viernes, 19 de febrero de 2010

A LOS SEGUIDORES DE ESTE BLOG
Perdonad que no me comunique directamente con vosotros, pero aunque escriba en un medio del cibermundo, sigo siendo un profano con esto de los enlaces y demás. No logro aclararme. En el caso de que dejárais algún mensaje en el blog, os contestaría sin problemas porque lo recibiria también en mi direción de correo electrónico. Os pido disculpas y gracias por estar ahí.

DIARIO DE NOTAS




Apenas leído el primer párrafo del libro de Loti sobre Egipto, - "La luna... ilumina un mundo que sin duda ya no es el nuestro"-, caigo en la cuenta: lo remoto hace alusión no sólo al tiempo histórico sino también a la significación de los símbolos. La presencia del símbolo parece tener su propio tiempo de vigencia. Aunque Loti se refiere más bien a una cultura, a una civilización, no a la relevancia estética o a la fuerza de símbolos específicos. De todos modos, una cosa se liga a la otra. Imaginar las edades de la Belleza, de los símbolos iría vinculado al estudio de las grandes civilizaciones en que se han producido esos estilos, esos modelos o formas, aunque el mundo de las formas pueda disfrutarse atemporalmente.


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Un fantasma se cruza con una loca en los pasillos de una vieja mansión.



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En el tren de cercanías un animado y pintoresco trío compuesto por una gitana, otra chica no gitana y un árabe, en plena juerga. La chica no gitana, la "paya", está colocada o borracha, no para de decir tonterías y de moverse en el asiento. La gitana le dice: "no estás en la calle", queriéndole decir que no grite, que se comporte. Las dos chicas llevan la ropa bien ajustada, un traje de una pieza pegado al cuerpo con la falda corta. El árabe se divierte, feliz de haberse encontrado con un par de europeas animosas y disponibles. Resulta dulzón escucharlo. Quizá se crea que le ha brotado un harén espontáneo. Difícil cuesta imaginarse lo inverso: un europeo divirtiéndose con dos chicas árabes. Los observo poco antes de que se bajen en Beniel: la rubia dispuesta a coquetear con el personal del vagón completo, la gitanilla moderna, coqueta también pero algo inquisitiva con las pretensiones del árabe, y éste, encantado de tener dos mujeres con ganas de marcha a su vera. ¿Cómo acabarán estos tres la noche de sábado?


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"Estoy convencido de que la vida no tiene ningún sentido", dijo, al parecer Lévi-Strauss en una de sus últimas entrevistas. Claro que la vida no tiene ningún sentido, hay que producirlo, dárselo. Y ese sentido lo construimos nosotros, no nos lo da ningún dios esquivo y contradictorio. Aunque sea para perderlo, confundirlo e intentar encontrarlo después. El eterno proceso.


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Quizás los poetas se merezcan su destierro. El mundo del que han sido expulsados es pobre y poco virtuoso.


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No sé dónde, en la escena de una serie televisiva o en la radio, escuché que alguien decía: "se lo ha creído todo, como un católico". Creo que ahí está una de las claves de mi conflicto personal, de mi incapacidad para abordar la vida, de mi irremediable mitificación de personas y cosas, de mis pululantes neuras. Me he creído la poesía, la belleza, el orden del mundo sin reparar que en el trato con la destartalada realidad es imprescindible contar con el azar y con la imperfección como carga sustantiva de la existencia. Me he creído la fábula, he aceptado a rajatabla el valor que representaban los personajes del cuento que me contaron cuando era niño. Y ahora que he conocido a gente, a algunas personas relevantes y hasta famosas, me doy cuenta de lo relativo que es todo, de que es imposible estar a la altura del mito las 24 horas si no queremos que nos mate la sublimidad incansable de la teoría.


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El otro día recordaba unas palabras de Borges en la entrevista que a principios de los ochenta le hizo Serrano: "Lo barroco se interpone entre el texto y el lector". No sé. A veces. No creo que sea siempre así. Me parece un estereotipo, aunque venga de labios de Borges. Actualmente formo parte del jurado de un concurso de poesía internacional, y me encontré con un poemario de admirable factura, de versos tan extremadamente labrados y complejos como sugerentes, que en vez de cansarme o complicarme la lectura, supusieron un agradabilísimo estímulo creativo, hasta el punto de que me puse a escribir, espoleado por una súbita musa, ávida de laberintos verbales. Quizá fue que la lectura de este poemario me pilló en un momento dulce, con la percepción relajada y permeable. Probablemente hay barroquismos que sí son un estorbo, que no sobrepasan el experimento, y otros que todavía son capaces de demostrarnos las capacidades demiúrgicas del lenguaje. Lezama Lima afirmaba que lo oscuro era el principio germinativo de la poesía, y Barthes decía que la exigencia de claridad en un texto era una exigencia retórica más, que lo complicado obedecía, simplemente, a un registro de escritura diferente, afirmación tremendamente liberadora para quien cree que niveles de realidad escurridizos pueden ser rastreados o ser creados desde el lenguaje mismo.

viernes, 12 de febrero de 2010


JULES BARBEY D´AUREVILLY

Diarios 1863- 1864


Cada obra literaria representa a su época, transcendiéndola a la vez. Su estudio se convierte tanto para el filósofo como para el filólogo, en el modo óptimo de conocer los valores, el lenguaje de esos valores, la mentalidad de tal época, analizando la imagen que esa época interpretó y produjo del mundo. Pero hay otras formas colindantes de escritura, que para nuestros tiempos, ávidos de metaliteraturas y mestizajes lingüísticos, se convierten en apetitoso depósito informativo adicional con respecto al más estricta o formalmente literario. La eclosión del diario íntimo en el XIX supone esa fuente de datos a la que me refiero y que, en los casos en los que escapa a las autocensuras más o menos veladas, a la dosificación informativa autoregulada del que escribe, pueden resultar de muy grata e interesante lectura.
En definitiva, el diario es un género literario más que anuncia, que confirma esa idea romántica que también explotarán los surrealistas a su modo, de la indistinción entre literatura y vida. Todo puede ser registrado, expresado por la escritura porque todo es literaturizable.
Confieso mi fascinación por los diarios, especialmente, los del XIX. No creo que este amor por los diarios íntimos sea una obsesión enfermiza, un anacronismo, una morbidez causada por la idealización del momento histórico en el que emergen definitivamente - ese espeso XIX que inaugura la subjetividad, eje de la modernidad -, o que obedezca a una lectura perezosa: el amor por el fragmento. El diario me acerca a esa literalidad de la realidad que la ficción metamorfosea, me aproxima de modo directo a la anécdota que luego analizaré con sorpresa. El diario, precisamente por sus limitaciones, por su prosaísmo, por su aire de catálogo, se convierte en el testigo más inmediato de esas texturas del tiempo que el lector selecto sabrá distinguir y disfrutar. Por otro lado, si el diario está "bien escrito", se aprovechará, todavía más, de esa operación de adensamiento, de "mitificación" que el tiempo lleva a cabo sobre los textos.
Paul Valéry decía que no escribía diarios porque no merecía la pena llevar un recuento masivo de trivialidades que el tiempo mismo se encargaría de borrar. Estamos de acuerdo. Contar el tiempo, es decir, contar inmisericordemente todo lo que ocurre, puede ser un artificio inútil, melancólico e interminable, pero es precisamente la labor alquímica de la escritura la que no sólo hace real, concreto, durable, perceptible el suceso del tiempo para la posteridad, sino que lo simboliza, lo convierte en materia significativa. El tiempo se articula porque es la escritura la que confirma los tramos y las peculiaridades de esa articulación, la que lo narra, convirtiéndolo de ese modo, irremediablemente, en materia literaria inexcusable: el Tiempo, ligado a la muerte, a la vida y a sus cambios. No es que el tiempo necesite de la escritura para transcurrir, sino que lo que ocurre en el tiempo le ocurre a alguien, a una subjetividad, a un individuo concreto que al registrarlo en un diario, nos lega no sólo, inercialmente, información, sino una interpretación y una experiencia.
A esta alturas el diario se ha inscrito en un estatuto literario propio y es además una estrategia ideal para escritores: el cajón de sastre de las facultades propias del escribir. La literalidad del diario, la monotonía tanto como la multiplicidad de experiencias o referencias que podamos encontrar en él, todo eso es lo que, precisamente, me gusta a la hora de estudiar cómo el hombre de una determinada época percibía el tiempo. Esas características adquieren una interesante flexibilidad poética cuando quien escribe es una sensibilidad especial y atrevida. Es te es el caso de los diarios de Jules Barbey.
Resulta chocante. Cuando me encontré con el volumen en la librería Ali-Truc de Elche, me pareció un peñazo, una masa más de tribulaciones decimonónicas sin otro destinatario que la memoria del tiempo mismo. Yo no había leído nunca al autor, aunque lo conocía. La fama y la importancia literaria de Barbey me parecían relativas. Pensé:¿Quién se va a meter en este libro? De todos modos, cuando por fin me libré de la tentación creciente , cayendo en ella y adquirí el volumen, me llevé una pequeña joya a casa, un pedazo denso y apretado de tiempo, confinado allí.
Para hablar de este libro, publicado por Alfama, me contentaría con hacer una antología de pasajes, una colección de frases. D´Aurevilly es un exquisito, emparentado con la aristocracia que las sucesivas revoluciones habían dispersado por Francia en sus castillos y guaridas, un escritor incisivo y lúcidamente a contracorriente, que valora el instinto rastreador político y social de los periodistas, un dandy admirador de Brumell, y un fllaneûr que pasea y degusta detalles del cielo vespertino y de las calles de París, amante de los objetos bellos, de los paisajes, de la pintura y especialmente de las mujeres. Muchas de las anotaciones son típicamente surrealistas al modo de la Nadja bretoniana: vagabundeos y paseos por el bosque urbano de París a la caza visual de los atractivos de féminas errantes y anónimas. Hay momentos de embriaguez sinestésica: "A las cinco y media me reuní con mi tía en las Tullerías. Un calor insoportable, pero el cielo difundía una dorada luz otoñal que produce en mí un efecto parecido al de la loca ebriedad que me causan algunos fragmentos musicales. La gran aria de Semíramis, por ejemplo. Es la única sensación que puedo comparar con la de esa luz dorada y ambarina, más delirante que la que puede producir la mujer más encantadora y suavemente profunda".
Anotaciones agudas sobre la indescifrable naturaleza femenina: "Dios mío, que me digan dónde acaba la sensación y dónde empieza el sentimiento en la mujer!". "Las mujeres podrían darnos la mayor de las dichas contemplativas si el diablo no terminase siempre por inflamar el deseo".
Impresiones poéticas que se nos hacen nítidamente y misteriosamente fotográficas: "Fui hasta las Tullerías. Un paseo soberbio. El cielo estaba de un azul cielo, los árboles de un verdor sombrío, y la luna, redonda y pura, se elevaba por entre unos trazos de plata, esmaltada de gris de lino, con una indescriptible majestad. Las mujeres arrastraban el vestido indolente, se veían algunas bonitas siluetas en la sombra, un dulce misterio, todos los encantos de la noche".
Absolutamente moderno en apreciaciones y reflexiones en las que se anticipa a Baudelaire, superándolo al considerar las complejidades de la sensibilidad personal y afirmar su soberanía:"Es en el nombre de la majestad de la inteligencia que exalto la excitación de la ebriedad".
Y, sobre todo, lo que cruza el diario de cabo a rabo, como dice Laura Freixas en el prólogo, efectivamente, son las confesiones del ennui, del hastiado, del neurótico, del que se aburre abismalmente, del que naufraga casi voluptuosamente en las espumas del spleen, pese a las actividades que realiza y a las amistades de las que disfruta.
En fin, un texto de brillantes reflexiones, misterioss percepciones y acerados juicios sobre escritores y lecturas de obras ajenas: "Sigo sosteniendo lo que he dicho acerca de Pascal: un mediocre escritor a pesar de su reputación que es soberbia".
Retomaré en próximas entradas más comentarios sobre los sabrosos diarios de este "anacoreta de camarín" que Alfama ha tenido el acierto de publicar con su correspondiente diseño morado-violáceo, el color aurático de los místicos profanos que son los poetas.

martes, 9 de febrero de 2010


UNA STRIPER TRAS LOS LIBROS


Hace algún tiempo, haciendo zapping por la madrugada - náufrago soy de de la noche, más que navegante, desde hace casi dos décadas -, me encontré con una de esas pululantes emisoras de contenido erótico que vagamente supones locales pero que ignoras desde dónde emiten exactamente. La señorita en cuestión que se contoneaba y se quedaba desnuda delante de la cámara era un verdadero bomboncito: pelo negro azabache, piel blanquísima y ojos tremendos, porte serio e infantil a la vez, lo que le daba un aire muy excitante, y un trasero de una redondez perfecta. Hoy ha ocurrido que en Alicante, en un local de venta de libros y discos económicos, me la he encontrado tras el mostrador despachando al público, junto con el compañero que también enseñaba sus atributos ante la cámara al precio de las llamadas de los espectadores que desearan contactar con alguien o hablar con alguno de los dos "figurantes".
Confirmando, tras un rápido vistazo, que era la misma que la de la televisión, y teniéndola de pronto delante de mí, empezó a arderme el cuello ante la idea de dirigirme a ella. Intenté serenarme, decidiéndome, finalmente por un estupendo libro de fotografías de Abelardo Morell, y cuando la chica registraba la compra en el monitor, le dije que su cara me sonaba... Me sentí vulgar, un palurdo intentando ligar, al decirle aquello. La chica abrió desmesuradamente sus brillantes ojos y casi se echó a temblar al ver que un desconocido descubría las facetas secretas de su vida cuando comencé a explicarle las razones por las que me resultaba familiar. Tras unos titubeos, ella, como excusándose, me dijo: "... pero de eso hace ya tiempo." Si supiera que la tengo grabada en vídeo... Intenté ser campechano, es decir, no mencionar detalles, decirle tan sólo que me parecía haberla visto de pasada en algún programa nocturno; además, no había ningún cliente cerca que nos pudiera escuchar y su compañero se hallaba en el otro extremo del local, pero cuando me despedí de ella con el libro bajo el brazo, deseándole tontamente que el negocio marchara bien,- era mi excusa ante mi atrevimiento- y salí fuera, me sentí extraño a mí mismo.
Aunque intenté una comunicación simpática y superficial, me di cuenta de que había ejercido una violencia sobre la chica, de que había metido la pata. Pensé que quizá debiera haber sido más discreto y no haberle dicho nada. Lo que experimenté de modo extraño y sin buscarlo, fue esa impunidad del espectador ante la vulnerabilidad del artista que trabaja con su cuerpo y que por lo tanto, se encuentra expuesto a la vista de todos. Se supone que yo, como espectador, debiera seguir siendo anónimo. Ahora que la chica ya conoce quién la miraba desnuda, se había roto el pacto tácito establecido entre público y artista.
Ahora ocurre que tengo un pequeño problema: ¿con qué ánimo voy yo a entrar de nuevo en esa tienda, cuyas ofertas me interesan y que he estado frecuentando desde que la descubrí, sabiendo que ahora está la chica allí dentro? ¿Y ella, cómo reaccionará si me vuelve a ver, me esquivará, le resultará incómoda mi presencia, creerá, incluso, que la estoy acosando?
Su reacción me hizo pensar en el policía que coje por sorpresa al ladrón: la tenía en mis manos, me miraba con una mirada desorbitada, como si con un par de palabras la hubieran desnudado donde y cuando menos se lo esperaba. Yo, que por mi carácter neurótico, mantengo unas frágiles relaciones con el prójimo, que siempre suele ser más fuerte que yo, esta tarde con la chica mirándome de esa manera, aunque sin perder la sonrisa, me he sentido, involuntariamente, un poco tirano.

miércoles, 3 de febrero de 2010


QUESQUESÉ? OH, VOLUPTUOSITÉ!


No hay nada más detestable y horrible que la fragmentación de lo vivo. Ni siquiera, cuando el artista hace de su cuerpo el objeto de su arte, hiriéndolo, exponiéndolo, desnudándolo, manchándolo o modificándolo de la manera que sea, como hace una Marina Abramovic, por ejemplo, se me hace soportable la idea, precisamente, porque hemos llegado al fin de cualquier otro medio, porque nos topamos con la inmediatez física del propio artista como único paisaje a escudriñar o moldear, al límite, al colmo de lo alienado: el cuerpo propio como víctima de la crueldad, de la exclusión, de la objetualización inhumana.
Pero si, con un ánimo bien distinto, hemos de repasar la sensualidad de las formas del cuerpo y destacar zonas sensibles, delicadas localizaciones realizar una suerte de movediza semiótica de las partes del cuerpo, distinguiéndolas o clasificándolas por la emisión erótica que desprenden, creo que sería el trasero, por su generosa morfología, el que ocuparía un puesto, paradójicamente, de vanguardia, en predilecciones y consideraciones.
Dalí veía la evolución de las galaxias formadas por el continuum de cuatro nalgas colosales en interacción estelar. Yo veo en la línea deliciosamente curva que separa ambas nalgas, la expresión de la harmonía perfecta, la del número dos, la de la pareja, la de la dualidad solucionada: las dos nalgas son inseparables, son uno en la naturaleza, es decir, ellas hacen al culo, expresión de ese uno; además, tal línea es en realidad imaginaria: no la hace sino la presión, la convivencia, el beso continuo de ambos glúteos en un mismo enclave.
Supongo que a estas cálidas alturas, habrá opiniones para todos los gustos, pero estaremos más o menos de acuerdo que contrasta la discreción del culo masculino, hasta ahora objeto erótico bastante huidizo, incluso pactadamente ignorado, con la irremediable abundancia de los traseros femeninos, tan finos y estilizados como pletóricos y delirantes. Son famosos los culos de las mujeres negras, que al ser más grasos , resultan más rollizos que los de otras razas. Bernard Shaw decía que lo más desgraciado del hombre blanco era su culo plano. Fijémosnos en los culos de las atletas negras, de las corredoras de los 100 metros lisos: son esferas de refulgente caucho agitándose al terminar el vertiginoso aceleramiento. Es un espectáculo delicioso ver a cámara lenta cómo, al llegar a meta, y conforme van frenando al finalizar la enloquecida carrrera, las nalgas de estas forzudas se agitan, se mueven y se descomponen hacia todos los lados, escapando del ceñido tejido del minishort y mostrando duros gajos de nalga al aire. Y las tenistas Serena y Venus Williams no son famosas sólo por sus victorias en la pista, sino por el prieto tonelaje de sus macizos, excesivos físicos.
Los pechos son para ser degustados delicadamente ( a no ser que por su volumen se parezcan a los traseros en cuanto a carnalidad ofrecida); los culos para ser azotados o mordidos sin conmiseración. Por eso he colocado el opulento trasero de una afromericana anónima encabezando este baladí comentario y que no parece sino estar diciendo: pellízcame, azótame, muérdeme... La mujer es una criatura bien extraña.
La palabra culo no me gusta. Es seca, demasiado escueta, concreta pero poco voluptuosa. Trasero es un sustantivo que puede aplicarse a cualquier parte de cualquier cosa que se encuentre detrás de esa cosa. Nalgas ofrece algo más de juego, porque hablamos no ya de un conjunto quieto, sino de un atractivo conjunto, es decir, de varias nalgas en seductora conjunción. Lo mismo ocurre con glúteos, aunque la evidencia muscular parezca borrar la significación sensual. Pompy, pandero, y otras semejantes son una tontería, un préstramo de otras épocas que se refieren al trasero con un eufemismo gracioso, convirtiéndolo en pompón de adorno, en motivo chistoso. Habría que inventarse una palabra que representase la sensualidad rebosante del trasero sin resultar grosera, ridícula o paródica, o bien jugar con los diminutivos y aumentativos- culito, culazo, culete-, en el caso de que el lenguaje optara irremediablemente con enfangarse ante el placer de poseer rabiosamente aquello que denomina - en consonancia- hiperbólicamente.

CRECIENDO ENTRE IMPRESIONISTAS DIARIOS DE Julie Manet

Hay momentos en la historia de la cultura, episodios estilísticos o simplemente períodos en el ámbito de un siglo, que se revisten de un e...