lunes, 24 de enero de 2011


EL HOMBRE QUE COMÍA DIEZ ESPÁRRAGOS
Leandro Fernández de Moratín

No se trata de una obra desconocida hasta hoy del autor madrileño sino del inventivo epígrafe bajo el que se recoge una selección de los textos que escribió durante sus viajes a Italia e Inglaterra durante los años 1792 y 1797. De Moratín tenía una imagen pobre y desvaída, pero esto no ha estado motivado sólo por desconocimiento personal: la crítica ha ignorado injustamente a un prosista sagaz e incisivo, y me parece que la tribu de los lectores hemos acatado este prejuicio, haciéndole el coro al cansino lema que dice que la literatura española entre los siglos XVIII y XIX fue poco significativa. Es algo conocido que Moratín llevó un diario secreto encriptado, escrito en una enmarañada mixtura de francés, inglés, italiano y latín. El pensamiento libertario tenía que luchar para crearse un espacio respetable de expresión y sus protagonistas tenía que idear complicadas estrategias para resguardar los tesoros íntimos, liberados de cualquier influencia política o religiosa. Los textos de los viajes que integran este volumen no escaparon, precisamente, de la censura y son numerosos los puntos donde la indicación (f.t) - "falta texto" - revela la intromisión de los censores ante las incómodas observaciones de Moratín.
El que viaja examina una totalidad en acción, detecta un conjunto de prácticas y signos en ebullición. En los libros de viajes tal operación se resuelve elementalmente en : descripción de ciudades, costumbres, climas y paisajes, y análisis del carácter nacional o regional de los lugareños. Moratín une ambas cosas con soltura y humor, no se le escapa detalle, pero tampoco se recrea en los mismos. Habla de la rusticidad del pueblo inglés, diferenciándolo de las personalidades intelectualmente ilustres, destaca el hecho antipático de que en Londres haya que pagar por todo - hasta por leer en determinados jardines -, comenta la feroz competencia de la prensa y reflexiona sobre el distanciamiento y desconfianza con que los ingleses tratan a todo visitante extranjero. Le sorprende el silencio que se percibe habitualmente en los cafés, y cómo éste se torna en un estrépito festivo cuando hay presencia de prostitutas. Sobre la pintoresca manía de estampar en todo rincón un signo de la nobleza, escribe: "Se graban en los orinales los blasones adquiridos a palos y coces".
Las notas sobre sus viajes a Italia son mucho más numerosas y enjundiosas, llenas de detalles, y constituyen casi la totalidad del volumen. Moratín viaja por las ciudades más importantes de toda Italia - Génova, Florencia, Bolonia, Venecia, Roma, Nápoles - haciendo recuento de palacios, monumentos, régimen político, vida cultural, personajes y anécdotas. Algunos pasajes me han hecho recordar la serie de grabados de Piranesi, "Antiguedades Romanas", por ese aire de catálogo barroco del texto: descripción minuciosa de interiores palaciegos, ruinas, gabinetes científicos, detalles arquitectónicos, museos, teatros.... Esto implica una reflexión que un Walter Benjamin se apresuraría gustoso a efectuar: ¿qué significa para un lector moderno esta colección de objetos infinitos de épocas pretéritas, qué tipo de placer es el que obtengo leyendo un libro antiguo de viajes si no es el de comprobar las metamorfosis del tiempo, el de naufragar fascinadamente en sus galerías epocales, reflejadas tanto en el arte como en las ideas, en los hechos? Otra observación, también de signo temporal: al leer el texto en su lengua - y gramática - original, la lectura se ha preñado de una inmediatez, con respecto a la narración de lo observado, condimentada por el exotismo léxico que la falta de uso actual presta a una parte del vocabulario que emplea Moratín: socaliña, maula, greguería, sargas, peroles, opal... Para expresar su admiración por algo, Moratín escribe: "Me auroro", lo que para un poeta actual podría parecer un auténtico hallazgo lingüístico.

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