Llevo cierto tiempo dulce, es
decir, sin abismamientos ni pensamientos siniestros. Me encuentro tan
insólitamente bien que me siento extraño, casi inseguro, como si algo fuera a
ocurrir. Me pregunto yo a estas alturas, de qué ha valido tanto sufrimiento
secreto, el calvario de tanto aislamiento, la tortura de tantas fiestas
resueltas en la angustia y pasadas gracias al éxtasis de la música. Eso sí que
no podré perdonármelo: la cantidad de tiempo que he desperdiciado, que no he
vivido, que he perdido. Aunque pueda renacer en la hora presente, algo de la
herida de ese tiempo esfumado y no experimentado, frustrado, pesará sobre mí.
Envidio a la poeta noruega Inger Christensen, es decir, me
sorprende que con el tipo de poesía que escribía, tan poco popular, tuviera un
éxito más que notable en sus días. O el pueblo noruego demostró un gusto muy
singular o es que era la época hipi con su oferta de mundos y éxtasis nuevos lo
que creó un ambiente propicio de recepción.
El espacio cuadrangular de las
películas de Clint Estwood. He ido
examinando sus grandes películas de los setenta y todas las mejores tomas son
de una horizontalidad muy eficaz: azoteas con el mar de fondo, piscinas a cuyo
borde se encuentra el cadáver de una bonita muchacha en traje de baño. La
chulería de los setenta.
Después de un largo periodo
sin frecuentar densidades y secretos absolutos, volver a la escritura no sólo
me da pereza sino que se me antoja pedante: aquí estoy de nuevo, pertrechado de
lucidez y de entusiasmo por los laberintos sin fin... de siempre…
Qué insoportablemente solo me
encuentro con esta lucidez a rastras y encima, en estos días de fiesta, qué
hastío…
Imaginar que James Brown, que las grandes estrellas
del arte o la música o el pensamiento que admiramos, estén muertas, me parece
ridículo, trivial. Resulta artificioso pensar que quien protagoniza en nuestra
memoria y emoción, la más intensa encarnación de lo vivo y pleno, haya
fallecido y no esté, supuestamente, con notros.
Cuando alguien me pregunta por los papás suelo responder con un eficacia aprendida y formal, pero por debajo de la expresión contenida, se me abre, de pronto, un abismo, un precipicio sobre el que tengo que guardar un complicado y súbito equilibrio, si no quiero desaparecer yo mismo en él.
Semidormido, suena música por la radio. Los términos
en que la creación del mundo se dio, un hilo vibratorio de temblores y rumores,
separándose entre sí a partir del nacimiento en un mismo punto.
En las sedas furtivas de la
noche del sábado vislumbro, acaricio la
salvación, la reconciliación definitiva, el misterio por fin resuelto de los
seres a través de la trémula felicidad que nos da el sabernos todos soberanos y
dignos de belleza y amor.
Un concierto en el cementerio.
Imagino el final espectacular de la sinfonía Turangalila de Messiaen, haciendo estallar de luz los nichos, atravesando de furia sagrada los muros de los panteones, liberando a
todos los seres que yacen el pasado, siendo redimidos en el ahora estallante de
la música de la resurrección.
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