntos fugitivos que hay que saber rastrear, descubrir y ubicar. Y esa ubicación siempre se localiza en las anfractuosidades del tiempo. Ante la cantidad de ediciones de la obra de Emily Dickinson disponibles en el mercado, crece mi interés sobre la autora, adquiero una de las publicaciones, la de Austral con traducción de Silvina Ocampo, trabajo elogiado por Borges. Delicioso descubrimiento, desde luego, el de Dickinson. Como siempre, extrañamente, ocurre: intuía, sospechaba algo sobre esta autora que la lectura de sus poemas junto a pormenores de su vida, confirman. La primera impresión definida que uno recibe: bajo esa apariencia anodina de dama puritana, súbitamente, se filtran los trallazos de una inteligencia y de una sensibilidad brillantes. Contrasta la dinamicidad de su verbo con el aire provinciano o sosegado de su apariencia, como si su eros estuviera, exclusivamente, reservado a las palabras. Claro está que tal apariencia no es sino el débito a la ideología histórica, la impregnación contextual que sublima y atraviesa para volver a reelaborar y transformar. Sorpresivamente escribe: ¿Si el verano fuera un axioma/ qué brujería tendría la nieve? Su repertorio es limitado - pájaros, nubes, la casa del vecino, las flores - pero sus inclinaciones místicas y su don poético convierten este conjunto de motivos en nexos de un pequeño paraíso giratorio.
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