Como
suele ocurrirme, la contemplación distraída produce los más dulces
visionamientos, las ensoñaciones súbitas más profundas.
Me
encuentro mirando esta pintura de mediados del siglo XIX sobre el islote de San Juan situado en el
golfo de Borromeo, en Italia, y sin haber buscado una especial potencia en
ningún detalle de la representación, de pronto, la imagen comienza a adquirir
una suerte de blandura.
Esa
digamos, ligera deformación de la superficie de la imagen general, va arrojando
o arroja a esta hacia atrás en el tiempo. Es como si a través de este
movimiento de la imaginación perceptiva la imagen buscara ubicarse en las
coordenadas espacio-temporales que fueron su origen real, escapando suavemente
de los límites elementales del marco del cuadro.
Cuando
la imagen ha ahondado en sí, digamos, es entonces cuando deja de ser una mera
pintura y trasciende su identidad desde su emprendimiento representacional. La
imagen que se alejaba en el tiempo y en el espacio de la proximidad de mi
mirada, de pronto, se para y aterriza en un contorno remoto que es su
actualidad. Acaba de llegar a su referente, a su fuente, a la realidad que tomó
como modelo, en un momento preciso, la imaginación que la concibió sobre un
lienzo.
Tras
concluir este viaje al pasado, hacia el hallazgo de sus coordenadas, la imagen
reposa sobre un horizonte que es ahora el de mi percepción directa y
ensoñadora. Veo el paisaje reubicado, inopinadamente, en su enclave originario,
liberado de su confinamiento artificial en las proporciones regulares de un
cuadro de género. La imagen ha recobrado su confín auténtico, su posición
significante en una tierra lejana y etérea para mí. En este momento la imagen,
sin alterar sus conformaciones ni la textura de ninguna de sus figuraciones, comienza
a latir, a vivir, a irradiar desde su
establecimiento. Ha alcanzado la soberanía de su ser, emite la harmonía de sus
contenidos y propicia una suerte de paz a partir de todos sus puntos.
Tras
comprobar que la imagen se ha desplazado a otro lugar y que desde tal lugar se
refuerza su encanto e irradia como imagen soberana y originaria, yo me dejo
caer en la belleza de su apariencia y recibo el blando impacto de una hermosura
que fue en el tiempo y que tengo el secreto y frágil privilegio de observar con
detenimiento ahora. Este ahora sólo lo es de mi percpción y de sus probables balanceos
en la intensidad, pues la imagen fulge plena con tranquilidad en un espacio
inaccesible: ese allá paradisíaco que es un fue pero que no desaparece en tanto
el observador permanezca atento a las sutiles vicisitudes que emerjan de la
propia imagen y la afirmen modestamente eterna.
El
detalle, defectuosamente visible por la calidad mediana de esta reproducción, de la pareja arrobada en el puentecillo,
me llena de ternura, de piedad, de fascinación. La dicha remota de este par de
amantes me provoca un llanto mudo, me retuerce, fugitivamente, las entrañas. Todo
es paz, pudoroso decoro, inocencia. Y la masa de agua tranquila del golfo y el
verde del bosque no hacen sino arropar a esta pareja y abrazar a mis propios párpados
en la confirmación de que todo es cordialidad en esta pintura.
Cierto es que no se trata de un óleo ilustre, pero es que las pinturas algo mediocres o anónimas son las que producen los estados encantatorios más inesperadamente intensos.
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