viernes, 16 de mayo de 2014

MOONDOG Y VIVIANNE MAIER: PUNTOS CONVERGENTES DE UNA RECTA IMAGINARIA




 
Moondog, el vikingo de la Séptima Avenida


La obra de dos singulares personajes contemporáneos y compatriotas, que se ignoraron uno al otro a lo largo de la franja histórica en que produjeron su arte, llega a nuestro conocimiento con aires de novedad curiosa. Son un músico y una fotógrafa. Tan atípicos resultan las existencias de ambos como notables las obras que nos han dejado. En la red ya se puede encontrar información suficiente sobre la biografía de nuestros protagonistas que se dan cita aquí por el mágico arte de la casualidad convergente de los hacedores de mundos.

 

 
Vivianne Maier, la fotógrafa estadounidense de origen galo-judío


Resulta fascinante comprobar desde dónde trabajaron ambos y cómo su obra, atravesando la masa de incidencias fortuitas de las décadas, ha acabado apareciéndose ante nosotros con esa sorprendente solidez que ofrece la continuidad del trabajo hipnotizado. Ambos son creadores de flujos. El flujo musical de Moondog corre paralelo al flujo de imágenes de su vecina desconocida. La música se eleva invocando los ancestros; la serie de las imágenes, por otro lado, retratan la sociedad que olvidó a esos ancestros y evoluciona por el laberinto de la ciudad, extraña de sí misma.
Los dos son personajes que han bordeado los límites del silencio, que se han aprovechado de la secreta libertad que da refugiarse en lo anónimo. Trabajan su obra, en principio, desde la marginalidad – Moondog, tocando su música con guisa de vikingo en plena calle-, o bien desde el margen para poder escoger mejor la perspectiva – la fotógrafa ambulante,  la paseante solitaria armada de una cámara, en el caso de Vivianne -.
Lo que resulta sorprendente y un poco suicida en ambos es que se permitieran el lujo durante décadas de prescindir de un público receptor. La música de Mondog y las fotografías de Maier, son, en este aspecto, notables expresiones de una creatividad absolutamente libre pero nada errática.

El mundo sonoro de Moondog consiste en una mixtura de jazz, experimentalismo, música repetitiva, un punto de folklore y una base envolvente de música clásica. No es meramente un híbrido de estilos, sino la traducción personal de unas atmósferas dinámicas y fluyentes cuyo timbre final no se encuentra exento de cierto profetismo.
He podido escuchar unos ochenta minutos de su música y uno no puede si no quedarse perplejo al pensar que quien compuso las piezas a las que me refiero, se pasara buena parte de su vida tocando en la calle. Moondog es una especie de druida musical, un sacerdote extraviado entre los rascacielos neoyorquinos. Su ceguera terminó de consagrarlo como gurú de su propia forma musical, como jefe sin jefatura de la secta de los adoradores de la proporción áurea trasladada al lenguaje musical.
Desarrolló una hipersensibilidad a las vibraciones, de tal modo que para desenvolverse en la selva urbana, memorizó un mapa de las ondas  específicas de los sonidos más frecuentes del trayecto que se convertiría en su recorrido habitual. Conocía perfectamente el punto en que el vendedor de helados y el de periódicos, se entrecruzaban, bajo los soplidos de un viento que amenazaba tormenta, en la cuesta precisa en que al sonido interminable del tráfico se le añadían las de las alucinógenas alarmas que no hacían sino ordenar a Moondog que no se moviera del lugar en que se había parado, en una de tantas encrucijadas urbanas.

 
 
 

Mondog se convierte en jefe vikingo de los cantos urbanos gracias a un encuentro iniciático con los indios. Moondog sabía que las divinidades indias apaches,  siux y hopis alentaban todavía bajo la hierba aplastada por el asfalto neoyorquino. Así que, dejándose llevar por las vibraciones naturales, hizo como los felinos: dejó que tales vibraciones le llevaran a una esquina solitaria y allí se colocó a agitar su tambor de mano hecho por él mismo. La gente estupefacta se creía que estaba loco. Un vikingo cantando a los dioses indios de la lluvia para que Nueva York resucitara de sus astillas de cuarzo tras las primeras grandes encarnaciones masivas…






Por su lado, la modosita y subrepticia Vivianne a lo tonto tonto, acuñó varios cetenares de miles de imágenes de su ciudad, llevada, como su paisano, de una pulsión obsesiva que acabó rebasándola: al final, Vivianne ya no positivaba sus imágenes, y se limitaba a pulsar el clik de su cámara, pretendiendo, quizá, con ello, superar el inventario obtenido por cualquiera de las mujeres fotógrafas de la historia. No sólo recorrió el espacio norteamericano sino que andurreó por países medio salvajes de Oriente, perdiéndose por sus playas o en los linderos de los pantanales o al cabo de procesiones religiosas locales.
Hábilmente, aunque parece que no lo planeó, Vivianne se hizo pasar por niñera durante casi cuarenta años para aprovechar esos tranquilos momentos de inocentes paseos y conseguir captar lo que normalmente pasa desapercibido entre parpadeo y parpadeo por los parques, jardines y puertas de las tiendas de una gran ciudad.





La obra de Vivianne no es nunca material de aluvión, pese a esta glotonería imparable de imágenes. Sorprende la fineza del encuadre captando la extraordinaria oportunidad. El humor incisivo que se deprende de sus fotografías ¿es puro azar, o la discreta Vivianne se conocía el recorrido de alucinados, borrachos y demás personajes de la fauna parroquial? Sus secuencias son siempre incisivas y suculentas. El formato cuadrado les presta solidez y volumen a las imágenes. 


Mondog y Vivianne son como los notorios ejemplos de una cuasi exposición geométrica:
en la horizontal de la historia, cortan, cada uno desde su competencia, un mismo plano de representación estética por medio de dos lenguajes distintos. Relacionarlos es tan casual como sorpresivo establecer un paralelismo entre ambos, puesto que no hay una similitud de naturaleza sino de operatividad: una es una aficionada a la fotografía que consigue una obra admirable en un anonimato casi absoluto;  el otro, al quedarse ciego recibe la iluminación definitiva que lo convertirá en un gran artista, independientemente de su reconocimiento. 
  
 
 
 

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