lunes, 1 de enero de 2018

POÉTICAS DEL TIEMPO




Esas fotos decimonónicas en las que los sujetos retratados aparecen rodeados de la generosa vegetación del jardín familiar, de umbrosa y pululante hiedra. Parece que podamos establecer una analogía entre esa frondosidad vegetal y la frondosidad psicológica de los mundos íntimos que en el XIX florecieron a través de grandes movimientos estilísticos como el romanticismo o prácticas como el diario personal y que aludían tan directamente a la riqueza interior, a las complejidades escondidas de las almas.

 
Mi gusto por la fotografía antigua no revela ninguna mórbida tendencia a lo espectral, aunque este elemento no deje de perfilarse en el puro disfrute del ser estético de unas imágenes sustanciadas por el tiempo, sino que viene a indicar el goce de penetrar en un mundo terminado, delimitado por su propia plenitud, y en el que todo accidente está ya admitido como elemento fluyente y componente de su ser. Lo que ocurrió está siendo en sus mundos respectivos y la fotografía tiene la capacidad de mostrarme el acontecimiento en su azaroso y preciso acontecer. Cada foto es el muestrario de un mundo, plenamente detectado y ubicado (en ese momento, claro, pues no conocemos el desarrollo total del tiempo de una época en sus circunstancias infinitas) que se actualiza, o mejor dicho, me muestra su presente en tanto que yo me interno en su paisaje y en el desenlace de sus fisionomías.



 
 
La verdad es que no sé si el fondo de esta imagen es un montaje, pero de lo que no puedo dudar es de la presencia insólitamente clara y precisa de Edward Munch. Al no ser borrosa y al estar audazmente coloreada, la imagen del joven Munch me sorprende precisamente por esta claridad, por no estar refugiada en ninguna sombra y parecer tan próxima, casi palpable. Siempre he ubicado a Munch a finales del XIX, viviendo en el remoto mundo de los blancos y negros de la fotografía antigua. Su aspecto en esta foto, tan libre de toda penumbra mitologizante, me impacta precisamente por transmitir esa sensación de realidad, de inmediatez, de proximidad teniendo en cuenta los años que presuntamente tiene. La ecuación podría consistir en una primera pareja de factores: claro y sensible opuesto a lo remoto; y, otra pareja de factores relacionados negativamente: lo más cercano opuesto a lo imaginario. ¿Por qué lo lejano en el tiempo se identifica con lo imaginario, con lo legendario?

 
El misterio del tiempo creo que es irresoluble, pues aun cuando sepamos que todo ocurre en el presente, que todo se descifra en “ahoras” circunstanciales y concretos, hay siempre una distancia entre mi ahora y aquel otro. Es irresoluble porque entre esos ahoras se produce una distancia inevitable. Aunque podamos hablar de una referencialidad progresiva de las cosas que las iría uniendo como una suerte de nexos sutiles, entre los puntos extremos de esos nexos nos toparíamos con las diferencias propias de cada ahora y con la dificultad de plantear sin más relaciones claras o directas entre los acontecimientos.    

 
El tiempo como el mayor agente metamórfico.



 
 

Ese efecto de esfumado sugiere la inmaterialidad de los cuerpos, la conversión de estos en fantasmas que emergen del pasado. No sé si, en el ámbito de la fotografía, fue un efecto estético buscado o producto del azar. El sfumatto lo encontramos en el Renacimiento y tiene esa función de volver sutiles y etéreos los volúmenes y formas. En torno al cuerpo del retratado todo comienza a desvanecerse, todo va disipándose en una atomización delicada e infinita. Del vacío universal, emerge la figura del sujeto, lo único que da sentido y dilucida la nada del entorno con su presencia.

 





El producto del tiempo convertido en parque temático: en esta imagen de Sebastiano Ricci, los distintos personajes deambulan por los restos arquitectónicos del imperio transformados por la inercia del tiempo en muelle lugar de recreo, en espacio ilusionista. La poética del tiempo amuebla azarosamente lugares desolados. Pero la ruina se convertirá, con el romanticismo, en motivo propio de culto, en reflexivo confín de las culturas que fueron.





Cuando vi por primera vez esta fotografía de José Rodrigo, y que data de 1885, sentí como un lento trallazo. Cómo me gustaría estar ahí y en esa época, vivir en esa casa a la orilla de la acequia y a la sombra protectora de ese árbol que hunde sus raíces bajo el lecho del agua. Literalmente experimenté la misma fantasía que sintió Barthes al contemplar la foto antigua, hecha en España,  de una ermita protegida por un ciprés. Y como el autor francés, me pregunto qué significa este arrobo instantáneo ante una imagen que consta de: un lugar que habitar – casa, ermita – y presencia vigilante, altamente simbólica, de un árbol. ¿Querencia soñadora, arcano destino, trasunto de la eternidad? Me imagino viviendo ahí por siempre. La pobreza del lugar atesora, paradójicamente, su persistencia. La casa casi en ruinas, me arropa con su miseria, la masa deslizada de la piedra me protege en sus interiores. La fragilidad de su construcción es engañosa pues ya ha vencido al tiempo. El árbol y el curso del agua son dos conexiones vivas con la energía suprema. Mientras el árbol me conecta con las alturas cósmicas, el agua irriga el lugar y renueva la tierra y el ámbito que me acoge. Las eras pueden pasar que yo las contemplaré tranquilo desde este humilde pero indestructible enclave.     

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