NACIMIENTO
DE BUDA
Cómo
describir el nacimiento de una divinidad. Nosotros somos meros liliputienses
evolucionando por la accidentada tierra y sólo poseemos a favor ese montón de
datos contradictorios que pertenecen a lo que llamamos historia y que queremos convertir en información imprescindible (otra
deidad, en definitiva: esta, profana).
Los
dioses, naturalmente, no nacen en la historia sino antes, mucho antes de que se
forme pensamiento, cálculo o relato humano de nada.
El
origen de las cosas es siempre misterioso.
Jamás podrá ser objeto de la historia por mucho que lo pretenda, ni
siquiera de la historia científica a través de cómputos subatómicos o
cuánticos. El conocimiento físico del mundo nos hablará de los procesos y
evoluciones que constituyen y dinamizan la naturaleza, pero difícilmente podrá
explicarnos el origen del cosmos porque semejante cosa se produce en un lugar
que no pertenece al recuento ni a la linealidad objetivista: se produce en otro sitio: el que causa y determina
todos los demás emplazamientos de la vida.
Queremos
hacer un relato de las cosas para hacérnoslas accesibles y controlar sus
devenires y modos de componerse. Pero el azar, la imprevisibilidad de la naturaleza
y de la propia naturaleza humana, malogra, vulnera todo cálculo definitivo
sobre lo vivo. Lo divino está por encima del azar y de cualquier devenir.
Resulta ridículo pensar que seamos capaces de acceder al génesis de un dios.
Para
explicarme el mundo, está el espléndido mundo de las teorías filosóficas. Pero
todavía hay un medio, un espacio más fiable, más delicado, igual de misterioso
que el cosmos: el arte. Y los artistas son pequeños, furtivos videntes.
Misteriosa
me parece esta obra de mi amigo Manolo
Soriano, Teodomiro, titulada Nacimiento
de Buda, pero, al mismo tiempo, también me parece mucho más precisa y
verdadera que cualquier documento o leyenda sobre el asunto. Sólo el lenguaje
del arte es capaz de decir un misterio sin profanarlo.
Podemos
intentar explicar una imagen, buscar elementos que nos expliciten los
contrastes que la componen. La obra de arte constituye un lenguaje y un espacio
de revelación genuino. Es decir, explicable, quizá, por la razón crítica, pero
no traducible. La música no se traduce. La imagen, pueda ser analizada, pero la
representación que produce, se comprende desde la luz propia que despide.
No sé
cómo pero, Teodomiro, ha tenido aquí, en medio de su abundante obra, un
instante de destello singular, una intuición brillante.
Quizá
algún día me lo explique, qué elementos son esos que componen esta obra. Pero por
el momento, prefiero que me embargue la sugestión de lo visible y no sustituir
esta impresión por meras explicaciones.
El espacio abstracto, la textura que lo recorre, la figura numinosa recogida sobre sí misma, como protegida por su halo, insinúan una celebración arcaica, primigenia, sólo accesible a la mirada del Logos primero que cantaban los herméticos. Pues aquí, todavía, no hay palabras, sólo imágenes simplificadas en su misteriosa génesis. ¿Qué memoria de hechos tenemos delante? La luz que llama a la luz.
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