Hay
que ir a por el tópico, a por el estereotipo para liquidarlos si imponen una
imagen pobre y falsa de lo real. Durante cuánto tiempo no he podido escuchar y
disfrutar de verdad de la música de Mozart
por culpa de los mozartianos. Los seguidores modernos del compositor habían
construido un concepto sacral del austríaco que me reventaba. Ha sido
últimamente cuando he podido escuchar la
obra de Mozart libre de cualquier prejuicio, imagen o elogio, cuando en
realidad la he descubierto con placer y esa música, originalmente, ha
fluido ante mí.
Otro
estereotipo vencido. De unos años acá la obra de Henry David Thoreau ha ido siendo mostrada al público español en
diversas y continuas ediciones: ensayos, diarios, epistolario, etc... Durante
años me resistí a leerlo porque no me interesaba que alguien desde el siglo XIX
me informara de las bellezas del mundo natural. Prefiero captar y disfrutar de
la naturaleza desde otras perspectivas, cuando no, desde la propia experiencia
de campo. Pero resulta que me encontré en un centro comercial con una breve
antología de aforismos y pensamientos de este autor. Adquirí el libro, muy
delicadamente editado y al hojear el muestrario escritural del ensayista de
Concord me llevé una grata sorpresa. Creía que me iba a encontrar a un uniforme
adorador de bosques y ríos salvajes, con un empaque conceptual más bien igual
de uniforme, pero no, qué va: las observaciones de Thoreau son particularmente
agudas y sorpresivas y siempre muy creativas. Parece que Thoreau no sólo
haya pensado bien las circunstancias del
desenvolvimiento del mundo que le rodea sino que empleé en sus reflexiones todo
el contrastante material acumulado por la experiencia en su proyecto de
deslindarse ocasionalmente de la sociedad en la que vive, reubicándose en la
naturaleza cuyas gracias más o menos ocultas cree conocer y saber utilizar. No
hay, por tanto, amagos ingenuos de elogio a la naturaleza. Lo que Thoreau
descubre es que el encuentro con la naturaleza no sólo supone una fuente
renovada de estímulos vitales para el hombre sino una influencia en el modo de
pensar la existencia ligándola a actitudes más libres y místicas. Y que todo
ello no se traduce en una impostura para el sujeto frente a otros sino que
puede vivirse con relativa harmonía. Digamos que el desenvolvimiento de Thoreau
en la naturaleza le presta una singular plasticidad para analizar la mente
humana y el orden de sus deseos.
Leo
por primera vez la obra narrativa de Paul
Auster. Leí hace mucho una brillante recopilación de sus ensayos. Recuerdo
que aquel libro lo encontré en los cajones de súper ofertas del Corte Inglés.
Lo que he empezado a leer ahora es Diario
de invierno, un libro formulado a través de fragmentos que evoca la vida
del escritor desde dos extremos: los recuerdos de infancia y la vida actual- el
momento de escribir el texto - cuando el autor tenía 64 años. Significativa
esta alternancia temporal: las alusiones a la infancia son como chocantes
evocaciones anecdóticas de un tiempo exento de tragedia; las relativas al
tiempo del momento en el que el novelista escribe, se llenan del temor a la
muerte, el fin de la existencia y la estupefacción de tener que admitir que uno
dejará de estar en este mundo. Este diario es pues un balance revelador del
tiempo vivido y de las preocupaciones y experiencias que se tienen en cada
episodio del mismo. Como Auster no disfraza los hechos de ideología, los
retrata tal y como se produjeron, revelándonos cómo las circunstancias de la
vida se llenan de uno u otro sentido según el tiempo se vaya acumulando en cada
uno de nuestros trances vitales. Libro preciso y melancólico pero
indudablemente, realista.
Leo los ensayos que componen Analectas
del reloj, de Lezama Lima, con
particular cuidado al manejar sus páginas pues se trata de una endeble edición
de 1955. Como no podría ser de otra manera, y perdón por esta por frasecita tan
manoseada, sensación apabullante de fascinación intelectiva y poética ante las
exhibiciones del mago cubano. Sencillamente Lezama habla su propio idioma,
articula un lenguaje específico e irrepetible. Lezama ya no es meramente un
genio de las letras, es el propio Verbo que habla desde las zarzas ardientes de
la inteligencia y nos comenta cosas insólitas sobre Picasso, sobre Garcilaso,
sobre Valéry, sobre la muerte y los eones del tiempo. Palabras escritas en oro
y percibidas en una discreta edición de las islas de allá a fines de los
cincuenta, como ya he referido. No es que nadie pueda superarle, es que ya no
hay nadie que posea tal sabiduría literaria, filosófica, o que piense desde tales reservas de aplicación hermenéutica,
a partir de tal asunción profunda de símbolos en trance. Me parece que si falta
una verdadera imagen en nuestra literatura que refleje lo que Lezama ha
supuesto no es ya porque no disfrutó de la publicidad del boom de la literatura
hispanoamericana sino porque ni más ni menos ya no le llegamos ni a la suela de
los zapatos. Hoy vivimos no sólo la indigencia simbólica sino la crítica y la humanista.
Hoy retozamos en las miserias de los colorines internéticos tan pululantes e
interminables como constantemente mortales. Dónde queda la sustancia de la
palabra, el vuelo inseminador de altas imaginaciones, el pensamiento de lo
posible. Dónde. Yo encuentro en cada frase, en cada palabra, en cada página de
Lezama una fuente de la riqueza infinita que nos hemos obstinado en perder. Yo
disfrutaré constantemente de los textos
de Lezama. Mientas que la imbecilidad se
cepille a quien se deje.
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