martes, 5 de junio de 2018



 

VIAJE A ITALIA
René de Chateaubriand


El viaje que Chateaubriand hace a Italia responde con contundencia y suntuosidad al tipo de itinerario que tempranamente el espíritu romántico había ideado entorno al embrujo de las ruinas y los restos de grandes civilizaciones, arrasadas por el tiempo.

Chateaubriand se pasea por las ruinas romanas de Nápoles, Pompeya, Litema o de la propia ciudad de Roma como testigo solitario de lo que ha dejado tras de sí el poder fascinador del tiempo y que se traduce en procesos alternativos de apogeo cultural y decadencia, es decir, de sometimiento de la naturaleza y de regreso de lo salvaje y primigenio.

Las ruinas son un frondoso bosque de signos por el que nuestro autor pasea y deambulea, creando un mapa temporal imaginario de enclaves y motivos,  constatando que la arquitectura ha cambiado de papel y función en su nuevo estatus de ruina o resto: antes era el mensaje supremo de la civilización, ahora sirve de pintoresco cauce para las aguas de lluvia o punto en el que las aves hacen sus nidos. Es decir, la cultura  al desaparecer, persiste solo como forma remota, se va engastando en la maleza inextricable para convertirse en casual soporte, en delicado destrozo cada vez más sumido en la hierba.

Chateaubriand ya percibe lo que años más tarde Simmel diría con algo más de precisión: las ruinas son el reboso final del regreso de la cultura a la naturaleza. También encontraríamos una significación de la ruina en las reflexiones de Benjamin que la interpreta como monumento del tiempo alrededor del cual el flaneûr merodea y quien buscaría una identificación consoladora de su desamparo personal: el conjunto de ruinas como significación de lo excluido por el tiempo, como signo de lo que ya no tiene función ni existencia.

Italia y sus ciudades son como un gran museo y Chateaubriand disfruta en sus paseos de los fastos del pasado, atravesando villas y ciudades, describiendo la selva que ha crecido entre los restos de un templo como si visitara literalmente una de las antigüedades romanas de Piranesi, aspirando el perfume de la tarde entre unas ruinas frente al mar, paseando por el Coliseo con la única y suficiente luz de la luna.

Chateaubriand nos cuenta con precisión su periplo por estos soberbios cementerios de frontispicios, torres y grutas practicadas en los lienzos de las paredes de los grandes edificios y aunque la melancolía de su evocación nos esté diciendo que el universo es más infinito que la historia, las formas antiguas perseveran entre las marañas de ramas alertando sobre lo que fue el Imperio.         

 
 

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