miércoles, 27 de abril de 2016

EL MUNDO ESTÁ LOCO, LOCO, LOCO.








Hace un par de semanas, pasaron por el canal Tcm la película El mundo está loco, loco, loco, de Stanley Kramer. La crítica suele decir que el film es un homenaje al cine cómico mudo: las inverosímiles cabriolas locomotrices y persecuciones  de coches de los policías de Mack  Sennett y compañía ya se encargaron de hiperventilar la adrenalina del público apenas desvanecida la Belle Epoque.

Yo preferiría que esta película no fuera sólo homenaje a ese tipo de cine, preferiría ubicar su aparición como una lúdica singularidad del cine que comienza a hacerse a principios de los sesenta, y aquí, confieso que soy bastante subjetivo.

Hace infinitos años, discurriendo una tarde por entre las páginas de la enciclopedia Salvat, dí con un fotograma de la película en la entrada dedicada al director. Claro está que no conocía ni al director ni había visto la película, se trató de un hallazgo azaroso, pero la imagen que reproducía a un par de tipos revolcándose en el suelo, perteneciente al film con ese título El mundo está loco, loco, loco, me sugirió la idea de una gran comedia que representaría la vida en todas sus facetas. No sé por qué pensé que se trataría de una gran película, es decir, una película de larga duración y con intención narrativa totalizante, al modo de las sagas y semejantes, pero conjuntado en una sola obra todos los probables episodios de las vidas de los personajes.

 Mi ocurrencia de que se trataba de un film espectacular, implicaba tácitamente una noción de espacio; y, efectivamente, esa noción centra la casi totalidad de la realidad semiótica del film: si hay algo que se hace notorio en la película, que se despliega y repliega y vuelve, jocosamente, a desplegarse es el espacio. Literalmente la película es espacio recorrido, y yo diría que uno, especialmente, el que constituye la loca linealidad de la carretera a lo largo de la costa, aderezada por la explosiva llegada a destino de los sucesivos automóviles y la dispersión final de los personajes.

Si hay algún artefacto de orden estético que reparte imaginarios, que informe sobre modas y tempos sociales, ambientes, contrastes y apariencias, ese es el cine. Con respecto a ello, la idea de que una película de 1963 pudiera resultarnos vertiginosa, tanto en acción, como en sonido y montaje puede parecernos ingenuo, teniendo en cuenta las cuotas de acción, imposibles de asimilar, de las películas actuales, potenciadas por el delirio tecnológico de los efectos especiales. Pero, viendo la película el otro día, me daba cuenta cómo el mito de que la lentitud pertenece a épocas pasadas, es eso, un mito: el mundo está loco, loco, loco es descarga continua, pura acción, y el ritmo alcanza varios clímax en el desenlace final, es decir, satisface las expectativas de diversión de un espectador actual.

El mundo está loco se adscribe al cine de la típica locura norteamericana, una de las más jubilosas expresiones emergidas del Nuevo Mundo, entretenimiento de principio a fin, tobogán gigante de feria, y sugiere, como el mejor cine, el juego infinito, permitirnos porque sí la felicidad, al fin.

Digo que no ha pasado el tiempo para esta película, que roza el exceso, pero sí, lamentablemente, para nosotros. Hoy no haríamos una película como esta, no creo que nos embarcásemos tan tranquilamente en una empresa semejante: hemos perdido la inocencia. O al menos, sí somos demasiado conscientes del exceso.
El mundo está loco… vista ahora es compacta y divertida, redonda y sin fisuras.  ¿Serían tan conscientes los espectadores de los años sesenta de la locura que estaban visionando como lo somos nosotros ahora? Esto me preguntaba mientras veía a una pandilla de individuos subirse al último piso de un edificio abandonado, después de casi dos horas y pico de persecuciones, saliendo despedidos por los aires al estar rota la escalera de incendios, cayendo uno en una fuente, otro en la mesa de un banquete, otro sobre un puente, otro penetrando por  una ventana del edificio de enfrente, otro sobre una palmera, otro encima de un montón de arena y otro aterrizando en una tienda de venta de perros.

 




            

martes, 19 de abril de 2016

Chantail Maillard. LA MUJER DE PIE




 
 

No he terminado de leer el libro de Chantail , voy por la página 156, pero experimento tal ansiedad si me atraso un días más, que emito, aunque sólo sea, una nota breve a modo de apremiante reseña, en vez de un comentario definitivo.  

Mujer de pie es el libro que mejor me ha entrado de todos los que he leído hasta el momento de la autora. La mesurada plenitud interior, el tranquilo y sabio cálculo de los límites escriturales, diluyen la circunspección cerrada, y crean un texto fluyente y esponjoso, que dosifica muy bien las pequeñas pero incisivas revelaciones que lo siembran casi indiferentemente.  

A través de un leve hilo narrativo confluyen varias escrituras, la filosófica, la poética, incluso la diarística. Esta hibridación de escrituras hace al texto leve y denso, a un tiempo, sugestivo, flotante y continuo en su fragmentariedad aparente y es una de las capacidades notables del obrar de Chantail: hacer de tal variedad de escrituras una sola, homogénea y convergente.
Todo nuevo libro funciona como una suerte de actualización de la vida e intimidad psíquica de quien lo escribe. Leyendo La Mujer de Pie estás leyendo al mismo tiempo, una confesión, una impresión poética, una reflexión, la nota de un diario, los prolegómenos de un ensayo o de un artículo. Como en otras obras suyas, Chantail reflexiona sobre el yo, sobre el estatus filosófico y vital de Occidente, sobre el dolor y la muerte, sobre sí misma.
La indeterminación genérica de la obra - algo ya tan común  - no creo que obedezca a ninguna calculada razón de fascinación o confusión: se vincula tanto al estado evolutivo de la autora, como se hace eco de una reflexión actual: ahora que hemos llegado hasta aquí, que hemos rebasado todos los límites, que lo hemos pensado e imaginado todo, qué hacemos, cómo continuamos.
Lo que sí agradezco a Chantail, a esta obra, es el haber recuperado el tono poético, que es posible cursar el interrogante grave desde el ámbito de la palabra poética, de nuevo.   

 

jueves, 14 de abril de 2016

EL ARTISTA EN SU TALLER



El artista sueña despierto porque produce formas ante sí, abre brechas en el espacio descubriendo mundos, acaricia el éter y surge una fronda de formas, laderas, labios, triángulos, lluvias, párpados.
Pillamos aquí, en estas imágenes a algunos artistas, también pensadores, artistas del pensamiento, en el momento y, sobre todo, en el lugar más emocionante desde el que definieron universos para nuestro placer y fascinación.  
 
 
 
 
Brancusi, uno de los escultores más originales, también vivió de un modo original. Llegó a París desde Bucarest a pie. Como un peregrino que recorriera itinerarios mistéricos, Brancusi parece el mago oriental de una secta desconocida, envuelto en un aura blanca que parece confiarnos buenos mensajes acerca de su persona. Según contaba el director de teatro oriolano Trino Trives, que lo conoció, se hacía sus propios yogures. 
 
 
 
 
 
Ramón Gómez de La Serna, en su estudio. Libros infinitos, fotografías, grabados, dibujos, campanas, timbres, estatuillas, lámparas, y maniquís, poblaban las estancias de su estudio, reflejo de su pululante literatura.
 
 
 
 
 
El caos no es meramente la inversión del orden, sino un orden formal propio. Estudio de Francis Bacon.
 
 
 
 
 
Convertido en efigie de sí mismo, Franz Liszt al piano. Los perfiles afilados de Liszt y Paganini  arrebataron al público de su tiempo. El piano de Lizst es umbrío, trascendental y poético, transrromántico e hiperromántico, presurreal, no terreno.
 
 
 
 
 
Giorgio de Chirico. De pintor de escenas metafísicas a pintor de naturalezas muertas. Quizá, en el fondo, no haya tanta diferencia.
 
 
 
 
 
 
 
Ortega y Gasset concibiendo una buena serie de pensamientos, rodeado de pensamientos escritos.
 
 
 
 
 
La obra maestra por excelencia de todo lo que podamos conocer sobre el artista y su taller y mucho más, relatado por el propio artista. Las Meninas, de Velázquez.
 
 
 
 
 
Marc Chagall, amable, compartiendo el misterio y la intimidad de su taller.
 
 
 
 
 
Un par de escenas de Dalí en su taller. El delirio imaginando, definiendo, asociando, es decir, trabajando. La inteligencia daliniana consiste en domeñar plásticamente lo delirante.
 
 
 
 
 
 
El escultor Rodin emergiendo de mármoles previos y remedos de ruinas. La creación se va haciendo paso.
 
 
 
 
 
Picasso, dueño y señor.
 
 
 
 
 
 
Mallarmé esperando ser raptado por la prismática idea de la nada absoluta. Notificará su viaje instantáneo en el albo papel que sostiene en la mano. Los muebles y los cortinajes no podrán ceñirse de otro simbolismo que el fatal y voluptuosamente invocado.
 
 
 
 
 
Toulouse Lautrec en plena faena. Llama la atención que entre el taller y la naturaleza, - el jardín -, se establezca tan tranquila continuidad. Son una misma cosa.
 
 
 
 
 
La baronesa dadaísta Elsa Von Freytag- Loringhoven en éxtasis performativo. A veces, como le ocurre a la baronesa, más que convertirme, formalmente, en artista, soy yo la propia creación, soy creado por el furor artístico.
 
 
 
 
 
 Schopenhauer en actitud meditativa, pero parece que se esfuerza más en mantener la postura para que ese nuevo engendro técnico llamado fotografía, produzca con nitidez su imagen.
 
 
 
 
 
Otro filósofo, Michel Foucault, revisando papeles propios, rodeado de la galaxia de los textos, eje de esa arborescencia de obras y sistemas. El oxígeno de la mente del pensador son palabras que son conceptos que son pensamientos que son ideas que son revelaciones que son lenguaje trascendido.
 
 
 
 
 
Joan Miró ejecutando los ideogramas vivos del lenguaje que los dioses del azul Mediterráneo le revelaron una buena noche de abandono y poesía espontánea.
 
 
 
 
 
Un joven e inspirado Debussy dejando pasmados a su pequeño público.
 
 
 
 
La semejanza orgásmica entre el éxtasis místico, el placer estético y el culmen amoroso de la unión sexual nos la ilustra esta anónima y apasionada intérprete de violonchelo, sin importarle que el taller o estudio de su ejecutoria sea un edificio en ruinas. 
 
 
 

martes, 12 de abril de 2016

LUSTROSA MUGRE


 
 
 
 

Este sábado pasado entré en la tienda de segunda mano, Tras Troc, que se encuentra en el barrio del Carmen, en Murcia, muy cerca de la estación. Pasaba por fuera y  piqué el anzuelo, podríamos decir, ya que en la puerta, casi en la calle, habían colocado un tenderete con un montón de libros a un euro y a 50 céntimos. No encontré nada que valiera la pena, y entré dentro a ver si había más libros. Como ocurre con todas las tiendas de segunda mano en las que se vende y se halla todo tipo de artículo, se respiraba esa atmósfera como enrarecida en la que se hallan sumidos los objetos, una especie de herrumbre aparentemente no tóxica pero sí grasienta y densa. Mi intención era buscar libros, pero sentí cierta vergüenza al entrar porque me parece que en una tienda como esta el tipo de objeto que se vende menos y que menos interesa tanto vender como comprar son los libros, precisamente. Entre montones de útiles electrónicos, móviles, cámaras fotográficas, cargadores, discos DVDS, arquetas, sillas, sillones y pequeños objetos decorativos, encontré montones de viejos libros más o menos ordenados en estanterías de mediano tamaño que interesaba vender antes que el indistinto contenido que soportaban.

Hurgué y requetehurgué en ese “indistinto contenido”, convencido de que se cumpliría la ley alquímica de hallar en lo aparentemente mísero, la joya escondida, como dice Lezama Lima : de la pobreza surgirá la riqueza; o bien, seguro de que las coordenadas espacio temporales se tensarían de la más óptima manera según reza el azar objetivo definido por Breton, para que yo diese con el libro que me estaba esperando. Efectivamente. Con las manos pesadas del polvo que llevaba encima, con los dedos ligeramente ennegrecidos por la mugre que se adhiere a los lomos y filos de los libros con la idea de momificar estos recónditos, casi secretos recintos del conocimiento, desenterré varios volúmenes que sí valían la pena ser rescatados de aquel osario de papel: Exposición personal de Papini; Lo que yo creo, de Louis Pauwels; El hombre en desazón, de Gonzalo Fernández de La Mora; El visitante y otras historias, de Dylan Thomas; y Nueva Antología Personal de Jorge Luis Borges.

 
 
 
La muy setentera y circunstancial portada del libro de Pauwels
 

No sé si Louis Pauwels es un buen escritor, rescatable o interesante,  digno de tener en cuenta, pero su Lo que yo creo, tiene páginas de nervio literario y trazos autobiográficos que por la sinceridad y el modo claro e incisivo con que  están escritos y por tratarse de tan valiosa materia, han llamado mi atención. Audaz, dinámico, adicto al tabaco con pipa, periodista y escritor profesional, Pauwels alcanzó fama universal con su mítico libro El retorno de los brujos. Inquieto y viajero, Pauwels se convirtió en un “escritor de moda” al centrar parte de su atención literaria en lo misterioso y lo desconocido. En Lo que yo creo, ensaya una confesión personal acerca de sus inquietudes últimas y religiosas, o bien, intenta enfocar el tema trascendental del alma a través de vías laicas.


El mismo libro sin la sobrecubierta
 
 

Algunos de los pasajes del libro tiene una sorprendente actualidad.
El libro está escrito en 1973. La edición que encontré en Trac Troc es de 1975.

Escribe Pauwels: Un peón de albañil argelino ha asesinado a un conductor de autobús en Marsella, y antirracistas de izquierda y xenófobos de derecha se agitan en la calle. Estas noticias de la actualidad me son repetidas y comentadas diez veces al día en la radio, la televisión y los periódicos. Se les da gran relieve. Implican grandes cosas. Y a mí se me obliga a hacer de equilibrista en el circo de las últimas veinticuatro horas. Toda mi condición humana está en el alambre de la actualidad. Balancín a la derecha, balancín a la izquierda. Mañana el mismo ejercicio.  







El libro de Dylan Thomas me obligará a leer por fin a un autor que sé que me va a gustar, aunque todavía no lo haya leído como se merece. Cómo llegar a ser poeta es un divertido texto de este volumen en donde se critican los modelos de poetas del mundo universitario inglés y se burla de la utilización y del alarde social de la producción poética emergida de tales circuitos de la elite.

 




Siempre es una delicia volver a Borges - ¿es que lo hemos abandonado? – y su Nueva Antología personal de 1980 es otra ocasión para hacerlo.

 




El texto del libro de Fernández de la Mora es abundoso y serioso. Pero la buena edición y el limpio estado del libro, fueron determinantes para que lo me llevara a casa por el precio de 2 euros. Escribe el intelectual y político: Entre el hombre real actual y el ideal futuro habría la aproximación asintótica que se da entre los números infinitos y los infinitos matemáticos.

 





Exposición personal del huraño Papini, es una suerte de diario o de colección temática de aforismos. Reflexiones sobre Platón, los libros, la música, la fisiología, la Biblia, la muerte o la política atraviesan las breves pero despiertas páginas de este breviario íntimo.

Mi madre me dice que sueña repetidas veces con mucha agua.  Escribe Papini:

Dios y el agua.

Aquel Dios que salvó a Noé – el segundo Adán – de los abismos del diluvio; que salvó a Moisés, portador de la Ley, del Nilo; que salvó a César, el fundador del imperio, de la tempestad adriática; que salvó a Pedro, Primer Pontífice romano, de las olas del lago Tiberíades; que salvó a Pablo, el Apóstol de las gentes, del naufragio mediterráneo; que salvó a Colón, el Portador de Cristo, de los tifones atlánticos, es el mismo Dios que ha instituido como primer sacramento del hombre el Bautismo, es decir, la inmersión en el agua. Nadie podrá salvarse sin haber sido salvado antes por las aguas.  

Obviando las rústicas significaciones de los exámenes freudianos, le digo a mi madre que soñar con mucha agua significa encontrarse con la otra vida, que tiene, probablemente, una significación trascendente. Mi madre tuerce el gesto: no le hace ninguna gracia tal significación.

viernes, 8 de abril de 2016

LA PUDICZIA








Contemplando esta escultura observo dos cosas casi simultáneamente: la delicadísima factura de los pliegues, la morbidez espectral de la figura – casi hablaríamos del erotismo de una aparición o un fantasma – y el prodigio de la obra misma, es decir, la capacidad del hombre para, más allá del poder de dioses y demonios, crear semejantes obras, ya sean artísticas, arquitectónicas o musicales.  También me viene a la cabeza un abanico de adjetivos o etiquetas que podrían aplicarse a las característica de las formas que veo: decadentismo, hipersensualismo, barroquismo... Pero no sé si son sólo eso, etiquetas, encasillamientos conceptuales que la historia del arte ha producido generosamente con  la intención de definir el flujo soberano de las imágenes. No creo que Corradini, el autor de la escultura, concibiera exclusivamente su obra magistral, esta "La Pudiczia" o "Verdad Velada",  después de una escapadita al fumadero de opio, tal y como el credo decadente, simbolista o surrealista podrían estipular. Si estamos en el siglo XVIII tal aplicación de maniobra no puede ser tan automática. Más bien, creo que Corradini empleó todas sus fuerzas e ingenio para crear la que sería su obra maestra, - su propia creatividad fue su mayor estimulante - lo que ocurre es que esta pieza, producto de la sensibilidad barroca, exhibe en sí toda la capacidad del propio arte, es decir, esta obra muestra el obrar mismo de lo artístico a través de todo un virtuoso despliegue.
Otro aspecto que sorprende de esta obra es su modernidad: es formalmente barroca, pero también podría calificársela de surrealista, de gótica, lo que me lleva a pensar que, aunque el artista trabaje a partir de ciertos supuestos formales y técnicos, su obra final pertenece al gran juego de la inteligencia y del arte que festeja el mundo a través de la multiplicidad de la forma, autónoma y libremente conexa.           

 

 
 

lunes, 4 de abril de 2016

JUAN -DAVID GARCÍA BACCA. EL BINOMIO FILOSÓFICO: PARMÉNIDES-MALLARMÉ Y LO TRANSFINITO




 
 

Los filósofos, como los escritores tienen su estilo escritural. Si me gusta leer a Ortega, a Foucault, a Barthes o a Paz es por la suntuosidad  y nitidez con que fluyen sus exposiciones conceptuales. Precisamente, a Ortega y a Foucault se les ha reprochado el exhibicionismo de su escritura como si ello distrajera del entendimiento de la misma. Conocida es la decisión que tomó Borges ante los tirabuzones sintácticos con que Ortega adornaba sus escritos, mientras que a Foucault, algún crítico le objetó que escribiera demasiado bien siendo filósofo, como si semejante virtud fuera incompatible con tal profesión, presuntamente severa y poco lúdica. Personalmente, estos reproches y objeciones me parece que obedecen a una manía supersticiosa un poco desilusionante.

La exigencia de una escritura sencilla y clara es tan retórica como la contraria, la que preferiría desarrollos elusivos y barrocos en los temas. Es como si se planteara que ante los brotes de una escritura atrevidamente libre se produjera fatalmente una escisión entre forma y contenido cuando resulta que  tal presunto antagonismo se esfuma ante el placer intelectual del lector que  visualiza y asume sin problemas la totalidad de la expresión lingüística. La escritura transmite y guarda contenidos, pero también es, de modo especial y determinante, forma. Incluso para algunos pensadores la forma es algo prioritario, y la comprensión de las distintas alusiones no escapa a esta implicación fundamental de la forma.   

Reconozco que la escritura de García Bacca no es de mis favoritas, - siendo muy loable su intento de enseñar filosofía desde un lenguaje más llano y popular, libre de la maleza de las jergas - pero hay algo en ella que me atrapa y que, sobre todo, me convence. Si su estilo es seco, escueto, sin ornatos ni especulaciones, diagramático y puntual, poco atractivo para el goce lector, también es cierto que puedo estar seguro con respecto al rigor de los conceptos presentados y a la pulcritud de lo expuesto. La escritura de Bacca se atiene con literalidad al objeto de la reflexión y no suma otras inventivas léxicas que las que precisa la exposición racional de lo analizado.  Las perífrasis filosóficas de Bacca pueden cansarnos, pero son el jalonamiento positivo de su discurso: enfatizan y marcan la serie de propiedades analizadas sin el engrosamiento de otras apelativas. 

Bacca más que aportarnos una interpretación nueva sobre lo que investiga, nos da una suerte de informe, una constatación de lo que lógicamente se compone y consta aquello  sobre lo que investiga.

 Su originalidad radica en no especular sino en constatar. De ahí lo seco de su escritura, su rigidez, a veces chocante.  Pero su constatación se traduce en un informe preciso, objetivo. Ese informe es una representación cabal de los conceptos y temas alusivos y no se le  puede reprochar, desde luego, ser más científico.


 
 
 

De Bacca acabo de leer Infinito, Transfinito, Finito y Parménides - Mallarmé: Necesidad y Azar. Ambos libros son un ejemplo de ese tipo de pensamiento filosófico que integra los conocimientos de la ciencia moderna, las teorías de vanguardia de la física y un didactismo destinado a hacer inteligibles los contenidos complejos y englobantes.

 
A veces, con esa idea de llegar al gran público, Bacca emplea ejemplos inventados que semejan artefactos surreales. Para que escenifiquemos con sencillez e inmediatez su idea de lo Transfinito, Bacca imagina un piano con más de doscientas teclas que ejecutarían treinta octavas, lo que significaría que sería capaz de tocar “todas las teorías físico-matemáticas del universo”. Démonos cuenta del sutil matiz tocar teorías. La filosofía de la ciencia como algo más que un auxiliar en el trance de superar antinomias e inerciales oposiciones.

Bacca ve con transparencia cómo la historia del hombre puede articularse a través de una condensada serie de episodios en los que lo infinito y lo finito han trazado un hilo dialectico de mutuas definiciones y des – definiciones hasta alcanzar su último estadio contemporáneo en la transfinitud, que no denota ningún estado de embriaguez supernatural o mística, sino que se revela como el destino final del sucesivo desalojo de nuestros conceptos de espacio y tiempo.  

Lo Transfinito sería ese estado de cuasi ubicuidad espacio-temporal que el hombre actual ha alcanzado a través de los desarrollos tecnológicos aplicados a los medios de transporte y comunicaciones.

El incremento de la velocidad en ambos ámbitos- transportes y comunicación- ha tenido como consecuencia no sólo un achicamiento del espacio sino una reducción temporal asombrosa en abarcarlo, es decir, en controlarlo y vivenciarlo. Todo lo que para el hombre de otras épocas era un límite no sólo a sus conocimientos sino a su capacidad para “tomar la tierra” y habitarla, y que como tal límite conformaba un grado de concepto de mundo, se ve ahora traspasado y desarticulado, hiperpotenciado por la evolución tecnológica y científica. Bacca no lo dice expresamente pero su exposición lo insinúa: lo Transfinito no deja de ser en sí otro límite, el límite que queda a nuestra traslimitación de todos los límites perpetrados por el mítico y mitificado progreso científico. Qué es lo que implicará, vital, cultural, moralmente el haber llegado al no va más es lo que el siguiente episodio de la filosofía y de la historia debiera ofrecernos como un reto o un interrogante. Si Bacca hubiera conocido internet, creo que habría formulado la definición de la Mente y de la Memoria universal en que nos hemos convertido ante la dispersión-transformación del concepto tradicional de materia y el flujo multidireccional de la información. 

 
 
 

Bacca nos dice que es Heráclito uno de los primeros que percibe lo infinito actuando de modo concreto en la naturaleza, alrededor de la vida de los hombres. Lo finito se desfinita, lo infinito abre su abanico de desfinitaciones. La dinámica concepción que  Heráclito tiene de la naturaleza  supone la aparición de la movilidad precisa y pululante de la infinita infinidad.

 

El desarrollo vertiginoso de la técnica en todos los ámbitos, desde la medicina hasta el transporte, la función de la prensa, la televisión y, actualmente, internet, provocando la comunicación global, en suma, el avance general de todos los saberes, representan los agentes de lo Transfinito, son los responsables de la modificación morfológica de la sociedades y de la mente. Lo Transfinito se define por estos cambios intensivo-extensivos de nuestra percepción del espacio y el tiempo. Y si la sociedad cambia, también ello afecta a nuestro cuerpo y al despliegue consecuente de nuestro imaginario que amplía zonas ante la tácita epifanía que permite la trascendencia silenciosa de lo que era un límite insuperable para nuestros inmediatos antepasados.                                                                                                                                                                                                                                              

Con cierta gracia, Bacca historia breve pero lúcidamente, lo que denomina “encerronas”, tanto  conceptuales como naturales, es decir, momentos de la evolución del hombre y del pensamiento, en que la humanidad ha quedado aparentemente satisfecha del tenor de sus logros, creyendo o admitiendo la consecución final de la evolución cultural en la que se hallaba sumida. El remoto “culpable” de la formación de tales eslabones sería Aristóteles, quien creía que las cosas debían tener una definición precisa y suficiente. De la definición de las cosas y de la sistematización de conjuntos y jerarquías, se derivaría un mundo ordenado y estático, el infinito definido, que cuajaría en una época del saber. Que el saber se despliega en edades consecutivas, es decir, que es algo que está destinado a incrementar sus regiones cognoscitivas y a incorporar con el tiempo más lenguaje y nuevas disciplinas,  es algo que ya sospechaban los presocráticos al definir la razón como aquello “que va creciendo”. Tal crecimiento implica una modificación cualitativa del estatus de lo que ya se conoce y, por tanto, una complicación en el reparto de las disciplinas que se suman a la configuración del saber total. Los problemas “cuantitativos” del conocimiento ya estaban pergeñados, pues, en la aurora del pensamiento occidental.  

Una de las prácticas y originalidades de Bacca es la utilización de diagramas. El riesgo loable de Bacca es afrontar la precisión del gráfico no para exponer operaciones abstractas sino para dilucidar la historia del hombre a través de la compleja relación entre progreso tecnológico, períodos conceptuales transhistóricos y significaciones intelectuales corroboradoras de esa evolución. El diagrama no es sólo una síntesis sino la flamígera descripción de una red de relaciones. Para Bacca el vector narrativo de un diagrama ordena la sucesión de los acontecimientos y los aclara, no los inventa. Visión general de los hechos y objetos y derivas significativas de la germinación de los mismos componen los elementos de un diagrama. Bacca para ilustrar el devenir de lo Transfinito en el hombre nos ofrece diagramas sobre la relación de las capacidades del hombre y el espectro electromagnético, del ciclo del universo según Aristóteles, del ciclo del carbono para la producción de energía estelar según Weizsacker, de la distribución de electrones entre los átomos, del crecimiento humano desde el paleolítico hasta los tiempos modernos, de los estadios de la tecnología en el mundo, del empequeñecimiento del planeta por el incremento de la rapidez en transportes y comunicaciones, de la finitud y la transfinitud en ontología, etcétera.

 
 
 


La transfinitud, groso modo,  postula trascender cuantitativamente la capacidad de experimentar el espacio y el tiempo. En su obra sobre el Azar y la Necesidad, Bacca tratará sobre las directrices que se derivan  de tales magnitudes.

Dos poemas filosóficos distantes en el tiempo se convertirán en los polos opuestos de un mismo binomio cósmico, el que propone la relación de principios opuestos como definición de la dinámica general y la naturaleza del universo. Bacca al fijar su atención filosófica en el poema de Parménides y en Una jugada de dados no abolirá el azar de Mallarmé, tienta al abismo del tiempo trazando una singular relación entre dos manifestaciones del pensamiento de signo contrario, propiciando no tanto la definición milenaria del fatum de eras milenarias como la compleja imagen de una dualidad sólo resoluble por la imaginación escrita del filósofo que investiga.

Con respecto a la redacción de ambos poemas podríamos decir lo que vulgar pero acertadamente se dice: cada cual es hijo de su época, pues sorprendente y algo turbador hubiera sido que Parménides hubiese empleado los acendrados registros del simbolismo literario para adornar las inseguridades conformativas de un Ser posible hace más de veinticinco siglos , mientras que la fundación de la ontología en Occidente hubiera tenido que esperar a las sesiones de los martes en casa de Mallarmé, para producirse en el seno del París decimonónico e industrial.

La consabida linealidad de la historia nos dice otra cosa igual o más sensata. Para Parménides, el mundo es increado e indestructible, siempre ha estado donde está, su origen es indescifrable y resulta una locura, el extravío de una ficción, suponer que hubiera sido de otra manera a como es. Ser y pensamiento son una sola cosa  y conforman la harmónica esfera que habita en la eternidad. Sólo el Ser es desde siempre. 






La perspectiva que anima la poética desprendida de la pieza magistral de Mallarmé instruye tronos menos seguros y más accidentales, buscando también semejante soberanía: no podemos afirmar la perdurabilidad de la conformación del cosmos y de nuestro mundo, la naturaleza de su creación incluye al azar como componente esencial. Todo puede ser y dejar de ser. El Azar llama al cálculo de probabilidades como reflejo matemático de su ejecución posible y su imperio teórico es el mundo de los sistemas.

La elección de Bacca es sutil y reveladora. Las interpretaciones de mundo que se derivan de ambos principios se oponen desde la noche de los tiempos, refrendadas cada una por mitologías, filosofías y literaturas. Ambos principios generan visiones distintas, propician cosmogonías y teogonías disímiles, aunque uno se teme que para la grata confusión moderna ambos principios podrían sumirse con fascinación en lo primigenio que comparten: esa noche de los tiempos en la que, según la imaginación apocalíptica y la querencia decadente, parece que habitamos hace ya tiempo. Determinaciones o indeterminaciones, fulgor del Ser y del pensar o nutricio caos, giran como proposiciones y mundos posibles en la polémica secular de una discusión que los poemas de Parménides y Mallarmé absorben como textura de su viaje semántico.  

 
 

En esta ocasión, la eminencia de la palabra que dice el misterio es de índole poética, por ello, el encuadre que merecen ambos poemas, de qué modo podemos representarlos es algo que para Bacca está claro: el poema de Parménides es música vocal a través de hexámetros; el de Mallarmé se presenta como música instrumental sinfónica. Si para  Parménides  Ser y Pensar constituyen una misma realidad, parece justificado que su poema no se nos presente bajo cualquier versión sonora, sino que escuchemos la voz del Ser mismo enunciando los principios fundamentales desde los que se emite la verdad de todo origen y del mundo. Por otro lado, la multitud sinfónica es una representación adecuada de la multiplicidad posible que el azar mallarmeano propicia como generatriz de las cosas en su poema.   

Bacca se fija en las observaciones del Prefacio del poema de Mallarmé, y pretende seguirlo a rajatabla con la intención de que su  representación discursiva dilucide con la mayor fuerza los componentes y actores simbólicos de este poema, una de las obras fundacionales de la estética moderna.

Pero Bacca no nos brinda un comentario de texto, nos descifra qué concepto, qué intencionalidad se halla tras los grandes motivos y personajes filosóficos que Mallarmé utiliza en sus dos poemas cruciales, Una jugada de dados e Igitur o  la Maldición de Elbehnon.

 
 
 

 

En un mundo trepidantemente evolutivo que finalmente parece admitir la operatividad de las dos ideas o conceptos antitéticos, Bacca no se detiene en un análisis exhaustivo de las oposiciones virtuales que podrían definir a un universo parmenídeo o a otro mallarmeano; lo medular de su libro es la efectividad que alcanza su particular “comentario” – que no lo es, tampoco – del poema de Mallarmé.


La particular incidencia filosófica del poema de Mallarmé, no escapa a los ojos de Bacca que lo elige como proverbial y antitética pareja del poema parmenídeo, conformando entre ambos el crucial binomio Azar-Necesidad.

 Afirmar el poder omnímodo del azar más que indicar un abandono fatalista sugiere valorar, saber ver, a través del flujo de las circunstancias, la formación del diamante ocasional, concebir la belleza de lo real como  producto virtuoso de lo fugaz y lo impredecible.  No en vano, Mallarmé confiesa en su epistolario haber sido tocado por lo Absoluto y quizá una de las condiciones de saberse cautivo de las procelosas vicisitudes de la Idea es tener el poder de detectar las fragilidades de lo sublime y sus trances. De todos modos Mallarmé no se pliega meramente a ningún dictado arcano, sino que el curso en que libera su preciosa especulación remite al azar como fugitiva razón de todo origen. Azar se mantiene indoblegable ante el acecho continuo del número, ante la repetición infinita de las jugadas. Y sin embargo, no podemos negar que la belleza, el orden constituyan este mundo cuya aparición y génesis dependen del azar.

Afirmar el azar, curiosa contradicción es propiciar una idea del universo como caos, como ente de entes impredecibles, desacralizar un concepto de los principios para sustituirlo por una afirmación del devenir, por la potencialidad de la construcción.   

En todo caso, Bacca tilda a Igitur como el máximo racionalista, e imagina que el poema Igitur o la locura de Elbenhon  es un palimpsesto de una jugada de dados. Esto explicaría el itinerario que Mallarmé inicia con este personaje, la trayectoria filosófica de las metáforas y el resultado final tanto de la escritura de una jugada como de su composición versal aparentemente fragmentaria, cuya plasmación en el papel recuerda a Bacca el sinfónico despliegue de las constelaciones.

Una jugada de dados es la respuesta, la consecuencia de Igitur. Tengamos en cuenta que Bacca traduce “Igitur” como : “se sigue”, “por tanto”, “por consiguiente”. La metaforización del personaje se explica por esta sublimada matematización que  el discurso poético supone a través de los conjuntos específicos de los versos.

El análisis filosófico del poema de Mallarmé resulta tan intelectualmente interdisciplinar, tan formalmente bello – adjudicación de gráficos, notas musicales y compases concretos al tema de poema – que la exposición de Bacca parece un juego surrealmente meticuloso o una sorpresiva empresa que parece un juego complicado.




 

En su libro sobre la transfinitud Bacca no derivaba consecuencias morales tras aquel examen.  El resultado final, sin embargo, del embate entre Azar y Necesidad, sugiere, más allá de la inevitable oposición, el vislumbramiento de una sorpresiva vinculación de ambos principios.

Nuestro universo lógico y paradójico parece firmar con tinta invisible un tratado de secreta harmonización en el que se confirmaran informuladas complicidades. En un par de líneas, Bacca apunta a tal dirección, tras desechar que cualquiera de los dos principios sea la respuesta exclusiva al enigma del origen y del cómo del universo.

Todo ha estado ahí desde el principio y el caos produjo lo necesario para que todo adquiriera el “orden” necesario… El mundo es como de ningún otro modo podía haber sido y ha sido el azar lo que dio el pistoletazo de salida a lo impredecible que condujo a la forma óptima.  

Entre la indistinción de Ser y Pensar y la afirmación mallarmeana de la inevitabilidad del azar como configuración del universo, más que una oposición insuperable existen, finalmente, términos colindantes de su concepto, quizás, si se nos permite la licencia, una secreta necesidad uno  del otro, como si el universo no constase de un solo término, sino de la mitigada convergencia de ambos supuestos o interpretaciones.

Resumiendo. Hay dos formas de concebir el origen del mundo: todo tiene un origen, todo es, por tanto como tiene que ser, porque no es accidental la formación del Ser; y, por otro lado, nada posee un origen concreto y divinal, todo lo que es o no es, o ha sido o será o no, es  a través del azar. El trabajo de Bacca ha consistido en detectar en la historia de los productos intelectuales humanos, dos expresiones por antonomasia, digamos, de tales principios, y estas no han sido ni dos sistemas filosóficos, ni religiosos, ni sociales, sino dos poemas lejanos en el espacio y en el tiempo. Bacca expone con sencillez el alcance y el contenido de ambos textos, sin detenerse en el examen de los orígenes complejos de lo que enuncian. Lo que hay que agradecer es que el bienintencionado didactismo de Bacca nos haya puesto en contacto con tan bello misterio del intelecto y del mundo.  

 

 
 


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