Llevo años pensando en
ese país tan extraño, como decía Borges,
que es Estados Unidos. Pensando en
su cine ante la especificidad europea (¿o es al revés?); en el éxito continuo de
cualquiera de las empresas que lleva a cabo en cualquier ámbito; en la
conversión o metamorfosis de lo británico o anglosajón en lo que es la
expansiva expresividad cultural norteamericana; en el aspecto radicalmente profano
de su cultura y en la índole huérfanamente
cristiana de la misma; en la caricatura destructiva de todo lo sexual en que
consiste su humor… En fin, reflexionando en lo que suponen los Estados Unidos
para la historia y, sobre todo, en por qué la naturaleza de lo norteamericano
es siempre lo excesivo, lo permanentemente surrealista, la experiencia límite,
lo más de lo más.
Por un lado está claro que la tabula rasa del protestantismo ha funcionado como elemento despejante de toda creencia, mito o impedimento a la hora de investigar, controlar y experimentar. El pudor es católico; en los protestantes sólo produce insinceridad. De ahí que mientras nosotros asumimos una pendejada como la Leyenda Negra, ellos no sólo han trabajado en la creación de la bomba atómica, hecho ya en sí, inasumible éticamente, sino que la han utilizado de verdad, cuestión que sólo admitimos como elemento remoto de un confuso mundo de ciencia ficción, eliminada toda posibilidad humana de condena. Ahí radica la crueldad estadounidense: en su incapacidad para responsabilizarse. Ellos son los encantadores adolescentes del planeta que invadieron Vietnam y bombardearon Hisosima y Nagasaki.
Hago esta introducción
sobre la naturaleza de lo norteamericano así, por encima, al encontrarme con lo
que para mí ha sido una novedad y no acabo de entender muy bien: el rugby femenino. Al visionar uno de
estos encuentros, uno piensa que se trata de un deporte más, ya que hay
jugadoras, árbitros, comentaristas, público, campo de juego, entrenadores y
demás. Pero cuando percibes la sexy indumentaria de las jugadoras, que cada una
de ellas es una modelo, que se mueven enseñando medio trasero y que las cámaras
persiguen a cada jugadora por el césped del campo, piensas que no es tanto un
mero deporte como un espectáculo en el que bajo el pretexto del encuentro
deportivo, se simula a jugar exhibiendo carnes y cuerpos para un público
mayoritariamente masculino. En esta ambigüedad reside lo que me confunde de este
rugby americano femenino, pues si por un lado las jugadoras parecen entregarse
a jugar, a chocar unas contra otras y a darse golpes de pecho cuando realizan
un movimiento ganador con la pelota
ovalada, y ves a los entrenadores desgañitarse cuando falla su equipo, el resto
confiesa su carácter de espectáculo televisivo al presentar a cada una de las
jugadoras presentándolas como temibles y atractivas amazonas, destacando la
posición de sus traseros cuando se revuelcan por la hierba del estadio.
El mundo norteamericano ¿juega con esta ambigüedad o es que es así? Examinando con atención este rugby americano femenino, confieso que no acabo de ubicar su naturaleza: ¿es un deporte o un espectáculo sexual? ¿Es lo uno mezclado con lo otro, dando lugar a la expresión de una idiosincrasia tan esquizoide como particular? Si los norteamericanos se pasman ante nuestros nazarenos en las procesiones, yo me quedo a cuadros ante estas bellezas que rebotan por el suelo verde mostrando suculentos nalgatorios guerreros.
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