lunes, 19 de julio de 2021


NACIMIENTO DE BUDA

 

Cómo describir el nacimiento de una divinidad. Nosotros somos meros liliputienses evolucionando por la accidentada tierra y sólo poseemos a favor ese montón de datos contradictorios que pertenecen a lo que llamamos historia y que queremos convertir en información imprescindible (otra deidad, en definitiva: esta, profana).

Los dioses, naturalmente, no nacen en la historia sino antes, mucho antes de que se forme pensamiento, cálculo o relato humano de nada.

El origen de las cosas es siempre misterioso.  Jamás podrá ser objeto de la historia por mucho que lo pretenda, ni siquiera de la historia científica a través de cómputos subatómicos o cuánticos. El conocimiento físico del mundo nos hablará de los procesos y evoluciones que constituyen y dinamizan la naturaleza, pero difícilmente podrá explicarnos el origen del cosmos porque semejante cosa se produce en un lugar que no pertenece al recuento ni a la linealidad objetivista: se produce en otro sitio: el que causa y determina todos los demás emplazamientos de la vida.

Queremos hacer un relato de las cosas para hacérnoslas accesibles y controlar sus devenires y modos de componerse. Pero el azar, la imprevisibilidad de la naturaleza y de la propia naturaleza humana, malogra, vulnera todo cálculo definitivo sobre lo vivo. Lo divino está por encima del azar y de cualquier devenir. Resulta ridículo pensar que seamos capaces de acceder al génesis de un dios.

Para explicarme el mundo, está el espléndido mundo de las teorías filosóficas. Pero todavía hay un medio, un espacio más fiable, más delicado, igual de misterioso que el cosmos: el arte. Y los artistas son pequeños, furtivos videntes.

Misteriosa me parece esta obra de mi amigo Manolo Soriano, Teodomiro, titulada Nacimiento de Buda, pero, al mismo tiempo, también me parece mucho más precisa y verdadera que cualquier documento o leyenda sobre el asunto. Sólo el lenguaje del arte es capaz de decir un misterio sin profanarlo.

Podemos intentar explicar una imagen, buscar elementos que nos expliciten los contrastes que la componen. La obra de arte constituye un lenguaje y un espacio de revelación genuino. Es decir, explicable, quizá, por la razón crítica, pero no traducible. La música no se traduce. La imagen, pueda ser analizada, pero la representación que produce, se comprende desde la luz propia que despide.

No sé cómo pero, Teodomiro, ha tenido aquí, en medio de su abundante obra, un instante de destello singular, una intuición brillante.

Quizá algún día me lo explique, qué elementos son esos que componen esta obra. Pero por el momento, prefiero que me embargue la sugestión de lo visible y no sustituir esta impresión por meras explicaciones.

El espacio abstracto, la textura que lo recorre, la figura numinosa recogida sobre sí misma, como protegida por su halo, insinúan una celebración arcaica, primigenia, sólo accesible a la mirada del Logos primero que cantaban los herméticos. Pues aquí, todavía, no hay palabras, sólo imágenes simplificadas en su misteriosa génesis. ¿Qué memoria de hechos tenemos delante? La luz que llama a la luz.

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