lunes, 17 de diciembre de 2018



Poéticas

Articulándome en la hora rasante, atreviéndome a olvidar una seguridad neurótica, imaginando qué pasará en el paso siguiente en el que los espacios forcejean, creyéndome que puedo desaparecer si la luz arrebata mi rostro.

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Perfilando el claror de la nieve sobre una suerte de papel cebolla, merodeando en torno a los términos más suculentos que quisieras emplear para atajar este descenso, reubicándote alrededor de la grava luminosa.

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Has conseguido que lo que el amanecer va descubriendo sobre la línea de la playa se asemeje por procedimiento a tu dibujo del perfil de las cosas. La delicadeza es una suerte de luminosidad difusa y precisa, a la vez.

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Distanciándote del fenómeno pero sin dividirte de él, apartándote de su ruido pero sin perder oído de las incidencias de su murmullo.

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  Descender a la superficie del instante, el ahora mismo como habitáculo móvil y atalaya. Incluso lo que acaba de suceder resulta remoto y lo lejano, trémulamente próximo.

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Que, paulatinamente, el cuerpo obtenga el fulgor que le exima de toda decadencia, que retome su origen fabuloso.

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Las postergaciones del deseo hacen almas tumefactas.

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Que la franqueza de la imagen reste sombra a tu especulación legítima, que el claror soñador de la tarde impregne el resultado de tus merodeos.

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El rosario de objetos supone encarnaciones concretas de conflictos, de motivos para la empresa de desciframiento. De todos modos hay que reposar sobre la idea de que todo misterio ha sido conocido y todo conocimiento difundido.

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Secuénciate sin moverte, preludia tu acierto con la limpieza de la brisa: estás donde tienes que estar, al borde del día emprendido. Un sol modesto es tu medalla ante la conjunción feliz de los hechos

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