jueves, 21 de mayo de 2015

LA ANTROPOCULTURA. SILVERIO LANZA






Si todo hombre es hijo de su época, algunos lo son de de un modo oblicuamente  convergente, como rezumados del conjunto febril de las circunstancias, por lo tanto, hijos súbitos y lúcidos pero informales y sorpresivos. Silverio Lanza podría pertenecer a este tipo de hombres.  La etiqueta de “heterodoxo” se le ha adherido, incuestionablemente, y, desde luego es un excéntrico en la medida en que escribe y piensa “fuera del centro”, es decir, en los márgenes de la oficialidad de los discursos,  pero no sé hasta qué punto es locura propia lo que se desprende de sus textos o reflejo de la que existía, más que latente, en la sociedad de su tiempo.  

Hacia fines del XIX comienza a conocerse tímidamente el cuerpo. Lo que supone para la ciencia “el descubrimiento del cuerpo”, vendrá definido por la eclosión de toda una serie de conocimientos especializados y disciplinas con vocación integradora que parecen querer prologar una imagen inaugural del hombre. El sujeto es cuerpo, la entidad física será motivo prioritario de la ciencia. El hombre es un ser biológico que naufraga en la masa biológica universal del cosmos. Es también un ser social que lucha para ganarse un puesto en medio de la selva social de sus congéneres. Lanza echa un vistazo a la mixtura de conocimientos y programas emergidos. De su lectura de todo ello saldrá la antropocultura.  

Sin llegar a decir, concretamente, qué es la antropocultura, Lanza la va definiendo negativamente, es decir, exponiendo qué no es a través de una crítica de todas las disciplinas “pintorescas”  que pretenden elaborar  un conocimiento científico del hombre a través del examen del cuerpo y de las costumbres sociales.  Lanza se burla de las manías y de las ineficacias de los higienistas, de la gimnasia deportiva y de su espíritu competitivo que reproduce viciadamente cánones depredadores de conducta, juzga de inútiles los estudios antropométricos ante el carácter predominantemente metamórfico de la naturaleza, de quiméricos los intentos de reducir a fórmulas las complejidades del ser humano en evolución.

Para Lanza, ninguna de estas ciencias puede ofrecer un cuadro verdadero no ya del cuerpo sino del hombre, soberano de sí mismo ante religiones e ideologías.

Sólo la antropocultura, que contempla harmónica y conjuntamente, las dimensiones psicofísicas y morales, puede reflejar esa complejidad de factores que interactúan en el hombre. Pero, a fin de cuentas, también la antropocultura delira al presentarse como ciencia, del mismo modo que lo hacen la frenología o  cualesquiera otras fisiologías. La antropocultura, más que una doctrina infomulada, es una parodia del discurso cientifista.  

Se llegará conocer el ruido catracterístico de la elaboración del pensamiento y entonces podremos cerciorarnos de que muchos sabios no discurren y que discurren los cadáveres.

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Pero las modernas psiquias materializan el alma en una teoría análoga al éter vibratorio que seguirá siendo artículo de fe empírico para explicarnos la luz, el calor, la electricidad, lo ultraviolado y lo suprasensible hasta que el calor, la luz, la electricidad y hasta las bofetadas se expresen por sus fórmulas mecánicas de trabajo, y las cambiemos entre sí con mayor exactitud que se cambian las monedas, pues, al fin, éstas son valores convenidos, y la caloría y el sí bemol son valores ciertos.   

Para Lanza la mayor conexión social, la verdadera revolución es el amor. Para que el odio, para que las pasiones más destructoras, dejen de operar en el exterminio de los individuos, mientras se sucede el sostenimiento de los estados, el hombre tiene que establecer esa conexión suprema que viene a ser no un amor difuso a la Humanidad sino un sensato quererse a sí mismo para molestar lo menos posible al vecino. En el pululante concierto de teorías naturalistas sobre el hombre, Lanza advierte que el amor, antes que trascender las cosas,  va a simplificarlas, es decir, no tiene un concepto místico del amor sino práctico.  

Se ha privilegiado una imagen chocante y excéntrica de Silverio lanza, pero el conjunto de reflexiones que recoge este volumen bajo la peculiar admonición de la antropocultura confirman algo que no ha sido estudiado convenientemente: el papel de Lanza en el pensamiento del modernismo español.    

¿No resulta curioso que esa imagen de pensador humorístico se nos actualice a través de la nota en la que nuestro personaje, entre teorías y tendencias, se atreve a invocar el amor sobre cualquier  epistemología?   

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