viernes, 9 de febrero de 2018

ALEJANDRA PIZARNIK. DIARIOS


 
 

Cuando vi el volumen en un centro comercial, sentí cierto rechazo y un deseo de adquirirlo, al mismo tiempo, como si fuera una tentación peligrosa y un dulce suculento, conjuntamente. Le expliqué a un amigo que me gustaba mucho la poesía de Alejandra Pizarnik, que conocí su obra en algún verano de los ochenta, cuando uno hacía, todavía, lecturas descubridoras  de autores y autoras, pero que, teniendo en cuenta el estado anímico en yo que me encontraba, el asunto del suicidio de la poeta velaba oscuramente el beneficio final que pudiera obtener internándome en las páginas de su diario. Pobre Alejandra, lo que le faltaba, que la singularísima complejidad de su vida sucumbiera a valoraciones expeditivas de este tipo. Esto ocurrió hace un par de años. Resulta que el amigo a quien confesaba yo mis temores, tenía el diario y lo estaba leyendo y le estaba gustando mucho.

Ahora, que por pura inercia en la aceptación de lo que irremediablemente  ocurre y le ocurre a los demás, o debido a la mayor capacidad de comprender las dimensiones de lo real que uno va adquiriendo con el tiempo, acepté sin miedos neuróticos, comprar el libro, resulta que estoy disfrutando también, como mi amigo, de las desesperadas y lúcidas confesiones de Alejandra, asumiendo que su final es más un interrogante que se nos arroja a nosotros, lectores de su obra, que una mera desaparición física, engrosable en otras e indistintas estadísticas.

Llevo leídas apenas 80  páginas de más de las mil de que consta esta edición, y ya las tesituras básicas desde las que Alejandra exhibe su lírica y se queja de su dolor, aparecen bien claras.  

Lo más expreso en estas páginas, independientemente de sus reflexiones sobre lecturas y teorías, apuntes de humor y creatividad escritural y poética, es su protesta por lo que no podríamos sino interpretar como destinación a la muerte, la obstinación del dolor y la angustia en su vida. Un malestar que se redobla por la inteligencia de sobre quien se cierne. Alejandra inicia una continua indagación sobre los orígenes de su mal, examinando los efectos sobre su cuerpo que es su alma, de ahí, pensemos en un Artaud, la desesperación y la imposibilidad de escapar. La locura, pues, no puede ser sino el efecto de una convivencia insoportable con el dolor.

Pienso en Alejandra y pienso en la vida de los santos y sus penitencias. ¿Qué ejemplaridad podemos extraer de la vida y obra de poetas como Alejandra? Si la gente que tiene fe, reza a sus santos y estudia sus vidas, ante la inteligencia y sensibilidad fracturadas de Alejandra, uno se pregunta, bien lejos de toda lucubración clínica y sofisticación, ¿qué significa el suicidio de Alejandra?

Ese es el misterio de su vida, el misterio indescifrable que en las páginas de este torturado y brillante diario, halla una exposición bien pormenorizada.

¿El dolor la hizo poeta o se hizo poeta para combatir su dolor hasta donde pudo sublimarlo? ¿Es su poesía la justificación de un mundo implosionado, la explicación desde la convulsa subjetividad de un mal general y objetivo que ya aqueja a todos? En esta consideración residiría esa ejemplaridad del poeta, el haber sido escogido como chivo expiatorio de las entrañas del tiempo en que nos desenvolvemos.

 Quisiera creer que el suicidio de los poetas es una decisión soberana, la protesta final ante una presión que no encuentra otra salida. Si queremos saber qué le ocurrió a Alejandra, tenemos una ocasión óptima leyendo estos diarios, porque  al asedio de la muerte Alejandra  oponía su mayor pasión: escribir. Es en el texto de estos diarios donde Alejandra se actualiza, donde la encontramos en el trance de sus circunstancias, danzando con sus fantasmas, haciendo balance de abismos, amores  y albas.
 
 
 
 







 



 
 



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