sábado, 20 de abril de 2019

SIMAS DEL AHORA






He mezclado en mi reflexión de este insulso día de viernes santo pasado al agua, con alguno de los pasajes del Mono gramático de Octavio Paz, obra que releo de vez en cuando. Paz observa un árbol junto a los restos de un perro muerto que devoran unos buitres, cómodamente sentado a suficiente distancia de todo esto, a las seis de la tarde, en algún punto de la India. Su observación concluye con que todo lo que ve, todo lo que está viendo, se sume en tal indiferencia que cada objeto podría ser intercambiable por otro sin provocar ninguna variación sobre la globalidad de lo que ve. La luz hace tan precisas a las cosas, las ubica con tanta claridad como indiferentes se vuelven unas frente a las otras al permanecer en esa inercia. La luz y el ambiente de esa hora, las seis de la tarde, en que Paz se abandona a la calma contemplación, también es cierto que propician cierta ausencia de acontecimiento que pudiera alterar el breve paisaje. Es la hora panteísta, que dijera Macedonio Fernández, en que como muy exacta e ineludiblemente concluye Paz, todo acaba por “ser ahora”.  Ese ahora sin acontecimiento que fracture la unidad, ese centro sin gravedad, esa visibilidad, ese tranquilo despojamiento es el tiempo en su encarnación, en su trascendencia, en su vivencia más auténtica. Es un tiempo sin tiempo, un traspasar la red de las horas, instalándose en el centro omnividente, en la inteligibilidad suprema. Es el tiempo o la forma temporal que místicos y neófitos de la ventura, quisieran alcanzar.
Muy, muy lejos he andado yo esta tarde, de semejante bendición repentina. Yo he caído en los laberintos del tiempo, también, pero el sentido de semejante extravío no ha sido para encontrarse, finalmente, feliz, habiendo remontado las fases del tiempo y de la contemplación.
La fiesta, la lluvia y las reformas en las vías trastornaron los horarios del tren. Días festivos como este, a mitad o a finales de la semana, suelen convertir la ciudad en un cementerio y yo deseaba escapar fuera, acercarme a Alicante.
La desesperación aparece cuando ni la lectura, ni la música ni la televisión ni internet pueden echarte una mano para que pases una ristra mortal de horas encerrado en casa. Si encima no dispones de una Julietta a la que hechizar con poéticas palabras y los presuntos amigos a los que recurrir, han sido arrebatados de la faz de la tierra, esperas a que una súbita convulsión química en el cerebro impulsada por el inconsciente te salve de las horas de tortura que se avecinan y se van acumulando en el umbral de la consciencia.
Es, precisamente, en ese umbral en el que quisieras mantenerte con una brumosa percepción animal del peligro que acecha, sin profundizar más, sin ser demasiado consciente de tu pérdida de tiempo no haciendo nada y siendo nada.
La tarde insistía en abrirse como un abismo, en deslizar la superficie del suelo para que yo cayera o me desintegrara bajo algún escuchimizado y mojado árbol urbano.
En el texto del Mono Gramático, Paz accedía a una visión tranquila del momento, integrando harmoniosamente todo lo que divisaba en una imagen general. En mi caso, ha habido un momento en que también accedí, no a una visión, sino a una intensidad, al orgasmo de la desintegración. La soledad es, prácticamente,  mi oxígeno diario, pero la desolación es una potenciación aniquiladora que comparte con la soledad el ámbito del que surge. Ya sé que sólo el tratamiento literario de estos estados de asesinas depresiones legitima la posible frivolidad con que uno pretenda burlar  el envite de esta amargura para comunicarlo a los otros, en el caso de no ser diestro en su descripción. A estas alturas todavía sigo respetándome tan poco como para concebir un relatillo de lo que, por instantes, ha sido el horror. En realidad, yo, como Paz también he tenido una visión: la de mí mismo desapareciendo de la vida. Y la desaparición ha sido tan perfecta que ni la lluvia, ni la divinidad se han enterado. La pureza de desaparecer en vida depende, fatalmente, de la inexistencia de testigos. Efectivamente. Uno puede morir un día y resucitar, inopinadamente, al día siguiente, como si no hubiera ocurrido nada. Y en realidad no ha ocurrido nada porque el sufrimiento es tan individual y tan íntimamente lacerante que no implica relato narrable. Paz, en la contemplación experimentada a las seis de la tarde en un rincón de la India, cierra su descripción con: Todo es ahora. Mi nulo recorrido en esta tarde de copiosa lluvia, parece conducirme a algo semejante, aunque de signo opuesto: en el ahora de esta tarde fuera de la vida, yo soy mi agujero negro. Y, ante la  solitaria conciencia de mi indiferente muerte, sólo un poema podría dar la alarma de este hecho: el escándalo que supone que el tiempo de la vida se pierda y se vaya de esta lamentable manera.                      


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