AMOR POR LAS RUINAS
Este sábado pasado, estuve viendo, en la sala de exposiciones temporales del Museo Arqueológico de Murcia, una variada muestra de los objetos encontrados en el Cerro del Molinete de Cartagena, lugar en el que, al parecer, estuvo viviendo el caudillo cartaginés Asdrúbal. Examinando con atención y deleite lo que había allí expuesto, me encontré de pronto con algo extraño, que no podía identificar a simple vista. Parecían dos gruesas láminas de cuarzo sucio. Leí la nota que figuraba a su lado. Eran restos de cristales de la ventana de una casa romana del siglo II d. de C. Me quedé fascinado. La apariencia del objeto adquirió, súbitamente, una belleza numinosa. Estuve un buen rato frente a aquél objeto, intentando, barrocamente, hacerme una idea del tiempo, de los siglos que pesaban sobre aquella transparencia carcomida. Examinaba y escrutaba un poco ridículamente cada tiznajo, cada salpicadura, cada borrón, intentando imaginar el viaje que los cristales de una ventana de 1800 años habían hecho a través de las décadas y las épocas. Estaba solo en la sala, sonaba una música electrónica de fondo y caí en uno de esos estados de ensoñación que son los que me hacen secretamente llevaderos los sábados por la tarde. Contemplando aquello en un recodo de la sala, creía haberme encontrado con un objeto mágico. Flotando dentro de la vitrina, envuelto en una luz tenue, su aspecto era enigmático: podría pasar perfectamente por una escultura moderna estilo minimal.
Salí a la calle encantado y con cierto fastidio: no me atreví a hacerle una foto por miedo a que me llamaran la atención. Pero ese fastidio se fue atenuando cuando empecé a pensar porqué los restantes objetos que había visto no me habían producido la misma sensación que la de los romos cristales. Por ejemplo, ¿por qué la espléndida cornucopia de mármol y la delicada cabeza de una divinidad romana que estaban allí no me sumían en el vértigo del tiempo? Precisamente porque por su elegancia y harmonía, están por encima de él y lo superan. He ahí la definición de lo clásico. Lo que me fascinaba, un tanto abstractamente, de los cristales era constatar, localizar en ellos el detritus, el proceso infinito del tiempo. En suma, que si la cornucopia y la cabeza representan lo clásico, mi turbación por una masa contraída que resultan ser los restos de los cristales de una remota ventana que existió hace cientos de años, revelan el típico amor romántico por las ruinas. En el primer caso, el ideal clásico se encarna en unas formas concretas perfectas; en el otro, - podríamos decir, su opuesto -, uno se abisma preguntando por el origen de las cosas, por el destino material de lo que el hombre hace. En lo clásico, el tiempo es aniquilado; en la tendencia romántica uno es (voluptuosamente) aniquilado por el tiempo.
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