Hay
libros que parecen proyectar una imagen previa sobre la sugestionabilidad,
libros de los que se intuyen de qué van a ir antes de leerlos, libros que
provocan cierto merodeo sobre lo que tratan y que ya nos han convencido de los asuntos
sobre los que se van a explayar en las páginas interiores.
Puede
suceder que la imagen que me haya hecho del libro en cuestión no se corresponda
con el contenido que luego yo recorra con la lectura, que me decepcione; pero
es raro que cuando la sugestión alucinada se detiene sobre algún motivo,
imaginando desarrollos de tal cosa, aunque sean complejos e infrecuentes, tal
cosa resulte ser otra. Hay un poder tácito de la imaginación que hace sospechar
al sujeto laberintos concretos en torno a un tema, episodio o texto, y que
terminan por confirmarse, después, yendo a incorporarse al depósito del
imaginario como un cómplice más del
concepto de universo que se va conformando paulatinamente en uno. Me ocurrió
con Barthes, cuando no lo conocía de nada, con la música de Hindemith, y con obras concretas de las que apenas tenía
noticia, como los famosos y huidizos pasajes del Libro de los pasajes de Benjamin. Y a propósito de este último: el
libro de Stendhal me hace recordar por su estructura de catálogo, el Libro de los Pasajes de Walter Benjamin.
Cada fragmento de prosa parece corresponderse con un fragmento de tiempo discernido,
cada galería textual con un pasadizo de
la memoria, tal y como Benjamin daba cuenta de la multiplicidad
oniriforme del mundo parisino con cada pasaje o detalle testimonial que
atravesaba o anotaba. Aquí, Stendhal no surca Roma de modo conscientemente
onírico, pero el efecto de sus notas e itinerarios se asemeja a ello: un
laberinto de enormidades recorrido por grupos de turistas alelados que nuestro
escritor parece liderar a su pesar...
Este
grueso volumen que conjunta las visitas, más o menos reales, de Stendhal, por
los monumentos y parajes más destacados y soberbios de la ciudad eterna, se
suma al tipo de fascinaciones silenciosas que sobre un libro probable acabo de
detallar. Apenas me acerco físicamente al volumen o lo invoco en la memoria, se
me hace una suerte de croquis sobre su contenido: me viene algo así como un
enorme zigurat de espirales ascensionales infinitas. Stendhal va subiendo
escaleras y en cada piso, visita un conjunto de estatuas, ruinas o palacios.
Cada piso se alarga conforme Stendhal se pasea por allí, dilata fantásticamente
sus espacios, y el escritor puede sortear bajadas del terreno, anfractuosidades
en las que encontrar monolitos antiguos o estelas funerarias o pequeñas
estatuillas.
Sufro
de cierta intelectualización del texto, pues no imagino tanto a Stendhal
vagando por Roma como haciéndolo a través de galerías futuristas que albergan
la memoria de Roma en un gran edificio de cristal que emerge verticalmente en
un territorio de nadie.
Literalmente,
lo que Stendhal hace es visitar el tiempo, recorrerlo pausadamente, observando
soberbias efigies que indican estilos y cadencias producidos en el propio
tiempo. Cada estatua es un dato materializado, una inauguración de décadas y
siglos.
Stendhal
visita las ruinas de las termas de Caracalla, el Coliseo, el templo de Júpiter,
el Capitolio, el palacio Chigi, rodea fachadas remotas, acaricia columnas
todavía esbeltas, admira pinturas y relieves, soportales, arcos, sepulcros.
Cada
objeto que roza con la mirada, cada perfil de mármol que examina le hace viajar
en el tiempo, transmuta su sensibilidad, se eleva de su pobre aquí y se reubica
en un espacio nuevo y solar, el espacio de la contemplación.
Stendhal,
que parece detestar el gusto del XVIII, tiene una más o menos modesta misión:
dar testimonio con sus notas de turista hipnotizado por la belleza clásica, del
egregio material de la memoria. Dónde
estén los autores de tanta maravilla, las personas que planearon, cincelaron y
ejecutaron tanto arte, pertenece a la disquisición teológica, a la reflexión
trascendente.
Stendhal
sabe confusamente que cada piso que visita en la torre del edificio transparente
es una gradación en la memoria, un estrato en la representación figurativa de
la eternidad. Sospecha que llegar al piso más alto le va a costar trabajo,
tanto físico como intelectual: muchos objetos para degustar, demasiada cantidad
estética que enjuiciar o comentar.
Stendhal
no solo fija su atención en la calidad de las piedras domeñadas por el arte romano
o griego: anota detalles atmosféricos, cómo la incidencia de la luz realza o
transfigura los monumentos, el contraste que la luminosidad general ofrece con
respecto a la de París, ciudad de la que nuestro glosador procede. Qué
significa esto: pues que la obra de arte, creada e ideada en determinados confinamientos
naturales, representará efectos distintos de si hubiese sido diseñada en otros
lugares o territorios. La obra de arte emerge de y en la luz. El azul
mediterráneo en que se bañan los mortales que desfilan ante los monumentos,
resulta indescriptible para Stendhal. Es este un condicionamiento con el que no
se había contado en un principio: la naturaleza del contorno originario, de qué
temperamento o carácter vinculado a la tierra, es originaria y producto la obra
de arte, que exigirá para su comprensión total, la ubicación en unas colinas,
en unos caminos tomados por el sol poderoso o en cualquier otro límite
diferenciado.
Estando
en Roma no podía evitar lo más típico y pintoresco: Stendhal describe el ceremonial
de la comida de los cardenales y asiste a la elección del papa, previa sucesión
de discursos de embajadores y caballeros solemnes.
Lo
que en definitiva me parece más interesante del texto de Stendhal, es lo que
también resulta lo más obvio: se visita un lugar extraordinario, cuajado de
historia por todos los lados y de cuyo legado aproximado se pretende dar cuenta.
Es decir, si se va a Roma es porque es un
lugar de acontecimiento, un sitio que por su relevancia en cualquiera de
sus aspectos históricos, ofrece originariedad, y tal surtido de aconteceres se
hace referente ineludible a la hora de estudiar los principios de la cultura
propia.
Roma certifica que nuestra memoria tiene una faz concreta, un relieve noble. Y como mera reminiscencia brota y se multiplica barrocamente en las anfractuosidades figurativas de los grabados de Piranesi, cuando somos otros los ocupantes del presente y el tiempo se ha convertido en un espectáculo acumulativo y vertiginoso.
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