VIAJE A ITALIA
René de Chateaubriand
El viaje que Chateaubriand
hace a Italia responde con contundencia y suntuosidad al tipo de itinerario que
tempranamente el espíritu romántico había ideado entorno al embrujo de las
ruinas y los restos de grandes civilizaciones, arrasadas por el tiempo.
Chateaubriand se pasea por
las ruinas romanas de Nápoles, Pompeya, Litema o de la propia ciudad de Roma
como testigo solitario de lo que ha dejado tras de sí el poder fascinador del
tiempo y que se traduce en procesos alternativos de apogeo cultural y
decadencia, es decir, de sometimiento de la naturaleza y de regreso de lo
salvaje y primigenio.
Las ruinas son un frondoso
bosque de signos por el que nuestro autor pasea y deambulea, creando un mapa
temporal imaginario de enclaves y motivos,
constatando que la arquitectura ha cambiado de papel y función en su
nuevo estatus de ruina o resto: antes era el mensaje supremo de la
civilización, ahora sirve de pintoresco cauce para las aguas de lluvia o punto
en el que las aves hacen sus nidos. Es decir, la cultura al desaparecer, persiste solo como forma
remota, se va engastando en la maleza inextricable para convertirse en casual
soporte, en delicado destrozo cada vez más sumido en la hierba.
Chateaubriand ya percibe lo
que años más tarde Simmel diría con algo más de precisión: las ruinas son el
reboso final del regreso de la
cultura a la naturaleza. También encontraríamos una significación de la ruina
en las reflexiones de Benjamin que la interpreta como monumento del tiempo alrededor del cual el flaneûr merodea y quien
buscaría una identificación consoladora de su desamparo personal: el conjunto
de ruinas como significación de lo excluido por el tiempo, como signo de lo que
ya no tiene función ni existencia.
Italia y sus ciudades son
como un gran museo y Chateaubriand disfruta en sus paseos de los fastos del
pasado, atravesando villas y ciudades, describiendo la selva que ha crecido
entre los restos de un templo como si visitara literalmente una de las antigüedades romanas de Piranesi,
aspirando el perfume de la tarde entre unas ruinas frente al mar, paseando por
el Coliseo con la única y suficiente luz de la luna.
Chateaubriand nos cuenta con
precisión su periplo por estos soberbios cementerios de frontispicios, torres y
grutas practicadas en los lienzos de las paredes de los grandes edificios y
aunque la melancolía de su evocación nos esté diciendo que el universo es más
infinito que la historia, las formas antiguas perseveran entre las marañas de
ramas alertando sobre lo que fue el Imperio.
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