Por un azar, como si fueran lecturas paralelas, leo a la
vez, Lugares
de Georges Perec y el libro de viajes de Mesonero
Romanos, Viaje por tierras de
Francia y Bélgica. Ya he dejado
escrito que los libros de Perec suelen atraerme por el aspecto lúdico-experimental
que ofrecen, pero que el contenido de tales obras me parece, a fin de cuentas, algo
decepcionante. Pero leyendo estos días Lugares,
recientemente publicado por Anagrama, me encuentro con que las anotaciones
consecutivas de calles, esquinas, tiendas, comercios, parques, etcétera, no
resultan tan monótonas como creía. Incluso algún apunte mínimamente descriptivo
- a las seis y cuarto el cielo en esta parte de París es violeta y la cafetería
que tengo delante de mí, está llena de gente - me inyectan cierta dosis de
fascinación temporal y me lanzan a los encantos del recuerdo. De pequeño, para
mí el extranjero era un territorio inconcreto pero de orden fabuloso y si había
que identificarlo de alguna manera con algún país, se concretaba bajo el nombre
de Francia. En los sesenta, precisamente cuando Perec concibe esta obra y se
pone a escribirla, yo tenía unos tíos trabajando en París. A través de sus viajes
y de los regalos y suvenir que nos traían, París se presentaba ante mi fantasía
como un lugar moderno y mágico a la vez. Mejor dicho, ambas características
eran una sola para aludir a un lugar tan sofisticado y único. Mesonero Romanos
describe en su viaje la impresión deslumbrante que ofrecen los comercios de
París. La fascinación por el espectáculo que ofrece París recogida por Mesonero
Romanos es la fascinación típicamente moderna de la ciudad como espacio
fastuoso, como laberinto urbano donde hay de todo.
A través de internet he adquirido el Diario
íntimo de Soren Kierkegaard. No tenía ni idea de que existiera tal libro,
de que el filósofo danés llevara un diario personal. Cuadra no sólo con su
trabajo de filósofo sino con su deseo de ser escritor. Esta es ya una
característica que lo singulariza: al confesar que le gusta escribir, ya está
subrayando, antes que la ejecución de procesos analíticos, la práctica libre y
creativa de la escritura. Esta posición determina su posición ante la historia
de la filosofía y lo acerca al público: entre otras labores propias de la
empresa intelectual, el cultivo de la filosofía se encuentra integrado en la
escritura como una implicación más.
Alucino ante el libro de
Kierkegaard: Lo observo colocado sobre la mesa y percibo como un rumor que
proviene de siglos atrás, del penumbroso siglo XIX. Casi me parece fantástico
que las confesiones de una mente singular como la de Kierkegaard, atraviesen
las décadas y los siglos y lleguen hasta mi ahora, hasta mi casa, ante mí,
dispuestas a derramarse con discreción sobre mi atención. Yo soy cómplice de
esta sutil entrega cuantitativa- el volumen sobrepasa las 400 páginas - de
intimidad procelosa.
Leo las memorias gamberras
de Harold Norse, un poeta norteamericano
homosexual de la década de los sesenta, compañero de venturas de Allen
Ginsberg. No conocía al personaje, pero su ubicación espacio-temporal en las vertiginosas
décadas de los sesenta y setenta, me lo hacen atractivo de sobra. Lo que
ocurrió durante tales años en Norteamérica es alucinante. Y lo que me turba más
es que la aventura social y cultural de
entonces, la poesía beatnik, las drogas, los hipis, el despegue del rock heavy
y sinfónico, la revolución sexual, la música disco, James Brown, Bob Dylan
- se nimban de la densa bruma del
pasado. Pero, ¿cómo va a ser pasado lo trepidantemente joven?
Leyendo la transcripción
publicada de unas conferencias de Borges
en la universidad de Columbia. Me sorprende la franqueza de Borges cuando dice
que a sus setenta años parece que por fin es ya el poeta que quiso ser toda su
vida.
Cuando me aproximo a la
narrativa siempre me asalta un interrogante cuya solución quizá no se halle
sino en los desfiladeros más arduos de la hermenéutica. Cuando, desde la
ficción, un condenado a muerte nos habla de su último día, o cuando el héroe cae herido en
el desempeño de una de sus gestas, es decir, cuando el personaje nos habla tras
su muerte, desde dónde nos está hablando, en realidad, el narrador; desde qué lugar ontológico, metafísico, transmaterial lo hace. Decir que
se trata de una convención literaria es lo vulgarmente esperable: no me
convence.
Leo a Saint-Jhon Perse y, por un lado, me
inocula un entusiasmo delicioso por la grandeza y exquisitez de la palabra
poética y de lo que esta puede llegar a alcanzar, pero por el otro, no dejo de
sentir cierta melancolía: qué lejos está mi vida diaria de festejar los horizontes que la poesía canta
y urde. La poesía se convierte así en un reto moral y vital. Me obliga a cierta
excelencia cuyo emprendimiento es un amargo engorro para mí en mis actuales
circunstancias.
Abro un libro divulgativo sobre temas
filosóficos y me encuentro con la paradoja creada por Schrödinger y su famoso gato existente e inexistente. Precisamente
esta paradoja, cuya conclusión viene a ser que la participación del
experimentador o investigador influye en la definición del experimento, es la
que tiene una aplicación interesante en el ámbito de lo paranormal. La
obtención de parafonías se corresponde en ocasiones más que significativas con
el talante y grado de implicación del que investiga. Si, de las leyes
espacio-temporales ya formalizadas, existen variantes que desconocemos, la
puntualmente óptima relación cerebro-tiempo, ocasionaría la súbita conexión con
tales variantes extrañas. Es decir, que si el gato de Schrödinger está muerto y
vivo dentro de la caja antes de que el investigador la abra, del mismo modo, la
manifestación del fenómeno paranormal se produciría sin que sepamos cómo y por qué
se ha manifestado a nosotros. El misterio es doble como el estado vital del
felino.
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