Como todo buen
romántico, confieso que me fascina la muerte. No me refiero al dolor que
produce en los seres humanos, claro está, sino a lo que supone para la memoria del
cosmos. ¿Dónde va a ir a parar la ingente masa de sujetos que la muerte ha
succionado del plano de la existencia, qué destino tienen los amores que han
sido, el humor que se ha tenido, la esperanza que se ha esgrimido?
Esa suerte de desierto estelar
indescriptible es el que se articula en mi mente cuando hojeo las páginas del
diario de este precoz poeta canario, Félix
Francisco Casanova, fallecido en 1976 a los 19 años? El diario posee un
título que el propio Casanova le puso: Yo hubiera o hubiese amado.
La ausencia del condicional - Si yo
hubiera… -, el aspecto asertivo que supone, pues, tal epígrafe, pone los pelos
de punta al sugerir la imposibilidad final de la consecución amorosa.
El diario, publicado por
Demipage,
también incluye una breve muestra de su narrativa: tres cuentos que cierran el volumen
dejando al lector sumido en una ambigua expectación. Ese año 1976, en cuyo indiferente
transcurso, un escape de gas borró de la vida a nuestro poeta, se me aparece
como una señal temible en el camino, como el tramo último de un vivir que
debiera haber continuado lleno de recompensas y resultados, hacia el
reconocimiento común.
Teniendo en cuenta a
educación, la escritura, la creatividad de Casanova, con toda seguridad, se
hubiera convertido en uno de los poetas o escritores más notables del país. Si
examinamos los últimos años de su biografía, cómo se presentaba y desarrollaba su
vida social, con quien se relacionaba, qué intereses universitarios tenía, si
miramos sus fotos y consideramos los aspectos varios de su creatividad, no nos
puede caber duda del mundo óptimo le esperaba, que estaba trenzando un futuro
muy favorable en el ámbito de las letras.
El diario es, desde
luego, el diario de un adolescente, pero advertimos, igualmente, un mundo creativo
de referentes y contornos serios en devenir. Me sorprende su interés temprano en
Ungaretti, en Nazim Hikmet, en Octavio Paz, en Neruda, Cortázar, en el jazz, en
el rock…
Casanova nos cuenta sus
sueños de la noche anterior, en qué revistas literarias publica, qué hace con
sus amigos, los ires y venires de Eros, qué proyectos literarios tiene.
Recuerdo, hace unos
años, que la publicación de su obra completa, cuentos, novelas y poesía, se
presentó en un programa nocturno de Sánchez
Dragó, pero la actitud de este fue de total indiferencia. Pasó sin pena ni
gloria entre otros libros que estaban amontonados allí, frente a los invitados.
Dragó, supuso que por tratarse de un autor que murió tan joven, sus textos no
tendrían interés. La persona que trajo el volumen al programa no pudo sino
mencionar el nombre de Casanova y poco más.
El modo en que se cierra
su diario, tan felizmente y estando en concordia con todos, es un gesto que nos
trae desde aquellos mediados de los setenta, un signo de tranquilidad, de tersa
harmonía en la vida antes del abrupto e insospechado final. ¿Es este tipo de finales el que que la
divinidad reserva a espíritus especiales? Aún con toda la poesía y magia encima
de uno, a día de hoy, no me atrevo a afirmarlo. A no ser que le asignemos al
azar una camuflada y singular misión.
Si no fuera porque Wittgenstein nos decía que la muerte no es un acontecimiento de la vida, que de ella no se puede decir positivamente nada, restarle gravedad definitiva a la muerte, no supondría ninguna estupefacción sino un ensayar una mirada distinta, incluso, tímidamente esperanzadora, al término de nuestras vidas.
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