martes, 29 de mayo de 2012

VEO, VEO

hacia arriba



érsase una vez Nicola Tesla



contratexturas





licor de iglú




el portal de la abuela de mi abuela




el ábside lisérgico




el snobismo de los espectros





nexitud




gatirio

jueves, 24 de mayo de 2012



DE BARCELONA A LA HABANA
Ciro Bayo
De los autores de la Generación del 98 se ha dicho hasta la saciedad que redescubrieron en su visión crítica de España, la geografía, las costumbres, la idiosincracia y la historia del país. Pero ocurre que descubrir el país en el que uno vive no es tarea precisamente fácil. Para ello, en buena medida, hay que tomar distancias y convertirse en un "extranjero", aunque sea imaginariamente. Esto lo consiguió espléndida y cómicamente Ciro Bayo en su libro El peregrino entretenido a través del personaje del entomólogo austríaco, tomado por los vecinos de una pequeña población española como un anarquista peligroso debido, ni más ni menos, a su aspecto raro y a sus "misteriosas actividades" en el campo.
Rilke hablaba en su correspondencia de la "belleza extraña y salvaje" de los entornos de Ronda. El mito romántico, a veces, un auténtico lastre, de la España de toreros, bandoleros, caballeros, pasiones fuertes, fiestas bizarras y paisajes disímiles, quiso Ciro Bayo, como otros hombres de su generación, confirmarlo o desmentirlo, y para ello viajó por toda la piel de toro a pie, en burro y en tren, para luego degustar su continuación en tierras de Sudamérica, continente que atravesó de cabo a rabo.
A Ciro Bayo se le ha relacionado con la Generación del 98 aunque de un modo un tanto tangencial o forzado, cronológicamente hablando. Se trata de un personaje curioso, amante de la aventura y poco adepto al sedentarismo mental de casino de su época y cuyos libros están a medio camino entre la  autobiografía y el documento. Su estilo es, a veces,  algo antiguo, sazonado de referencias clásicas, pero lo que observa y critica nos resulta contemporáneo y fresco. El aire epocal que nimba su obra es significativo tanto de su reacción a la España que le disgusta como de la recepción de una cultura secular que precisa de una mirada actualizadora.
En este libro, De Barcelona a La Habana, se respira un aire poéticamente evocativo:  el mar como esa vasta extensión natural tan llena de historia como aún poseedora de regiones inexploradas.  
Describe la vida a bordo del barco que le llevó hasta Cuba, partiendo del puerto de Barcelona. De lo que hizo en la isla no se sabe sino que llegó a cortar cañas de azúcar y logró ganar un premio literario concedido por el ayuntamiento de Matanzas.
No se trata de un libro de impresiones, de tejidos subjetivos. La alusión al mar como ente total, como conductor de civilizaciones, como reservorio inexplotado de riquezas naturales, como fuente inspiradora de literaturas, aventuras y mitologías, conforman el grueso narrativo de este volumen, el primero publicado por el autor en 1880, aunque el viaje date, probablemente,de 1878. 
Exquisita la presentación de Ediciones 98 y loable la iniciativa de recuperar a un autor tan poco visitado tanto por el recuerdo como por la lectura.
Admirablemente, Bayo escribe: El mar, ese otro paradero de la vida, asemejándolo a la libertad, al destino, al misterio, al mito.  


jueves, 17 de mayo de 2012

LIBRO DIGITAL, LIBRO IMPRESO




Tenía el proyecto de comprar Especies de espacios de George Pérec. Totalmente convencido de que iba adquirirlo en una librería, se me ocurre echar, mientras tanto, un vistazo en la red para leer alguna reseña. Apenas el buscador detecta el título, me encuentro con el libro enterito a mi disposición en formato PDF. Entonces dudo. Comparo las ventajas y las desventajas entre leer el libro virtual y el real.
Si me lo grabo - sigo sin entender por qué la gente dice "bajarse cosas de internet", fomentando esa imagen vertical cuando a mí lo que me sugiere la red son flujos rizomáticos - lo que tengo es la información pura, el texto sin aderezos, un conjunto de palabras flotante. Si compro el libro, no sólo tengo el texto sino que éste reposará en la textura esponjosa de unos odoríferos pliegos sucesivos llamados "páginas" que pasaré y repasaré con placer. El libro bajado de internet es el ente intelectual, estrictamente, casi la idea que el autor tenía de su obra antes de verla materializada y accesible bajo un diseño y una caligrafía. Pero el libro es un deleite intelectivo-sensorial. Se lee y se toca, se disfruta tanto leyéndolo como poseyéndolo. Parece que tal disyuntiva introduzca aquí el viejo debate alma-cuerpo. Evidentemente, el alma está aquí representada por el libro cuasi fantasmático que me ofrece internet, mientras que el libro impreso es la materialización artesanal de un contenido ficcional. Visto así, el libro impreso es más completo. Resuelves aburridos antagonismos al fundir continente y contenido en un solo objeto manejable y portátil.



Pero yo tengo unas imperiosas ganas de leer la obra de Pérec.
Su carácter fragmentario, es decir, la facilidad y libertad que ofrece a la lectura, la posibilidad de satisfacer de inmediato mi interés, el ahorrarme, tranquilamente, unos cuantos euros, pugnan contra la pereza de tener que desplazarme a Murcia o a Elche ahora, con el calor que hace. Tan sólo tengo que mover- literalmente- un dedo y y ya tengo "el libro" en mi poder. Al final gana la comodidad. Me guardo la pieza en formato PDF en mi ordenador. Resultado: siento como si hubiera cometido un sacrilegio menor y aquella ilusión de ir a por el libro ha recibido un chaparrón de agua fría. Tengo acceso libre y gratuito a la obra, no, mejor, ya tengo la obra, ya sé lo que dice y lo que contiene, pero sin el discreto glamour, sin haberme dado a mí mismo el lujo de haber comprado ese objeto exquisito que es un libro. Casi estoy arrepentido de haberlo "bajado" de esa lujuriosa arborescencia de arborescencias que es la red.  

sábado, 12 de mayo de 2012






LA SINCRONICIDAD
Arthur Koestler nos recuerda que mientras categorías tales como las leyes de la causalidad, o los conceptos tradicionales de espacio, tiempo y materia pesen sobre nuestro pensamiento y sobre nuestro lenguaje, nos va a resultar tarea enojosa abordar satisfactoriamente cualquiera de los fenómenos que, precisamente, parecen subvertir el funcionamiento de tales categorías, y que hemos  convenido en denominar paranormales.
Señala que, en todo caso, el físico moderno, más liberado en su trabajo, de estas trabas lingüístico-conceptuales será quien con más facilidad se acerque a formular un probable funcionamiento de la misteriosa naturaleza de tales fenómenos. Desde las páginas de Las raíces del azar lamenta que Jung se enredara un tanto no ya al intentar describir, sino, ni más ni menos, enunciar  el famoso y complejo Principio de la Sincronicidad.
Admitimos las advertencias y comprendemos las reservas de Koestler, pero del mismo modo que el lenguaje supone un condicionamiento, ha sido su plasticidad lo que nos ha permitido el hecho, nada banal, de ponerle el nombre genérico de paranormales a una serrie de fenómenos cuya naturaleza y causa nos es desconocida, y este dato ya supone, al menos, una ubicación elemental en la dilucidación del asunto (seguramente Koestler no pensó en la intervención de los poetas). Es decir, que en este inextricable contexto, el lenguaje no tendría por qué ser un problema epistemológico sino que, permeabilizándose al paso de nuestras especulaciones, se convertiría en un medio de investigación y de reflexión legítima. El poder de la teorías se demuestra, por ejemplo, cuando uno, sumido impotentemente en la perplejidad, no sabe qué hacer con el número de psicofonías que se consiguen en laboratorio. El lenguaje no es un surtidor que desde la atalaya fija de la gramática, produzca conceptos o escupa formulaciones mecánicamente. Entre la investigación positiva, el razonamiento y la imaginación se establecen vasos comunicantes de información recíproca.
Digo esto porque, tras ir detrás del texto durante años y casi soñar con él, he leído por fin el trabajo que Jung, en colaboración con Pauli, dedicara a la sincronicidad y que podemos encontrar en el volumen VIII, La dinámica de lo inconsciente, de la obra completa del psiquiatra-chamán suizo, pariente lejano de Goethe, publicada por Trotta. Y resulta que, o bien el traductor es un orfebre del pensamiento, o bien Jung se aplicó bien en su tarea, sabiendo qué es lo que podía decir y hasta dónde sobre el asunto, ya que sobre su escrito no había leído y oído sino vaguedades desesperantes y simplezas poco convincentes.




Después de leer el trabajo, en realidad dos textos,- el principal y una conferencia breve sobre el tema - todas aquellas reseñas que rastreé hace años en artículos y libros de serie B y que no repetían sino el mismo cliché - la oscuridad de la explicación sobre la sincronicidad - se convierten en mezquinas apostillas solitarias ante la envergadura de la empresa junguiana.
Con esto quiero decir que desisto de comentar o analizar lo que Jung muy adecuada y correctamente expone. Creo que un análisis, por muy brillante que sea, a sus palabras, escamotearía la dimensión de la intución e investigación de Jung, reduciría, ahora sí, a palabras, a tiras y cadenas de términos tan exactamente redactados como inabordables, algo que en el texto de Jung puede vislumbrarse con emoción y fascinación intelectivas. He comprobado, después de muchos atiborramientos de prosa crítica, que se experimenta una abertura de horizonte muy distinta si se consulta la obra escrita original del pensador o del científico en cuestión, antes que contentarse con la glosa de los infinitos comentadores. Sobre las obras de estos pesa una redundancia que no existe en el pensamiento original, y hay que saber dar con el crítico de  calidad que aporte algo de veras nuevo e interesante, en vez de hacer literatura con lo descubierto.
De todos modos sí esposible decir un par de cosas para ubicarse elementalmente ante la lectura de este texto.
Hay una ley irrenunciable bajo la que se articula todo el aparato lógico de nuestro pensamiento y que define, finalmente, nuestra imagen del mundo: la causalidad. Es estudiando los efectos de algo como podemos remontarnos hasta su causa o inquirir acerca de su origen; es analizando la causa de algo como nos es posible calcular  índices y cualidad de los efectos. De este modo, definimos contextos para abarcar causas más complejas o conjuntos de causas, y prever motivos y desenlaces. El estudio de laboratorio se reduce a ello. Conociendo la causa que motiva un fenómeno, reproduzco en la retorta lo que lo produce, con la intención de mejorarlo, anularlo o modificarlo.
Jung define la sincroncidad como un principio de conexiones acausales.
Para la sesera despierta, está claro que desde el momento en que nos topamos con una serie de fenómenos de distintas características que, con independencia del espacio y del tiempo parecen vincularse, de modo extraordinario, a un significado, o constituir una alusión a algo concreto desde esos distintos canales, el adjetivo acausal es tanto lo más que podemos averiguar o decir sobre ello, como el límite de nuestro conocimiento. La mecánica de una presunta ley de la acausalidad nos es totalmente indiscernible.Pero Jung, admirablemente, se atreve a hablar de un Principio porque lo que tiene delante no es meramente un fenómeno aislado, una anécdota curiosa, sino un número de situaciones y datos diversos inauditamente relacionados. Y ello implica una realidad compleja y por lo tanto se pone manos a la obra.
Sorprende la capacidad de trabajo de Jung. Para abordar su estudio de la sincronicidad, considera los índices de indefinibilidad que se producen en el ámbito de la biología y el mundo atómico y subatómico, estudia el funcionamiento del I Ching y su semejanza con lo que podría ser el desenvolvimiento no causal de algunos fenómenos, analiza el sistema de trabajo de Rhine sobre experimentación telepática, reflexiona sobre el origen de nuestras nociones de espacio y tiempo, y hace acopio de casos, tanto propios como ajenos, de posible sincronicidad. Con una lógica contundente y campechana, dice : Tiene que haber un principio acausal" que explique todo esto.
Hay que distinguir entre sincronía y los meros acumulamientos de coincidencias o sincronismos. Ante una sorpresiva cadena de casualidades que no pueden derivarse de un contexto propicio y que sobrepasan todo pronóstico,  Jung imagina que hay un elemento transversal que relaciona, y liga tales casualidades entre sí. Si yo sueño con un descarrilamiento, voy al día siguiente a ver una película cuya acción central parte de un descarrilamiento, mi hermano me dice que está leyendo una novela en la que el protagonista muere en un descarrilamiento, abro en casa un libro de fotogrfías antiguas y lo primero que veo es la foto de una crónica periodística sobre un descarrilamiento, y días después un vecino me cuenta que hace tiempo presenció un descarrilamiento, la diversidasd de fuentes dispersas en el espacio y en el ttiempo, que me informan sobre o apuntan hacia lo mismo, me hará penar que estoy siendo presa de una suerte de bucle insólito cuyo factor motor constituye un enigma.
Jung diferencia, pues, entre cúmulos de casualidades - las curiosas anotaciones de su precursor Kammerer, que no trascienden la estadística - y la sincronía. La diferencia radicaría tanto en el número como en la disparidad de naturaleza de  los datos registrados que rompería con la linealidad causal y supondría un elemento transtemporal y transespacial que relacionaría tales hechos. Podríamos decir que el Principio de la Sincronicidad revela esos momentos en que el universo experimenta un acorde del cual es, súbitamente protagonista, un sujeto concreto. Curiosamente, Jung menciona a Leibniz y su Principio de la Harmonía Universal: ésta no sería sino el reflejo filosófico de la sincronicidad total.




Dunne, el ingeniero inglés cuyo libro sobre el tiempo despertara el interés de Borges, habla de series temporales. El Tiempo no sería estrictamente ni pasado ni presente ni futuro, sino flujos que se cruzarían entre sí, como bandas girando a partir de un eje. Nosotros habitamos unas coordenadas espacio-temporales determinadas, pero, fortuitamente, por un tipo de desarreglo del que no podemos saber nada, y especialmente, a través del sueño, tales coordenadas se desplazan o alteran, y podemos ser testigos involuntarios de esos desconcertantes cruces de tiempo. Las premoniciones podrían "explicarse" así.
Todos sabemos el momento inaugural que iluminó la intuición junguiana: el escarabajo de reflejos metálicos que chocaba, insistente, contra el cristal de la ventana de su consulta en el preciso instante en que una paciente le contaba que había soñado con escarabajos de oro. Aquél escarabajo proverbial fue como la manzana de Newton. Chocaba contra el cristal de la ventana de Jung - el cristal de cuarzo de su mente, conductor de las ideas luminosas - hasta que el psiquiatra pensó que aquello significaba algo, que era la manifestación misteriosa de un signo complejo.
El principio de la sincronicidad hace recordar el funcionamiento de la metáfora, el sistema de las correspondencia universales como dinámica secreta del mundo que simbolistas y románticos cantaran. Parece postular no la desarticulación de nuestro mundo sino lo que lo envuelve desde siempre.
Decididamente los surrealistas se equivocaron: no es a Freud sino a Jung a quien debieron haber escogido como padrino de su estrambótica aventura.     


miércoles, 2 de mayo de 2012



 
EL TEMPO DE LAS IMÁGENES
Quizá sea un error definir toda producción visual antigua como "lenta", pensando que la velocidad es específica de la modernidad, y que su consagración definitiva la encontraríamos en la eclosión de las vanguardias históricas: cubismo, dadadísmo, superrealismo, etcétera, suponiendo que podamos establecer una probable simetría entre la liquidación de las retóricas y una percepción nueva de la realidad, típica del espíritu de tal modernidad. Posiblemente si encargáramos, por sorpresa, al tendero de la esquina, que  nos dibujara todos los palos de una baraja a su gusto, obtendríamos una pequeña muestra de arte arcaizante, en el caso de que tal hipotético personaje no fuera, precisamente, diestro en el manejo del grafito, lo que nos indicaría que, en el conjunto de esta sociedad sometida a las prisas estresantes y a la velocidad explosiva - véanse las películas de acción, llenas de efectos especiales y cuajadas de detalles que apenas si percibimos - no todas las destrezas y capacidades perceptivas marchan a la velocidad de la luz.
¿Hay una diferencia abismal entre, por ejemplo, las estampas populares y la obra pictórica de un Ferdinand Léger? Cambia el motivo, los aderezos, las vestimentas de las figuras, pero no, sustancialmente,  el ritmo, la atmósfera. Sí que podríamos decir que al pintor actual le es más difícil representar lo sublime que al artista antiguo, pero ello por motivos obvios: no sólo cambian las técnicas sino los depósitos de la inspiración. Lo sagrado ya no es motivo de representación directa. O bien  cambia de envoltura,  o bien se refugia en el estro tímido de la palabra poética. ¿Quién hay actualmente que pinte como Caravaggio o Velázquez? Si lo hubiera, no sería más que un anacronismo y su significación no iría más allá de la copia laboriosa. Ahora bien, ¿hay un arte sacro más barrocamente admirable y actual que los pasos de Semana Santa?
 Admitiendo estas relatividades, sin embargo, el encanto de algunas imágenes de épocas pretéritas se nos hace difícilmente imaginable hoy e  innegablemente específicas de su tiempo. A la encantadora ingenuidad de las imágenes que aquí reproduzco, se le suma cierto carácter remoto:  la imposibilidad de que puedan volver a darse.        




 

CRECIENDO ENTRE IMPRESIONISTAS DIARIOS DE Julie Manet

Hay momentos en la historia de la cultura, episodios estilísticos o simplemente períodos en el ámbito de un siglo, que se revisten de un e...