DIARIO DEL CALOR I
Escribir es una forma de eludir el
calor. Me he dado cuenta de que en cómo suframos el calor, el componente
psíquico es importante. Es decir, que puedo idear algún tipo de actividad que
me haga sortear las incomodidades que el calor produce. En mi habitación y a
pesar de disponer de aire acondicionado, el calor me sume en un desasosiego
interminable. Se me ocurre ponerme a escribir, invento un diario en el que vaya
a dar cuenta de las insufribles vicisitudes en que me sume el calor. Tras haber
estado un rato escribiendo, percibo que ese tiempo en que he estado escribiendo
NO he sentido las angustias físicas del
calor. Luego, el elemento anímico e íntimo, siempre resulta determinante en
muchas de las circunstancias en que nos vemos envueltos. Esa cantidad cuasi innumerable
de dolencias con que se ven atosigados en la consulta los médicos de la
Seguridad Social, tiene una explicación parcial importante y secreta: su origen
subjetivo. Todo dolor, en suma, es un dolor moral.
Voy por la calle a media mañana.
Bajo la lluvia de fuego del sol hago el esfuerzo de abstraerme de la
incomodidad que estoy atravesando. Por unos instantes veo mi sombra en el suelo
y logro distanciarme del hecho ineludible de que camino bajo el sol y que me
estoy achicharrando. Luego continúo andando y olvido todo ejercicio súbito de
evitar con mis poderes secretos el influjo bestial del astro rey.
Hago memoria de las veces, de las
temporadas, de los años en que, durante el verano, he atravesado las periferias
de Alicante y Murcia con mi cámara fotográfica, con la mítica Voitglander; de las veces en que bajo
la desolación amarilla del sol he pasado por huertos, caminos de campo, restos
de campamentos gitanos, estaciones de tren, casas en ruinas… Parte de las
fotografías que entonces hice por tales enclaves en los noventa, las mostré en
la Exposición que realicé en las salas de la desaparecida CAM. Al revisar estos
recuerdos, se me abre el abismo del tiempo, me doy cuenta de la cantidad de
veces en que me he perdido voluntariamente por ahí y de las cosas que desde
entonces han ocurrido en nuestras vidas. Me angustio, me desolo y me fascino en soledad viéndome a mí mismo
perdido tantas veces en las siestas de 1992, de 1993, de 1994, de 1995, de
1996, de…. En estas estoy cuando comienzan a venirme a la cabeza las
sensaciones que estoy experimentando con alguna de las notas del diario íntimo
del escritor Pierre Loti, cuya
lectura he recuperado hace unos días. El autor visita el lugar donde nació, tras uno
de sus viajes como marinero, treinta años después. Y rememora sensaciones e
imágenes de su infancia. Nos habla del
tipo de flores que crecían alrededor de la puerta de su casa, de los sonidos al
atardecer, del tipo de personas que solía ver desfilando a determinadas horas,
del perfil de la torre de la iglesia que se dibujaba contra los cielos
crepusculares, etc... Estas anotaciones
las realiza en su diario a fines del XIX. Yo, al leerlas ahora comienzo a
abismarme dulcemente en el tiempo, viajando con lo que Loti describe. Y como si
se produjera un contagio por semejanza de ámbitos, recuerdo ahora las memorias
que escribió Lawrence Ferlinguethi
poco antes de morir, y cómo habla en ellas del remolino del tiempo, de los
remolinos del tiempo que han pasado y se mezclan en un gran todo que la memoria
refleja. Cómo todos los acontecimientos históricos y personales se sumen en un
abismo que viene a ser el mismo y cómo de tal abismo somos capaces de emerger con
un mínimo de conciencia a través del poder vacilante pero duradero de la
memoria. Unos tiempos remiten a otros, todos se suceden sin conocerse pero son
de naturaleza común. Y en el tiempo, a través de las bandas y cintas corredizas
del tiempo viajan nuestros deseos, nuestras pasiones, lo que fuimos y de algún
modo somos todavía. Podría seguir
saltando de texto en texto, pero es el azar el que me lleva y me ha colocado
delante los que he referido. Ferlinguethi
y Pierre Loti, qué demonios tiene uno que ver con el otro. Nada, aunque, bueno,
llevaron vidas viajeras y ambos son personajes cosmopolitas. Yo que apenas soy
una línea trazada en el vacío, me alejo cada vez más de todo acontecimiento,
pero confino en la crepuscularidad que Loti invocara, ese tiempo remoto que sin
embargo protagonizamos y fue, curiosamente, el nuestro, el que vivimos.
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