martes, 12 de enero de 2021

PASEOS POR ROMA



Hay libros que parecen proyectar una imagen previa sobre la sugestionabilidad, libros de los que se intuyen de qué van a ir antes de leerlos, libros que provocan cierto merodeo sobre lo que tratan y que ya nos han convencido de los asuntos sobre los que se van a explayar en las páginas interiores.

Puede suceder que la imagen que me haya hecho del libro en cuestión no se corresponda con el contenido que luego yo recorra con la lectura, que me decepcione; pero es raro que cuando la sugestión alucinada se detiene sobre algún motivo, imaginando desarrollos de tal cosa, aunque sean complejos e infrecuentes, tal cosa resulte ser otra. Hay un poder tácito de la imaginación que hace sospechar al sujeto laberintos concretos en torno a un tema, episodio o texto, y que terminan por confirmarse, después, yendo a incorporarse al depósito del imaginario como un cómplice  más del concepto de universo que se va conformando paulatinamente en uno. Me ocurrió con Barthes, cuando no lo conocía de nada, con la música de Hindemith,  y con obras concretas de las que apenas tenía noticia, como los famosos y huidizos pasajes del Libro de los pasajes de Benjamin. Y a propósito de este último: el libro de Stendhal me hace recordar por su estructura de catálogo, el Libro de los Pasajes de Walter Benjamin. Cada fragmento de prosa parece corresponderse con un fragmento de tiempo discernido, cada galería textual con un pasadizo de  la memoria, tal y como Benjamin daba cuenta de la multiplicidad oniriforme del mundo parisino con cada pasaje o detalle testimonial que atravesaba o anotaba. Aquí, Stendhal no surca Roma de modo conscientemente onírico, pero el efecto de sus notas e itinerarios se asemeja a ello: un laberinto de enormidades recorrido por grupos de turistas alelados que nuestro escritor parece liderar a su pesar...    

Este grueso volumen que conjunta las visitas, más o menos reales, de Stendhal, por los monumentos y parajes más destacados y soberbios de la ciudad eterna, se suma al tipo de fascinaciones silenciosas que sobre un libro probable acabo de detallar. Apenas me acerco físicamente al volumen o lo invoco en la memoria, se me hace una suerte de croquis sobre su contenido: me viene algo así como un enorme zigurat de espirales ascensionales infinitas. Stendhal va subiendo escaleras y en cada piso, visita un conjunto de estatuas, ruinas o palacios. Cada piso se alarga conforme Stendhal se pasea por allí, dilata fantásticamente sus espacios, y el escritor puede sortear bajadas del terreno, anfractuosidades en las que encontrar monolitos antiguos o estelas funerarias o pequeñas estatuillas.

Sufro de cierta intelectualización del texto, pues no imagino tanto a Stendhal vagando por Roma como haciéndolo a través de galerías futuristas que albergan la memoria de Roma en un gran edificio de cristal que emerge verticalmente en un territorio de nadie.

Literalmente, lo que Stendhal hace es visitar el tiempo, recorrerlo pausadamente, observando soberbias efigies que indican estilos y cadencias producidos en el propio tiempo. Cada estatua es un dato materializado, una inauguración de décadas y siglos.

Stendhal visita las ruinas de las termas de Caracalla, el Coliseo, el templo de Júpiter, el Capitolio, el palacio Chigi, rodea fachadas remotas, acaricia columnas todavía esbeltas, admira pinturas y relieves, soportales,  arcos, sepulcros.

Cada objeto que roza con la mirada, cada perfil de mármol que examina le hace viajar en el tiempo, transmuta su sensibilidad, se eleva de su pobre aquí y se reubica en un espacio nuevo y solar, el espacio de la contemplación.

Stendhal, que parece detestar el gusto del XVIII, tiene una más o menos modesta misión: dar testimonio con sus notas de turista hipnotizado por la belleza clásica, del egregio  material de la memoria. Dónde estén los autores de tanta maravilla, las personas que planearon, cincelaron y ejecutaron tanto arte, pertenece a la disquisición teológica, a la reflexión trascendente.

Stendhal sabe confusamente que cada piso que visita en la torre del edificio transparente es una gradación en la memoria, un estrato en la representación figurativa de la eternidad. Sospecha que llegar al piso más alto le va a costar trabajo, tanto físico como intelectual: muchos objetos para degustar, demasiada cantidad estética que enjuiciar o comentar.

Stendhal no solo fija su atención en la calidad de las piedras domeñadas por el arte romano o griego: anota detalles atmosféricos, cómo la incidencia de la luz realza o transfigura los monumentos, el contraste que la luminosidad general ofrece con respecto a la de París, ciudad de la que nuestro glosador procede. Qué significa esto: pues que la obra de arte, creada e ideada en determinados confinamientos naturales, representará efectos distintos de si hubiese sido diseñada en otros lugares o territorios. La obra de arte emerge de y en la luz. El azul mediterráneo en que se bañan los mortales que desfilan ante los monumentos, resulta indescriptible para Stendhal. Es este un condicionamiento con el que no se había contado en un principio: la naturaleza del contorno originario, de qué temperamento o carácter vinculado a la tierra, es originaria y producto la obra de arte, que exigirá para su comprensión total, la ubicación en unas colinas, en unos caminos tomados por el sol poderoso o en cualquier otro límite diferenciado.

Estando en Roma no podía evitar lo más típico y pintoresco: Stendhal describe el ceremonial de la comida de los cardenales y asiste a la elección del papa, previa sucesión de discursos de embajadores y caballeros solemnes.

Lo que en definitiva me parece más interesante del texto de Stendhal, es lo que también resulta lo más obvio: se visita un lugar extraordinario, cuajado de historia por todos los lados y de cuyo legado aproximado se pretende dar cuenta. Es decir, si se va a Roma es porque es un lugar de acontecimiento, un sitio que por su relevancia en cualquiera de sus aspectos históricos, ofrece originariedad, y tal surtido de aconteceres se hace referente ineludible a la hora de estudiar los principios de la cultura propia.

Roma certifica que nuestra memoria tiene una faz concreta, un relieve noble. Y como mera reminiscencia brota y se multiplica barrocamente en las anfractuosidades figurativas de los grabados de Piranesi, cuando somos otros los ocupantes del presente y el tiempo se ha convertido en un espectáculo  acumulativo y vertiginoso. 

   

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