martes, 9 de febrero de 2016

ANTIGÜEDADES ROMANAS

 





Un cendal de grutescos y heráldicas

corona  los megalitos

que delinean al azar los restos del paraíso.

 

Hileras de monumentos serpentean

como ríos inmóviles hacia el ocaso.

El viento poliédrico

labra urnas en las encrucijadas,

mientras las copas de los arboles

sumen a los frontispicios

en la umbría del sueño secular

que confunde el origen

de manufacturas y mamposterías.
 






Cúpulas escalonan fulgores,

franjas de pisos vegetales.

Retornan  horizontes velados

como sinónimo de tiempos arrasados,

materia una con la bruma esta simiente

dispersa entre las lascas de los laberintos

y sobre la broza de los templos.

 

En la intermitencia de paramentos y atrios

crepitan las odiseas;

se levantan los teatros en las frondas de las rocas,

y turbiones de horas martillean minuciosamente

masas de piedra y metal.

 

Con lentitud vertiginosa la intemperie edifica pirámides.

 

Los siglos acuñan ruinas como testigos preciosos

de aquel fulgor que ocupara las hondonadas,

magnífico detritus, ahora,  esculpido en sedes aéreas

y sobre el que se insinúan alfabetos que retornan y han muerto.
 





Raíces de arboles y esferas armilares

evolucionan como producto inextricable

de una misma mano invisible

que ansiara trazar en un océano de cascotes

el paso de todas las épocas.

 

La tierra, convertida en abrupta memoria de gestas y nadires,

- pináculos y lápidas los arrebata tornadiza llama semejante –

reposa de sus inventos en los linderos

mientras  el sol naufraga plácido tras la montaña,

seguido por un cortejo de ruinas.

 

La belleza del caos

crea una nueva escritura:

las huellas trenzadas por las épocas en los edificios

que el hombre irguió para gloria de todos.

 

En los paneles del cielo

se dibujan estelas, mosaicos de alfabetos:

somos nosotros soñando civilizaciones.

 
 
 
 

Torrenteras, arcos y precipicios,  

escaleras que ascienden y descienden

y se ramifican en otras;

arquitrabes y pórticos acribillados,

prismas de granito y brechas de hiedra,

este dinamismo que integra rizomas y cúspides,

este hollar de paredes en el aire,

laminando moles de roca en hilas de papiro.

 

¿Son estos parajes, límites de nuestro lenguaje;

la mixtura que el apocalipsis revela

es la suma fatal y variopinta de todos los confines,

o una suerte de comienzo, un final primero?
 
 

Este bosque de ruinas es el rudo catálogo

de los mundos que fueron,

el signo de que los tiempos rotan

sobre un eje indescifrable.

 

Sin embargo, evolucionamos tranquilos 

al pie de las fachadas derruidas de los templos,

orbitamos los epítomes de piedra

murmurando de asombro alrededor del rayo

que asoló circos y mausoleos

dejando estructuras abigarradas, esquemas de palacios.
 

Con la mirada testificamos cataclismos, la ley misteriosa:

cumplidos los reinos y metamorfosis

todo regresa a su origen.

 
 
 



Artificio y naturaleza confunden así sus demiurgias,

se conjuntan en una única mole

arrojada a los tiempos como memoria del sueño

que abarcó tantas vidas laboriosas.

 

Nada han sido los imperios salvo para persistir

como mera impronta

que quisiera emerger como un aura.

 

Se trasfigura la almena en urdimbre de fulgores,

la arboleda en confín de edenes palatinos,

los frisos en rotación de leyendas.

 

Si la ruina es ilustrativa,

¿el cuarzo postergará su forma

para que la joya y los mecanismos sutiles

no pasen por la vejación de ser disueltos entre la broza?

 

No hay final ni principio de camino:

el trayecto es una fronda de vestigios

que la tarde ilumina

con llama dulce y muriente.

 

En las cumbres

los monumentos y las hojas

son el oratorio de los siglos.

 

Las épocas nos dan el fruto de todos sus apogeos

en este cruce de procesiones alucinadas:

multitudes de harmonías resquebrajadas,

O engastadas unas en otras.

 

Las horas pulen el monumento único de las memorias

mientras el fragor sordo de los pueblos

se sume en un solo eco al borde de la copa votiva.


 
 
 
 

Naturaleza y ornato emergen como creación indistinta

al pie de los frontis

de los que penden los siglos como racimos densos.

 

Salientes y estrías, torres,

bóvedas de ramas,

petrificadas rosas al cabo de los escudos,

sombra arpegiada de los relieves,

pedestales de cielos solitarios.

 

La multiplicidad muestra este sorpresivo inventario

de  sortilegios y residencias

emergiendo de la agonía lustrosa de los siglos

y que la piedra retrata

como gesto de una aurora remota.







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