SUEÑO
Se dice que tenemos o bien sueños jungianos , o bien sueños freudianos. Yo he tenido éste que se me ocurre colocar aquí.
Visito la casa de Claude Lévi-Strauss. No se trata de una visita a su persona, sino de una suerte de exploración por las dependencias de su casa, convertida en una especie de museo. Voy acompañado por un grupo de estudiantes y de jóvenes durante una ausencia temporal del antropólogo. La casa de Levy-Strauss consiste en tres construcciones o módulos aislados entre sí y ubicados en el campo, lejos de la ciudad. En realidad, se trata de tres grandes bibliotecas, por las que yo y el grupo de jóvenes, vamos curioseando, sacando y examinando volúmenes de las estanterías. Hay todo tipo de publicaciones , revistas, folletos, libros sobre los temas más dispares: historia, simbología, mitología, dispersos sobre grandes mesas alargadas o amontonados uno encima del otro, formando columnas entre los espacios libres que hay entre una estantería y otra. Yo reparo en un pequeño volumen con fotografías originales del siglo XIX pegadas en las páginas, es decir, no impresas, que trata sobre los buscadores de oro en Norteamérica. Me sorprendo al comprobar que está escrito en español. Su título es "El libro del sueño" (se se sobreentiende que quiere decir "El libro del sueño americano").
Este grato perderme por la casa-biblioteca de Levy-Strauss me hace recordar, dentro del sueño, cuando de pequeño curioseaba fascinado la biblioteca del despacho de mi padre. Hay un detalle elocuente que confirma la semejanza. En el sueño veo libros viejos de gran tamaño, de tapas semiacolchadas pero sin ninguna indicación o título en las portadas. Esto me comunica cierta deprimente pobreza, como cuando de crío retiraba la sobrecubiertas de algún gran volumen y descubría que las tapas estaban desprovistas de títulos o ilustraciones, lo que contrastaba con el contenido del libro, repleto de fotografías y de alto contenido informativo.
En nuestra visita nos guía un hijo del antropólogo por cada casa por la que pasamos. En el sueño, Levi-Strauss tiene tres. Uno de ellos delgado, con gafas, medio calvo y con gesto serio, intenta atendernos lo mejor que puede. El otro un poco más grueso, desaparece por los pasillos. El tercero está en la tercera y última casa que visitaremos. Hay un momento en el que me detengo ante una mesa en la que se se encuentra un montón de fascículos dedicados a crímenes famosos. Yo empiezo a seleccionar ansiosamente una cantidad de ellos para llevármelos, pero una mujer mayor encargada del mantenimiento de la casa, me llama la atención. Yo, humillado, me excuso diciéndole que pensaba devolverlos después de haberlos visto, y antes de que Levi-Strauss regresara. A propósito de esto, le pregunto a alguien cuándo volverá y me dice que murió hace pocos años. Yo me sorprendo de no haberme enterado de la noticia. Continúo examinando estanterías y montones de libros y llego a la tercera casa. Me encuentro en un pequeño salón en el que personas sentadas en círculo frente a una puerta vieja, acristalada al modo modernista - rombos verdes y anaranjados - parece que esperan algún tipo de acontecimiento o la comparecencia de alguien. Encabezando este grupo de personas sentadas, se encuentra un hombre joven, con chaqueta negra, de aspecto distinguido. Lo rodeo y descubro que se trata de Pierre Henry-Levy, el filósofo francés, el tercer hijo de Claude Levi-Strauss.Está esperando la entrada inminente de las cámaras para dar una conferencia o iniciar un debate televisivo.
Las dos sensaciones más intensas que he sentido en el sueño han sido: ese cuasi uterino y fascinado navegar entre la multiplicidad de libros y publicaciones de todo tipo y el bienestar anímico que me producía estar en un ambiente con personas famosas de gran nivel cultural, sentirme "adulto" entre los adultos sin pesar, sin malentendidos al compartir un mismo lenguaje.
Este sueño central ha venido acompañado de otros dos episodios oníricos, no sé hasta qué punto independientes.
Me encuentro con dos individuos de aspecto siniestro, en una miserable covacha a la orilla de un río. Estamos a mediados del siglo XIX. Parecen dos tipos del lumpen británico de la época, dos personajes dickesianos, empleados de pompas fúnebres o dedicados a algún escabroso negocio que tenga que ver con la manipulación de huesos o esqueletos.
En el otro fragmento onírico me encuentro también el siglo XIX, divisando una parte de la ciudad de Orihuela. Es como si yo fuera un viajero extranjero que pasara por mi propia ciudad y me impresionara su escaso atractivo. Le comento a alguien que me acompaña lo triste que sería vivir siempre en Orihuela, confinar la vida en un pueblo tan pobretón. Lo único que destaca es la torre de la catedral, y percibo, dentro del sueño, cierta agonía e ironía por el autoreproche que me lanzo, ya que es la ciudad en la que resido.
1 comentario:
Todos estamos encerrados en nuestro pequeño mundo, sea Orihuela o una capital. El límite lo pone donde pongamos el horizonte, aunque eso tambien es un sueño, claro.
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