sábado, 17 de abril de 2021

EL PARAÍSO EN LA TIERRA O LA ANSIADA BÚSQUEDA DEL LOCUS AMOENUS I



Sospechamos que todo rastro de paraíso detectable en la tierra que habitamos será siempre un reflejo opaco e imperfecto de aquel lugar deseado y angélico que, o bien perdimos, según la enseñanza bíblica, como la infancia, o bien, nos espera mucho más allá de latitudes cognoscibles. También creemos sospechar, a pesar de todo,  que ante las senectudes que nos brinda el tiempo en personas y vidas conforme va pasando este, la búsqueda del cielo en la tierra, más que un viaje infecundo, destinado al fracaso, podría tornarse una  exploración interesante de, al menos, signos rastreables de un espacio, más o menos remotamente benéfico y posible.  El mundo puede adquirir los aspectos más amenazantes o mostrarse, tozudamente, insolidario con respecto a nuestros deseos, pero las potencias de la imaginación no son nada desdeñables en tanto que no cesan de proyectar un especulativo mapa de enclaves soñados que descubrir o buscar.

Ante desmemorias y súbitas desesperanzas, el espacio simbólico-histórico reconocible  nos concede, más de un testimonio de personas, que generalmente, han desarrollado su actividad desde el ámbito artístico, y que han vivido o creído delinear experiencias de intensidad y harmonías no repetibles. En definitiva, el paraíso lo porta cada uno en sus ilusiones y sueños, ciertamente, pero la vinculación a lugares y acontecimientos, es también, materia real e historiable de este deseo de grata – no apocalíptica – trascendencia.   

El testimonio, por tanto,  de tales épocas o de tales individuos constituye la constelación semiótica que la pasión y la intelección seguirán para llevar a cabo la descripción de los momentos en que lo paradisíaco se haya materializado en la recepción de los sujetos, lejos de la confusión de las utopías imaginadas o escritas por filósofos y mesías.

Desde instantes de inspiración compartida, viajes geográficos de significación iniciática, momentos felices de composición plástica, musical o literaria, fragmentos y recodos de ese ansiado locus amoenus, se han insinuado a la experimentación humana, transformando positivamente las determinaciones que preñaban de melancolía o simple gravidez el proyecto íntimo de toda huida gloriosa de los límites cotidianos.   

 

 

I.                   LOS RUPTURISTAS MODERNOS NO FUERON AJENOS A LA                      BÚSQUEDA DEL LOCUS AMOENUS


Los surrealistas organizaban expediciones por la ciudad de París. Tales expediciones no tenían por objeto sino estimular el viaje en el lugar de residencia y redescubrir lugares que potenciaran la ensoñación. Hacer esto en  el entorno en que se vivía implicaba para los surrealistas  darle la vuelta a la significación histórica de plazas, edificios o parques, convirtiendo tales enclaves en lugares específica y absolutamente lúdicos.  Fieles al mensaje de hacer poesía en plena ciudad, estas curiosas expediciones intentaban delimitar un espacio bien distinto al típico de las postales, al folklórico o turístico. Había que librarse de semejantes reclamos para volver a un espacio natal y originario que no respondiera sino a las exigencias contemplativas y delirantes de la poesía. La Arcadia en la ciudad que se habita, ese era el objetivo de los poetas adscritos a este movimiento y que no deja de sugerir semejanzas con lo que pretendo exponer. Enterrar el recuerdo de guerras, imperialismos y nacionalismos era para la mentalidad subversiva del poeta surrealista borrar de amargura el espacio público para transformarlo en el de un nuevo nacimiento del espíritu, el de una nueva actitud que reivindicaba la belleza y la inteligencia. Para Walter Benjamin esto fue lo mejor de los surrealistas. Aquí, como vemos, la noción de espacio (locus) se revela como fundamental: en tal espacio los poetas pretendían edificar el jardín universal para las almas futuras. El famoso precedente platónico, al respecto, ¿hay que interpretarlo como una profecía repetida en la historia, como una fatalidad para la felicidad? Si no dejamos a los poetas proyectar socialmente nada, ¿es preferible que lo haga la sensatez de arquitectos y técnicos, menos embriagados de belleza o de bienestar?

Hace unos años, cuando en Alicante conocí al grupo surrealista de Madrid, una de sus máximas preocupaciones era cómo se conformaba el espacio público, el diseño del transporte, de jardines o parques. La cuestión arquitectónica es fundamental para hacer agradable una ciudad. Los poetas buscamos ese carácter amable, precisamente, porque es en la ciudad en que vivimos donde deseamos estar bien, donde incluso, en sus lugares más destacados, evocar el locus amoenus que nos facilita instantes de ensoñación y de convivencia.

Los famosos martes en casa de Mallarmé ¿no eran una amistosa invitación al “lugar ameno”, una posibilidad de gustar de la aristocracia del pensamiento y del frondoso cambio de pareceres literarios?

Los cabarets y cafés de bohemios, pintores y poetas de la Belle Epoque, ¿no eran lugares de esparcimiento, de recogida libertad?

La invención de los happening ¿no fue sino una invitación a disfrutar de la creación en grupo, un entronizamiento de lo lúdico como  modo de grata socialización?

¿Por qué me produce una vibratoria sensación de bienestar, de tímida felicidad contemplar a un Gustav Klimt con su bata de faena ir a darse un viaje en bote por el lago tras haber estado pintando unas cuantas horas, o aceptar la invitación que nos hace Picasso a que le visitemos en su demiúrgico taller con toda la tranquilidad del mundo?

No sé si para los formalistas, un Miguel Hernández pueda ser considerado una figura moderna. Pero el ámbito natural desde el que escribe y que le sirve de inspiración poética, el entorno de la huerta levantina, no puede antojársenos un remedo más aproximativo del locus amoenus, y más si nuestro poeta se nos aparece, ineludiblemente, como el “pastor” protagonista de una égloga autobiográfica  ejemplar. 

Toda obra de arte, de un modo más comprensible, toda obra de arte plástica es una propuesta de mundo, aunque no siempre resulte claro que esa obra, ese mundo que se nos ofrece sea habitable. A menudo, el arte contemporáneo desde hace casi más de un siglo intenta lo contrario: producir mundos inhabitables. Como decía Lezama Lima, la razón dialéctica entró en el arte y lo bautizó como “arte moderno”. Hay que entender la voluntad de crítica y protesta que atraviesa buena parte de nuestro arte para contextualizar ánimos y explicar esa tendencia a la inhabitabilidad. Es la característica desdichada o no del arte que es nuestro coetáneo. Pero si consultamos el catálogo arquetípico del arte de otros siglos, recientes, a fin de cuenta, porque pertenece históricamente a la edad Moderna, la imaginación ha trabajado para configurar lugares, jardines, paisajes, palacetes, escenas pintorescas y domésticas, escenas más irreales pero deseables donde uno acabe hallando si no la delicia inacabable al menos sí una primicia de lo que podría ser semejante cosa en el caso de que exista independientemente de lo que proyectamos o queremos. Desde el barroco hasta el mismo siglo XIX, la pureza de las escenas y lugares soñados, solo ha sido realizada hasta en su último detalle por el arte o la literatura. Los paraísos prometidos por la religión nos piden sacrificios y entregas últimas demasiado comprometidas. El arte nos libera de servidumbres de ese tipo y se atreve a ofrecernos vistas insólitas de lo más deseable. Solo en el espacio artístico se materializa una arcadia cuyo destino no está embargado por ninguna asunción doctrinaria sino que se muestra como originariamente nuestro: regalo por ser todos, precisamente, destinatarios de la ventura.  


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