lunes, 30 de noviembre de 2015

ALBUM SENTIMENTAL


La época de los descubrimientos literarios. Libro comprado en la librería TRILCE de Orihuela. Año 1980.







Alicante, 1994. Los amores platónicos, todavía.




 




Fantasías sobre el retiro ideal: el pintor Monet en su casa, rodeado de naturaleza.






 
Yo quise ser cosaco







 
He disfrutado como un loco con sus universos sonoros. Stravinsky y Paul Hindemit, la amistad de dos colosos que nos tranquiliza y da esperanza.





 
Duelo por el paraíso perdido. Torrevieja, 1978.
 






¿Dónde está Louise Brooks?

miércoles, 25 de noviembre de 2015

CARLOS OROZA: EL ÚLTIMO Y PRIMER POETA BEATNIK







Este mundo que habitamos es, por fortuna, diverso pese a todo: pese al acoso informativo de los medios, pese a la tontuna tecnológica, pese al empobrecimiento lingüístico. Incluso hemos llegado a la perversión de considerar que lo raro no era lo extraño sino lo bueno..

El poeta Carlos Oroza es un raro o ha sido uno de esos raros por lo infrecuente de su andadura y la gestación de su poética. Y en su caso también lo raro es lo bueno: Lezama Lima definía al poeta como un posibilitador: de mundos, de lenguaje, de libertad creativa. Oroza es un ejemplo meridiano de ello: autonomía y libertad desde muy temprano, cuando a los 14 años se escapa de casa y desde entonces, convierte su biografía en un largo y variopinto poema. Viaja por España, convertido en uno de los primeros poetas beatnik del país, convierte sus recitales en happening y hace “entradas triunfales” en las universidades montado en un burro y provocando a las élites del saber del momento.

Graba versiones musicales de sus poesías – el famoso Évame Malú, grabado en 1975, escuchado hoy parece una vibrante anticipación de los raps neoyorkinos – y viaja a Estados Unidos, donde conoce  a Bob Dylan y recibe el premio de poesía Underground.  

En el año 86, estuvo en Orihuela. Por iniciativa de unos amigos gallegos, el grupo de los que entonces formábamos la revista Empireuma lo trajimos a este punto de levante, y realizó un notable recital en el Instituto Gabriel Miró. Pintura fluorescente y efectos especiales de luz y sonido, fueron los elementos que acompañaron a su representación. Recuerdo que yo me encargué de ambientar la sala con pastillas de incienso. También recuerdo el paseo nocturno que nos dimos por las calles de Orihuela, pegando los carteles que anunciaban su recital.

Ayer nos enteramos que este sábado pasado, nuestro amigo poeta había muerto.

 

Oroza no era un poeta adepto a la escritura, es decir, amigo de producir libros de poesía y sumar bibliografía  de este modo. Demasiado libre como para preocuparse en editar libros, demasiado desprendido como para que la idea de una obra le preocupase más allá de lo necesario. Oroza habitaba la poesía, no la comentaba o analizaba meramente, por ello podemos decir que siempre estaba trabajando, atento al canto, a la musa. Su sensibilidad era su actividad.

Recuerdo a Oroza como un ser aéreo, ingrávido. Parecía una hebra: levemente tenso, atento a los conjuros rítmicos más que a embargos conceptuales, siempre más cercano al canto que a las disquisiciones textuales. Y en este punto, la pureza de Oroza, si me permite la palabra, lo distingue notoriamente, porque en su obra y en su persona se confirma aquello de que la poesía no es escritura, sino algo que la precede. Ahora, el poeta de los vientos no alisios, ha emprendido el viaje definitivo a través de las galaxias.

Ay, amigo, ya nos encontraremos, en la música, al otro lado del tiempo. 
 
 
  

viernes, 20 de noviembre de 2015

JHON ATKINSON GRIMSHAW: LA DESOLACION PRECISADA.




 

El artista produce mundos habitables. Esa es una de las maravillas de su don.  

Precisamente, cuando el mundo se vuelve inhabitable, uno busca el refugio de la música, de la literatura, de la pintura buscando un tipo, un tono, un tempo de universo que habitar.

Curiosamente, y sin que tengamos que adelantar análisis psicológicos para el caso como pretexto, la melancolía, incluso, la desolación, son también, estéticamente, habitables. El otro día descubrí la obra de Atkinson (1836 -1893 )y experimenté algo muy curioso, quizá nada misterioso, incluso común: que las imágenes de alguna de mis fantasías más secretas y con las que, en soledad, me solazaba, intensamente,  en una época determinada de mi vida,  las estaba viendo reproducidas bastante fielmente delante de mis ojos.






Hace años, cuando lloviznaba, cogía mi grabadora y salía a la calle. Solía salir de la ciudad andando  y perderme por la huerta, grabando "ambientes". Cuando me encontraba alguna casa solitaria con luz dentro, sentía cierto placer masoquista al pararme frente a ella, grabando, bajo la lluvia, sabiendo que su habitantes estaban calentitos, resguardados de la lluvia, mientras que yo estaba ahí fuera, solitario y mojándome. Las ventanas encendidas estimulaban las fantasías eróticas: en el dormitorio, cuya ventana emitía un fulgorcillo naranja, se encontraba una bella dama que al fin se apiadaría de mí y me dejaría entrar....

Algo de todo esto - el estado contemplativo del caminante solitario próximo a la deriva surrealista, el paisaje crepuscular o nocturno como espacio habitable, las afueras de la ciudad, incluso, las ventanas encendidas y la lluvia -  se encuentran entre los motivos que componen la obra de Atkinson.    






El pintor inglés es preciso en el detalle, en las rugosidades, excoriaciones  y texturas de cielos, superficies, barro y vegetación. Esa minuciosidad en el detalle, no sólo equilibra la escasa y dispersa presencia humana, sino que nos indica la preferencia psíquica del artista y el tipo de mundo que desea y del que nos quiere hacer partícipes: la soledad es frondosa, la luz de la luna se destila, vibratoriamente, a través de las nubes, la lluvia recientemente caída, acribilla de reflejos extensiones considerables de suelo.
Las desolaciones de Atkinon me han hecho recordar otras, las de un pintor español: Modesto Urgell. Los temas, las atmósferas son casi los mismos, varía el estilo: mientras que el inglés resulta más vivo en los matices, Urgell es más nebuloso y grave.  
El hombre viaja por los espacios que articula su imaginación. Sea ciudad o campo, el paisaje es un marco espacial en el que la figura humana puede perderse voluptuosamente para nuestra mirada. Los cuadros de Atkinon son las grandes habitaciones naturales o artificiales en donde  el hombre postromántico evoluciona, y donde la soledad es un festín de soledades, gratas de visitar. La soledad es un lugar.       

 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

FRISOS





 
 
 

El epílogo del caos supone un exordio o un nuevo principio.

 

 

Si somos lectores del mundo, no hay texto original sino suma de incidentes continuos.

 

 

El caos es una organización de desorganizaciones.

 

 

Existe un espacio inabarcable entre la hamaca en la que estoy recostado y la limonada que he olvidado sobre la mesa que está ,apenas, a un metro de mí.

 

 


Quien muere de miedo muere de impresionismo

 

 

Todo pasa, dicen los místicos, sí, pero mientras tanto pueden sucederse guerras mundiales, inventos revolucionarios, encontrar civilizaciones extraterrestres, aparecer varios mesías, enviudar más de una vez, etcétera..

 

 


En el arte no hay cantidades y por ello el pensamiento creativo  no cesa ante lo que ya está, supuestamente, escrito, practicado o compuesto.

 

 
 

Una imagen está ocurriendo siempre.

 

 

La reversibilidad es recíproca.

 

miércoles, 11 de noviembre de 2015

OBSERVATORIO. LAS INSÓLITAS ALIANZAS DE LO POLÍTICAMENTE CORRECTO: EL INDEPENDENTISMO CATALÁN Y LA REVOLUCIÓN BOLIVARIANA


 

 
 
 
Decía JUNG que es muy difícil ir en contra del espíritu del tiempo, es decir, en contra de lo que una sociedad ha convenido – costumbres, conceptos, normas, etcétera -  para poder convivir, relativamente, en paz.
Actualmente, bajo el enunciado de “lo políticamente correcto” se advienen una serie de prescripciones y gestualidades cuyo amaneramiento ha adoptado un carácter decididamente férreo e intolerante. Todos los valores y derechos que el pensamiento de izquierda conquistó y por los que luchó con verdadero esfuerzo a lo largo de los dos últimos siglos, han venido a uniformarse y pervertirse bajo el lema de "lo políticamente correcto".
Lo políticamente correcto, explica, en parte, la escasa movilidad de los no independentistas en Cataluña. Entra dentro de la órbita de lo políticamente correcto considerar que si Cataluña es un país, una sociedad con una historia y una lengua propias, y que “ha sufrido” una marginación política o económica por parte del centralismo madrileño, tiene todos los derechos a reclamar una independencia del estado.

Podemos discutir el futuro económico y las repercusiones sentimentales de tal independencia, pero no nos atreveremos a decir que no tengan razón para reivindicarla.

Me atrevo a incluir las proclamaciones independentistas catalanas dentro del espectro de lo políticamente correcto, como una de sus consecuencias degenerativas, al recordar lo ocurrido en otra parte del hemisferio terrestre: el silencio de Latinoamérica ante la encarcelación del opositor a Maduro, en Venezuela.

Del mismo modo que los no independentistas en Cataluña apenas se movilizan masivamente, el silencio vergonzoso de Latinoamérica ante el encarcelamiento de Leopoldo López obedece, en buena medida, a la vergüenza que se sentiría al proclamarse contra los valores de la revolución bolivariana que, se supone, aunque sean un par de países los que la encabezan abiertamente, identifica el sentir íntimo de todo latinoamericano.
Es decir, pedir la liberación de Leopoldo López equivaldría a  autoproclamarse antibolivariano, del mismo modo que los no independentistas catalanes si se levantaran decididamente contra los independentistas, podrían ser tachados de fascistas por el nacionalismo más orgásmico.
Lo que quiero apuntar es que, independientemente del conjunto de circunstancias políticas, el hecho de la asunción tácita de unos valores que identifican el tenor general del tiempo en que vivimos actúa como freno, como tabú a la hora de manifestarse verdaderamente con libertad. Lo dicho por Jung. 

 

miércoles, 4 de noviembre de 2015

LEYENDO “EL IMPERIO DE LOS SIGNOS”, DE BARTHES


 



 


Hoy, quizás más que nunca, la tarea de saber traducir al otro, es no sólo una obligación antropológica y requisito para el justo trato social, sino la cláusula básica para el entendimiento global en el marco de un universo de mixturas culturales y de convivencias raciales. Es más, debiera ser una tendencia de civilización, precisamente para que las "otras civilizaciones" puedan ubicarse en un marco general de representaciones que nos las hagan tratables e inteligibles. 

La operación de entendimiento cultural la llevó a cabo discretamente Barthes en este libro de un modo directo y ejemplar. Sin efusiones y con gozosa precisión.

Hace ya tiempo que me resistía a leer este libro. Recuerdo haberlo visto hace siglos en alguna librería, en una edición de siglo XXI inencontrable hoy. Creía que sería algo así como la excursión sofisticada de un lógico por un espacio exótico, y que el texto no podría evitar los exámenes antropológicos o étnicos consecuentes. Pero precisamente son estos los motivos que Barthes elude, diluyendo de esta manera la posibilidad de fomentar o crear, indirectamente, prejuicios o estancarse en los estereotipos.

Barthes se limita sencillamente a considerar Japón como un espacio concreto de relaciones muy precisas y sorprendentes, como un sistema de signos perfectamente delineado. El autor francés se comporta, sí,  lógicamente, pero su interés no radica en clasificar exotismos, sino en examinar las singularidades de ese sistema con respecto a la mecánica de los nuestros.

El discurso occidental se caracteriza por una pretensión analítica totalizante. Esto es lo que Barthes evita en su cuidadosa investigación. Precisamente la peculiaridad conformativa de la cultura japonesa – desde los insólitos lugares del sujeto y del verbo en la distribución gramatical, hasta la función del párpado rasgado – convencen a Barthes de emprender el aproximamiento a un modelo cultural distinto sin la mera intención de solaparlo con otro. Sin prolijidad y con transparencia, Barthes nos describe cómo funciona ese delicado y curioso mecanismo que se llama Japón.

Lo que le impacta es la multipresencia del signo, es decir, su belleza formal. Al ser ininteligibles, los ideogramas japoneses se convierten en formas misteriosas, llenas de belleza y encanto. Casi no podría ser de otro modo: al no entender íntegramente el alfabeto de una lengua, las grafías que lo constituyen se convierten para mí en trazos puros, en pinceladas sugerentes que, gozosamente, eludo traducir. Lo único que veo son dibujos que danzan, formas dinámicas de una música extraña.

Lo que sorprende a Barthes es constatar cómo un grupo de individuos pueden edificar una cultura y una sociedad sobre la simple firmeza  de unos códigos cuyo funcionamiento no activan esencialidades metafísicas sino distribuciones de un orden formal.

Supongo que aquí el debate está en que lo que para nosotros es forma para el oriental es su razón; y a la inversa, lo que para nosotros razón, para ellos impacto formal (recordemos la bizarra visceralidad que supone para los japoneses el flamenco o el visionamiento de una corrida o una procesión de Semana Santa).

Leyendo las observaciones de Barthes, uno recuerda las experiencias de los escritores en sus viajes por oriente. De lo que primero se libera uno cuando viaja es de la pesantez de los códigos propios. Un país, una cultura nueva significa fluir por un espacio repleto de signos y formas que disfrutamos. No nos presiona ningún código: nos relaja el despliegue de coordenadas nuevas.

Un Octavio Paz se deja arrastrar por la profusión caótica de la India porque se convierte en el espacio ideal para realizar poéticamente aquella consigna de Rimbaud “el desarreglo de todos los sentidos”. El caos indio es propicio para la espectacularidad surrealista, y en ese estado de gracia lúcida, el autor mexicano escribe El mono gramático. Barthes, más tranquilo, más apolíneo, en principio, que dionisíaco, se siente a gusto con el delicado y preciso marco que la sociedad y la cultura japonesa suponen. En vez de la profusión barroca, lo japonés suscita la pureza de la línea, un mundo escueto y pulcro, exento de borrones y enloquecimientos. Es en esta tranquila delineación espacial donde Barthes ve una ejemplar operación de limpieza de sentido, de lúcido relax mental. A Barthes le basta, hablando según la retórica semiótica, con la autonomía del significante: es el significado con sus jerarquías de sentido lo que le pesa.  En Japón descubre un hábitat en el que ubicar su sueño de un lugar en el que impere la forma pura, sin asedios metafísicos.
Para Barthes este sería el modelo cultural, el edén en que vivir: un mundo rodeado de belleza que no me obligara a descifrarla.

 

CRECIENDO ENTRE IMPRESIONISTAS DIARIOS DE Julie Manet

Hay momentos en la historia de la cultura, episodios estilísticos o simplemente períodos en el ámbito de un siglo, que se revisten de un e...