miércoles, 5 de julio de 2017

LA FASCINACIÓN AMERICANA.








Durante los noventa  leí con golosa expectación  a Baudrillard. Era el filósofo  de moda que definía como ningún otro, con viveza y polémica contundencia, la dinámica de los males y extrañezas del mundo actual. Luego, perdió fuelle en mi interés, ya fuera porque a partir del año 2000 no produjo ninguna obra realmente tan reveladora como las anteriores o porque acabé creando en mí un estereotipo de su figura y por ello me harté de su escritura. Yo creo que algo muy parecido le ocurrió a Eugenio Trías, quien en un artículo publicado hacia el 2012, más o menos,  escribió (me acuerdo de la frase): “leer hoy a Baudrillard es insoportable”. Al leer aquello, recuerdo que asentí al mismo tiempo que me sentí culpable de hacerlo al sospechar  sobre la justeza de tal observación.

Si no eres periodista sino sociólogo o filósofo y vinculas tu producción de obra crítica a un análisis exclusivo de la actualidad, te arriesgas a que tus libros pierdan cierta vigencia superficial, precisamente, por la sustitución de la actualidad que analizas por otra, la siguiente, que será sustituida a su vez por otra, y así, de este modo, interminablemente.

Esto, en parte, es lo que ha ocurrido con algunos libros de Baudrillard, con una masa de su discurso, incluso con los conceptos estrella que inventó y con los que creyó identificar la dinámica social y política de los ochenta y los noventa, por ejemplo, el de “simulacro”, tan útil para definir el despliegue de las realidades virtuales. Lo que quiero decir es que, visitando la obra del escritor francés, al tiempo que uno se irriga intelectualmente  con la vistosidad de sus exposiciones, se experimenta cierta melancolía por esa vinculación tan enfática del despliegue conceptual a las anfractuosidades de lo temporal. Cuando me encuentro con un libro de Baudrillard en una librería, siento las ganas de adquirirlo mezcladas con una sensación triste ante el análisis de esa cosa antigua llamada modernidad. 
Pero es que ocurre, y con esto justifico mi remordimiento ante mi rechazo episódico de este autor y el juicio de Trías, que no hemos salido, y mucho menos trascendido, el mundo que tan elocuentemente retrató Baudrillard. Estamos de lleno inmersos en él, en su apogeo rabioso y destructivo. Por ello, no resulta tan fácil distanciarse del brillante conjunto de balances del pensador francés y hay que admitir que una vuelta a la lectura de sus obras de hace unos cuantos años, es más que posible y que, incluso, puede resultar sorpresivamente reveladora.

No recuerdo cómo me enganché a la lectura de Baudrillard, qué libro fue el primero que leí de él, pero seguro que fue a causa de frases, de trallazos como este: “El orgullo capitalista transexual de los mutantes crea la magia de esta ciudad”. Baudrillard está describiendo Salt Lake City, la capital de los mormones, y se encuentra en uno de sus libros más amenos y fulgurantes, América, agudo análisis del universo americano, que desde 1987 no para de reeditarse hasta nuestros días.

 A principios de los años ochenta Baudrillard inicia su periplo americano. Llega al continente en el momento de la era Reagan, del proyecto bélico, que no fílmico, de la guerra de las galaxias, de la inicial difusión de la informática. Pero su retrato de América no dependerá de la observación de los  factores políticos del momento. Baudrillard saca provecho de sus impresiones primeras y globales del país, de la apariencia de sus ciudades y de la conducta de sus habitantes.

América es fundamentalmente un desierto, es decir, esta es la forma sobre la que se deslizan las ciudades americanas y sus realidades sociales, como también el espacio circundante de todo ello, el espacio total de la posibilidad. Sobre la línea continua e infinita del desierto se alzan los conjuntos de cristal de los rascacielos, los moteles, las gasolineras, las ciudades encantadas de un mundo en el que, presumiblemente, se ha efectuado la utopía. El desierto es de este modo la base estructural de lo posible, lo que, conceptualmente, más que indicar lo de “empezar desde cero”, alude a la ausencia de signos.
En América asistimos a una “desublimación espectacular del pensamiento”, América es un espacio nativo en el doble sentido: primitivo y originario, es decir, liberado de toda las complejidades históricas que pesan sobre Europa y absolutamente franco en la expresión de su impudor y, por lo tanto, impulsado naturalmente, a la realización de todo. Lo quimérico, lo desmesurado aquí es sencillamente, realizable, el tono regular de lo diario.

América no es solo la consecuencia de Europa, es su trascendencia ilimitada, su extremismo sin término, la inagotabilidad del principio. Si Europa representa la densidad histórica, la sutileza del concepto, la cuita moral, América es simplemente, el lugar siguiente a todo ello sin la presencia influenciadora de todo ello. Lo posible es aquí posible, y en tal capacidad sin horizonte limitador residirá el carácter delirante de todo lo americano.

En su eléctrica descripción conceptual del paisaje americano y sus gentes, Baudrillard desmitifica parajes de modernidad: -  “el puritanismo de la informática”, o bien el autista que corre solo ataviado con sus ropas deportivas y provisto de su walkman que le incomunica del entorno, figura que sigue siendo hoy la misma aunque el aditamento electrónico musical se haya economizado hasta su práctica invisibilidad y que al pensador francés le parece un triste anuncio apocalíptico-; se permite alguna malignidad:” a falta de identidad, los americanos poseen una maravillosa dentadura”; o confiesa que, a pesar de la rica destinación que distingue al europeo, finalmente, la desinstalación cultural que supone América puede vivirse sin conflicto y también con gozo.

Si América es el vivero cosmicómico  de lo que devendrá en Occidente, Baudrillard lo confirma con un par de observaciones que conectan directamente con nuestra más vibrante actualidad: 
“La última obsesión de la opinión pública americana son los abusos sexuales contra los niños”.   Esto escribía Baudrillard en el 86. Hoy asistimos a la caza de redes internacionales de pederastas.

“La liberación (sexual) sumió a todo el mundo en un estado de indefinición (siempre pasa lo mismo: una vez liberado te ves obligado a preguntarte quién eres)…. Pero el problema general es el de la indiferencia, unido a la recesión de las características sexuales… En el límite ya no existiría lo masculino y lo femenino sino una diseminación de sexos individuales… final de la seducción, final de la diferencia”. O sea, que la liberación sexual a ultranza ha traído como consecuencia la dispersión de las ubicaciones anteriores, y  la disolución de toda frontera conformadora de las relaciones sexuales. Ante un panorama en el que toda reivindicación ha sido sobrepasada se explica que los movimientos homosexuales emerjan como definidores de la nueva identidad sexual, como fórmulas de descubrimiento de la sexualidad. Por ello, pretender ser un donjuán ahora es políticamente incorrecto, ya que enfatiza con elocuencia la diferencia sexual ante las presiones por la indistinción.


Baudrillard no emite un veredicto maniqueo o final sobre América, nos brinda las descripciones fascinadas de sus geografías y delirios, señalando que si, puntualmente, se muestra como la antítesis de Europa, también supone la ocasión de nacer, sorpresivamente libre, de toda determinación cultural previa. América es, pues, un paisaje originario en el que se subsumen todos los otros paisajes elaborados en Europa. En su potencia generadora de realidad reside tanto la virtud de su libertad- vivir sin la condición de construir una identidad- como la asunción social de la desmesura.  

 

 




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