viernes, 12 de febrero de 2010


JULES BARBEY D´AUREVILLY

Diarios 1863- 1864


Cada obra literaria representa a su época, transcendiéndola a la vez. Su estudio se convierte tanto para el filósofo como para el filólogo, en el modo óptimo de conocer los valores, el lenguaje de esos valores, la mentalidad de tal época, analizando la imagen que esa época interpretó y produjo del mundo. Pero hay otras formas colindantes de escritura, que para nuestros tiempos, ávidos de metaliteraturas y mestizajes lingüísticos, se convierten en apetitoso depósito informativo adicional con respecto al más estricta o formalmente literario. La eclosión del diario íntimo en el XIX supone esa fuente de datos a la que me refiero y que, en los casos en los que escapa a las autocensuras más o menos veladas, a la dosificación informativa autoregulada del que escribe, pueden resultar de muy grata e interesante lectura.
En definitiva, el diario es un género literario más que anuncia, que confirma esa idea romántica que también explotarán los surrealistas a su modo, de la indistinción entre literatura y vida. Todo puede ser registrado, expresado por la escritura porque todo es literaturizable.
Confieso mi fascinación por los diarios, especialmente, los del XIX. No creo que este amor por los diarios íntimos sea una obsesión enfermiza, un anacronismo, una morbidez causada por la idealización del momento histórico en el que emergen definitivamente - ese espeso XIX que inaugura la subjetividad, eje de la modernidad -, o que obedezca a una lectura perezosa: el amor por el fragmento. El diario me acerca a esa literalidad de la realidad que la ficción metamorfosea, me aproxima de modo directo a la anécdota que luego analizaré con sorpresa. El diario, precisamente por sus limitaciones, por su prosaísmo, por su aire de catálogo, se convierte en el testigo más inmediato de esas texturas del tiempo que el lector selecto sabrá distinguir y disfrutar. Por otro lado, si el diario está "bien escrito", se aprovechará, todavía más, de esa operación de adensamiento, de "mitificación" que el tiempo lleva a cabo sobre los textos.
Paul Valéry decía que no escribía diarios porque no merecía la pena llevar un recuento masivo de trivialidades que el tiempo mismo se encargaría de borrar. Estamos de acuerdo. Contar el tiempo, es decir, contar inmisericordemente todo lo que ocurre, puede ser un artificio inútil, melancólico e interminable, pero es precisamente la labor alquímica de la escritura la que no sólo hace real, concreto, durable, perceptible el suceso del tiempo para la posteridad, sino que lo simboliza, lo convierte en materia significativa. El tiempo se articula porque es la escritura la que confirma los tramos y las peculiaridades de esa articulación, la que lo narra, convirtiéndolo de ese modo, irremediablemente, en materia literaria inexcusable: el Tiempo, ligado a la muerte, a la vida y a sus cambios. No es que el tiempo necesite de la escritura para transcurrir, sino que lo que ocurre en el tiempo le ocurre a alguien, a una subjetividad, a un individuo concreto que al registrarlo en un diario, nos lega no sólo, inercialmente, información, sino una interpretación y una experiencia.
A esta alturas el diario se ha inscrito en un estatuto literario propio y es además una estrategia ideal para escritores: el cajón de sastre de las facultades propias del escribir. La literalidad del diario, la monotonía tanto como la multiplicidad de experiencias o referencias que podamos encontrar en él, todo eso es lo que, precisamente, me gusta a la hora de estudiar cómo el hombre de una determinada época percibía el tiempo. Esas características adquieren una interesante flexibilidad poética cuando quien escribe es una sensibilidad especial y atrevida. Es te es el caso de los diarios de Jules Barbey.
Resulta chocante. Cuando me encontré con el volumen en la librería Ali-Truc de Elche, me pareció un peñazo, una masa más de tribulaciones decimonónicas sin otro destinatario que la memoria del tiempo mismo. Yo no había leído nunca al autor, aunque lo conocía. La fama y la importancia literaria de Barbey me parecían relativas. Pensé:¿Quién se va a meter en este libro? De todos modos, cuando por fin me libré de la tentación creciente , cayendo en ella y adquirí el volumen, me llevé una pequeña joya a casa, un pedazo denso y apretado de tiempo, confinado allí.
Para hablar de este libro, publicado por Alfama, me contentaría con hacer una antología de pasajes, una colección de frases. D´Aurevilly es un exquisito, emparentado con la aristocracia que las sucesivas revoluciones habían dispersado por Francia en sus castillos y guaridas, un escritor incisivo y lúcidamente a contracorriente, que valora el instinto rastreador político y social de los periodistas, un dandy admirador de Brumell, y un fllaneûr que pasea y degusta detalles del cielo vespertino y de las calles de París, amante de los objetos bellos, de los paisajes, de la pintura y especialmente de las mujeres. Muchas de las anotaciones son típicamente surrealistas al modo de la Nadja bretoniana: vagabundeos y paseos por el bosque urbano de París a la caza visual de los atractivos de féminas errantes y anónimas. Hay momentos de embriaguez sinestésica: "A las cinco y media me reuní con mi tía en las Tullerías. Un calor insoportable, pero el cielo difundía una dorada luz otoñal que produce en mí un efecto parecido al de la loca ebriedad que me causan algunos fragmentos musicales. La gran aria de Semíramis, por ejemplo. Es la única sensación que puedo comparar con la de esa luz dorada y ambarina, más delirante que la que puede producir la mujer más encantadora y suavemente profunda".
Anotaciones agudas sobre la indescifrable naturaleza femenina: "Dios mío, que me digan dónde acaba la sensación y dónde empieza el sentimiento en la mujer!". "Las mujeres podrían darnos la mayor de las dichas contemplativas si el diablo no terminase siempre por inflamar el deseo".
Impresiones poéticas que se nos hacen nítidamente y misteriosamente fotográficas: "Fui hasta las Tullerías. Un paseo soberbio. El cielo estaba de un azul cielo, los árboles de un verdor sombrío, y la luna, redonda y pura, se elevaba por entre unos trazos de plata, esmaltada de gris de lino, con una indescriptible majestad. Las mujeres arrastraban el vestido indolente, se veían algunas bonitas siluetas en la sombra, un dulce misterio, todos los encantos de la noche".
Absolutamente moderno en apreciaciones y reflexiones en las que se anticipa a Baudelaire, superándolo al considerar las complejidades de la sensibilidad personal y afirmar su soberanía:"Es en el nombre de la majestad de la inteligencia que exalto la excitación de la ebriedad".
Y, sobre todo, lo que cruza el diario de cabo a rabo, como dice Laura Freixas en el prólogo, efectivamente, son las confesiones del ennui, del hastiado, del neurótico, del que se aburre abismalmente, del que naufraga casi voluptuosamente en las espumas del spleen, pese a las actividades que realiza y a las amistades de las que disfruta.
En fin, un texto de brillantes reflexiones, misterioss percepciones y acerados juicios sobre escritores y lecturas de obras ajenas: "Sigo sosteniendo lo que he dicho acerca de Pascal: un mediocre escritor a pesar de su reputación que es soberbia".
Retomaré en próximas entradas más comentarios sobre los sabrosos diarios de este "anacoreta de camarín" que Alfama ha tenido el acierto de publicar con su correspondiente diseño morado-violáceo, el color aurático de los místicos profanos que son los poetas.

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